jueves, 30 de diciembre de 2004

Atardecer en la escuela

María Monjas Carro (2º Premio Lectores Certamen Acumán 2004)

A mitad del tercer curso de primaria me pusieron una nueva compañera de clase. Se sentaba en el pupitre de la izquierda y me observaba con sus enormes ojos azules, que bailaban sobre una piel blanca lechosa como de sábana recién limpia. Lo que más me gustaba de ella eran sus dos coletas rubias, tan bien dispuestas una a cada lado, firmes y desafiantes.
Enseguida nos entendimos bien. Jugábamos a competir para ver quién se ponía más roja. Apretábamos mucho los dientes y los pensamientos hasta que poco a poco se nos iban hinchando las venas de la cara y conseguíamos que nuestros rostros se tiñeran de rosa, pasando por tonos violetas hasta llegar a un granate sangre digno de los mejores atardeceres levantinos.
Era una tarde de Febrero, de esas en las que ya comenzábamos a preparar el Carnaval, cuando la señorita Inmaculada me llamó a su mesa, situada en una tarima elevada. Después de un par de carraspeos me preguntó sobre la situación en casa, si mis padres seguían peleándose y cosas por el estilo. También quiso saber si estaba contenta con la nueva compañera que me había tocado en clase, a lo que afirmé muy satisfecha.
Fue entonces cuando ambas miramos hacia mi pupitre como para agradecer a Martita su grata compañía y la sorprendimos con la cara totalmente congestionada, apretando mucho los dientes con un gesto de un morado triunfal torciéndose en sonrisa.
Recuerdo pensar que definitivamente esa tarde había superado todos los récords del mundo mundial.

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