miércoles, 30 de septiembre de 2009

Felisa Moreno Ortega, finalista del Premio Jaén de Narrativa Juvenil



Felisa Moreno Ortega, con su novela "El club de las palabras prohibidas" ha sido finalista del Premio Jaén que convoca Caja Granada.
Ha estado cerca, lo cual deja ese sabor agridulce de quedarse a un paso de ganar el premio y la publicación; pero lo importante es que supone un reconocimiento a su novela y que es claro que la obra tiene un buen nivel y está en buen camino.
Puedes leer el comentario de Felisa en su blog:

http://felisamorenoortega.blogspot.com/


Y copio la imagen del Diario Jaén, que ayer habló también de Felisa y de la presentación de la novela que ya tiene publicada:

¡¡Enhorabuena!!





lunes, 28 de septiembre de 2009

El diletante. A voz en grito





Abluciones polares


El progreso es imparable. Primero compré una caldera que duró quince años, al cabo de los cuales fue sustituida por otra de igual modelo del mismo fabricante. Esta segunda aguantó nueve años; es decir, un cuarenta por ciento menos que la primera, lo que evidencia el imparable progreso crematístico de algunos. Como consecuencia del estropicio nos quedamos sin agua caliente durante varios días y me vi obligado a duchar a mi hijo con agua fría. Mi hijo adora el agua caliente, permanece bajo ella durante tiempos insospechados para el resto de los humanos y nunca sale escaldado.
El caso es que con el agua fría hemos pasado de una tortura a uno de los mejores cachondeos de los últimos tiempos. Le sacudo con la manguera en las piernas y grita y yo más. Luego le atizo en el culamen y organizamos un pandemónium del diablo, pero cuando el chorro de agua helada le golpea los mismísimos chilla como una rata y nos reímos como descosidos. La fiesta dura diez minutos diarios inolvidables.Visto lo visto, he decidido no colaborar con el progreso y seguir divirtiéndome con las abluciones polares.

El Diletante



viernes, 25 de septiembre de 2009

Lola Sánchez Lázaro, seleccionada por tercer mes consecutivo en el Certamen Microrrelatos de Abogados


Familia

Lola Sánchez Lázaro-Carrasco

(Seleccionada Certamen
Microrrelatos de Abogados
-septiembre 2009-)


-Yo me quedé en el campo, ¿sabe, señoría? Mis hermanos prefirieron la ciudad, nunca les gustó la vendimia. Se convirtieron en brillantes abogados. Yo fui una vez a verles, ¡qué agobio! Rara vez venían ellos, excepto últimamente. Los fines de semana tomábamos vinos, jugábamos la partida en el bar..., lo típico. De noche se quedaban hasta tarde, hablando bajito, de denuncias, litigios, compraventas y yo que sé qué leches más, al tiempo que martilleaban el teclado de sus ordenadores. Pedro se removió en su asiento, a la vez que masajeaba sus sienes con dedos ásperos y callosos; su cabeza parecía un globo a punto de estallar. Se aclaró la garganta y prosiguió: -Me decían; "firma aquí, Pedro, son papeles de la herencia de papá", y yo lo hacía. ¡Cómo me iba a imaginar que quisieran quitarme las tierras! No tuve elección. Dos tiros certeros. Y todo arreglado.

Lola Sánchez Lázaro-Carrasco (Madrid)

martes, 22 de septiembre de 2009

El mago (Mar Solana)



EL MAGO

(Mar Solana)


Samuel se sentía más decaído que otras veces. Extraía de su sombrero “mágico” de doble fondo una hilera de rutilantes pañuelos anudados de todos los colores. Un niño de apenas cuatro años aplaudía, entusiasmado, desde su cochecito mientras su madre dedicaba a Samuel un mohín indolente que provocaba en nuestro mago callejero aún más desgana, si cabe. Algunas personas que pasaban por la plaza se acercaban, curiosas, hasta el lugar donde Samuel estaba prodigando su repertorio de trucos, pero rápidamente abandonaban el pequeño círculo que se había congregado en la Plaza de la Bohemia aquella nublada mañana de primeros de noviembre. Una mañana gris que amenazaba con vaciar los hinchados vientres de aquellas preñadas nubes otoñales. Varios grupitos de palomas picoteaban las miguitas esparcidas por algunos viandantes. Caminaban a saltitos con sus abultadas pecheras blancas, bajando repetidas veces el pico hasta el suelo en su afán por llevarse algo de aquel apetecible botín. Cuando volvían a levantar de nuevo sus picos del suelo, sus ojos redondos y negros como bolitas de pimienta escrutaban, nerviosos, al parvo grupo de espectadores de Samuel.
Como una muestra de agradecimiento hacia su escaso público, el mago inclinó su cuerpo haciendo una silenciosa reverencia y comenzó a pasar su sombrero de doble fondo en busca de algunas monedas. Pero la pequeña concurrencia rápidamente se disgregó, sin aplaudir siquiera, como si estuvieran programados para, de repente, hacer algo distinto. Tan sólo un anciano de andares torpes y mirada generosa se acercó a Samuel y depositó en su sombrero algo de colores que no parecían monedas. Unos cansados ojos, de color verde como una ría marina y festoneados por un montón de arruguitas, clavaron su brillo líquido y cálido en los del mago, tristes y distantes. Samuel miró dentro del sombrero y con apática sorpresa descubrió una cápsula blanca muy pequeñita y una especie de cristal ovalado verde esmeralda, mucho más grande y envuelto en celofán, en el fondo de su sombrero. Con una medio sonrisa y algo confuso, se dirigió al anciano que seguía mirándole con calidez y simpatía: Pero… ¿qué diantres es esto, abuelo? Yo…
─Samuel, tienes que tomar una decisión, para poder “ver”. Te dedicas a la magia y sin embargo… ─el anciano de ojos verdes como un ría hizo una pausa para carraspear y tomar aliento, no era fácil lo que tenía que comunicar al mago…─ eres mucho más escéptico que tu público, cada vez más reducido, por cierto…
─ Pero… ¿quién es usted y cómo sabe mi nombre y… lo demás? ¿De qué decisión me habla, eh…? ─le dijo Samuel ya con un asombro menos impasible, pero lejos aún de la vehemencia.
─Quien sea yo y cómo sé tu nombre ahora importa poco para lo que nos ocupa. La decisión a la que me refiero está entre la pastillita blanca y el caramelo verde. Ese es el regalo que hoy te hago por tu jornada de trabajo, por habernos deleitado con todos tus trucos y tu magia, Samuel. Mereces saber…
─ Pero… ¡si yo no le he visto entre el público!, ¿de dónde sale usted? ─le interrumpió el mago, que cada vez se encontraba más impaciente y confundido…
─Te decía que mereces saber, más bien percibir con todos tus sentidos, cómo es el mundo de verdad ─continuó su discurso el anciano de ojos verdes, como si nada pudiera alterarlo─. Hace mucho, mucho tiempo, yo también tuve la misma preciosa oportunidad que te estoy ofreciendo ahora, ver el mundo a lomos de mi caballo de Vida, un hermoso corcel blanco, desde dentro del Carrusel o fuera de él. Así que, Samuel, tú decides: si te tomas la pastillita blanca, seguirás viendo el mundo casi como lo ves ahora, desde dentro del Carrusel, a lomos de tu caballo de Vida y sin parar de girar;… aunque puede que el solo hecho de que tú te pares a observarlo ya sea suficiente para darte cuenta de algunas cosas que necesitan un cambio de perspectiva muy urgente en tu vida. El blanco es el color de la asepsia, de la paz y de la pureza… Si optas por el caramelo verde, que bajo ningún concepto debes tragarte ya que correrías el riesgo de quedarte atrapado en tal visión, verás el mundo igualmente a lomos de tu caballo de Vida, pero fuera del Carrusel. En esta alternativa quizás no percibas que nada en tu vida deba ser cambiado, probablemente porque esta sea la otra perspectiva que necesitas para completar tu visión del mundo. El verde es el color de la esperanza, de la vida y del equilibrio… En fin, querido Samuel, que no quiero liarte más, ahora debes pasar a la acción. Recuerda: la pastillita blanca se traga, no debes dejarla en tu boca más de lo necesario. El caramelo verde se chupa, debes poner atención y cuidado de no morderlo o tragarlo. Y lo más importante; no temas equivocarte, preciado mago, porque tomes la decisión que tomes, seguro que es la que más necesitas para poder “ver” lo que debes saber en este momento de tu vida.
Cuando Samuel levantó la vista del fondo de su sombrero ocurrió algo increíble que casi le hizo pensar que se estaba volviendo loco: ¡el abuelo de los ojos verdes como una ría marina había desaparecido! El mago dirigió miradas nerviosas e inquietas en todas direcciones, pero no vio ni rastro de aquel extraño anciano. Caminó, sin dejar de mirar hacia todos los lados, hasta un banco y se sentó. Dejó en un rincón su maletín cargado de sueños e ilusiones y cogió su sombrero de doble fondo y, de repente, Samuel estalló en sonoras y estruendosas carcajadas que hicieron volver la cabeza a más de un viandante que paseaba por la plaza aquella mañana de primeros de noviembre. “Esto tiene mucha gracia ─dijo para sí mismo─, toda mi vida sin creer en la magia, actuando por actuar, para dar de comer a los míos, pero sin creer en lo que hago… y ahora un abuelo de lo más extraño me paga con caramelos y desaparece delante de mí,… jajaja… ¡Buen truco, seas quién seas, sí señor, ese sí que quiero aprenderlo yo!"
Observó con detenimiento sus pequeños y extraños tesoros. Y se dio cuenta de que apenas recordaba el discurso de aquel anciano sobre las pastillitas. Sin embargo, sí había memorizado que no debía tener miedo a equivocarse, tomara la decisión que tomara, sería la correcta. Samuel pensó en la cantidad de veces que se había paralizado a la hora de tomar una decisión por temor a errar. ¡Por fin podía basar su elección en otros aspectos que no fueran el miedo, hiciera lo que hiciera, estaría bien porque lo había elegido él y nadie más! Se sintió increíblemente liberado, por primera vez en su vida le invadió una inmensa sensación de paz y alegría; ¡y sin haber decidido todavía lo que iba a hacer con esas extrañas pastillitas, era fantástico! Rió de nuevo, pero esta vez con regocijo y sin estruendo. Como apenas se acordaba de nada de lo que le había contado aquel anciano sobre cada pastilla, Samuel decidió que basaría su elección en el color. En este caso se tomaría el caramelo porque el verde era su color preferido desde que era un niño y tuvo sus primeras experiencias con los colores. Le transmitía mucha calma. Fue quitando al caramelo su envoltura de celofán con extremo cuidado y poniendo sus cinco sentidos en cada vuelta del papel. A Samuel le pareció que el caramelo verde resplandecía como jamás había visto brillar nada, sintió la extrema tersura del papel en cada uno de sus dedos, escuchó con una nitidez pasmosa el cris-cras del celofán al desplegarse y le pareció que el ambiente se llenaba de miles de partículas de una fragante y fresca lima recién cortada. Se metió el atractivo caramelo en la boca y rápidamente le invadió una exquisita explosión a menta y hierbabuena. Era un sabor tan delicioso que a Samuel le entraron unas enormes ganas de morder el caramelo y comérselo, incluso de tragárselo sin masticar siquiera. Sin embargo, recordó de pronto que aquel anciano le había dicho que no debía hacerlo, que sólo tenía que chuparlo y deshacerlo en su boca. Se acomodó en su asiento del banco y paladeó aquel apetitoso dulce con delectación, casi recreándose en cada vuelta que daba alrededor de su lengua. De repente, Samuel, miró a su alrededor y vio que todo se había parado. Las personas que por allí pasaban, el puesto de gofres y palomitas, incluso las gotas de la lluvia que hacía un rato habían comenzado a caer con brío, pendían suspendidas del aire reflejando en sus minúsculas esferas una maravillosa e increíble luz que Samuel jamás había visto antes. Algunas hojas se veían también como colgadas desde el cielo por un hilo invisible, formando maravillosos remolinos y espléndidas flores y espirales. ¡Era todo tan hermoso! Samuel quiso levantarse del banco y se quedó paralizado en el sitio al comprobar que el banco se había convertido en un bellísimo alazán que había comenzado a llevarle al paso por aquella plaza paralizada, suspendida en el tiempo. Samuel estaba tan emocionado que comenzó a llorar, y con cada una de sus lágrimas, que quedaban pendidas como por un soporte incorpóreo, supo, y sintió profundamente en su alma, lo que significaba la fuerza de un instante o vivir el momento, el ahora o el presente… ¡Todo lo que se había perdido sintiéndose tan vulnerable! Lo que había dejado en el camino por miedo y sobre todo ese vértigo que cada mañana, al despertarse, sentía, como si su vida girase sin poder él intervenir, girase, girase, sin parar, como en un Carrusel, sin piedad y sin detenerse a descansar por el camino…… ¡Samuel estaba cansado de galopar sin control!… ¡Claro! ─se dijo Samuel─, y de repente lo comprendió todo a modo de serendipia, como a través de un rápido destello o de un fogonazo imperceptible. Eran maneras suyas de entender el mundo, trampas que con el paso de los años había ido creando su mente cual ávida araña, engaños del ego que tenía miedo a desaparecer para siempre. Sintió con una claridad meridiana que lo verdaderamente real era lo que ahora vivía, la increíble fuerza de aquel instante y la certeza de saberse eterno. Samuel lloró como jamás lo había hecho en su vida, con una energía inusitada.
Poco a poco, las gotas de lluvia fueron recuperando su gravedad habitual y en la plaza se restableció la normalidad. Los gofres volvieron a humear esparciendo su dulzón aroma por todos los recovecos de aquella enorme plaza y las personas iban y venían con sus ya acostumbrados ritmos frenéticos. Samuel se hallaba otra vez sentado en el banco, enjugándose de su rostro la mezcla de sus lágrimas y de algunas gotas de lluvia. Dirigió su mirada hacia el horizonte, un enorme arcoíris resplandecía en el oeste de la ciudad. Antes vio más, pero éste era único y uno de los más hermosos que Samuel había contemplado en toda su vida.

Visita el blog de la autora (Mar Adentro):

lunes, 21 de septiembre de 2009

El diletante. A voz en grito


El punto muerto


Los hombres siempre creyeron en los dioses, hasta ahora. Primero fueron politeístas, luego monoteístas, y su religión, la que fuera, les proporcionó un cierto sentido a sus agobiadas vidas. Recientemente se ha declarado que en el estado actual de la ciencia puede afirmarse la no-existencia de dios. Y no es que vayamos a convertirnos en ateos por decreto; pero cuanto los países son más desarrollados, mayor el porcentaje de descreídos, de gentes que ya no saben o no pueden o no quieren usar las muletas religiosas, de personas que han perdido la fe. Tal vez se salvarían los budistas, adeptos a una religión sin dios. Si no hay Más Allá, si solo somos cenizas, aprovechemos mientras no lo seamos. Y la vida de todos los días se convierte en un espectacular y feroz combate por la supervivencia y la consecución de la máxima recompensa; nuestra moral se vuelve perruna y llegamos a un punto muerto de difícil escapatoria. ¡Oh, mentes preclaras del universo mundo, oh 'geveintes' planetarios: en lugar de buscar soluciones mercantiles a los actuales problemas, indagad, con perspicacia, en cielos y tierra los sustitutos de los viejos dioses!

El Diletante

viernes, 18 de septiembre de 2009

El peso del alma. Por Paola del Campo



Hace unos días me preguntaron si una persona pesa más muerta que vivo. Nunca me había parado a pensarlo, pero se me ocurrió la irónica respuesta de que si añadíamos el peso de la caja lógicamente pesaba más muerta. La curiosidad me llevo a rebuscar en páginas de Internet; entre todo, encontré una respuesta. ¿Quién sabe?; broma, ironía, seriedad… Alguien en cuestión respondía que pesaba menos, pues había que descontar los 40 gramos que pesa el alma '¿Cuarenta gramos?', me pregunté. Lo que pesan cuatro rodajas de mortadela, chorizo…; es el equivalente a..., no sé cómo llamarlo, donde guardamos nuestros actos buenos y malos, remordimientos y buenas acciones. Me quedé de piedra; si tenemos cuarenta gramos de alma, me gustaría saber cuánto pesa el corazón. Se supone que aquí guardamos el amor y el odio. ¿Pesara más lleno de amor o de rencor al prójimo?
Volviendo al alma y los cuarenta gramos de peso, me acordé de San Pedro. Sí, ese señor con cara de bonachón que nos abre las puertas del Cielo. ¿Qué le podía decir yo de mis pecados o buenas acciones? ¿Cuántas cosas a lo largo de mi vida quedaron almacenadas en mi alma? Y por más que lo pienso, sólo veo a la charcutera de mi pueblo partiendo cuarenta gramos de chorizo y cada raja es un pecado o una buena acción. Le sigo dando vueltas al tema; no creáis, me trae de cabeza.
Yo me imaginaba que el alma era algo liviano; a veces pesada de llevar, otras ligera de transportar, aunque... ¿cuarenta gramos?
En fin, me queda una conclusión: quizá el alma es como un disco duro o CD o un ‘pendrive’ y lógicamente pesa cuarenta gramos pero tiene una memoria infinita.
Sólo espero que en el cielo tengan puertos USB o portátiles de última generación.
Pobre San Pedro, a estas alturas aprendiendo informática.
Lo peor vino una semana después (y ahora sin ironía), cuando me di cuenta de lo frágil que soy o somos, de lo vulnerables que pueden llegar a ser mis sentimientos y que mi alma, mi corazón, así como el o el resto de mi cuerpo, están regido por la cabeza. Mi cabeza llena de pensamientos y acciones que a veces no logro controlar, un día me hace reír y quizás después durante una semana me haga llorar, es la reina de los nervios que cada mañana siento en la boca de mi estómago, rige mis miedos y coordina mis acciones. Mi cabeza, mi gran desconocida; lo sabe todo sobre mí pero yo no sé nada de ella, ni tan siquiera los médicos: con este ansiolítico controlarás la ansiedad, con esta pastilla dormirás, con este jarabe no devolverás y pregunta tras pregunta intentan desenmarañar ese tinglado de nervios y circuitos que rigen nuestras vidas, sin saber a ciencia cierta si van por el camino adecuado.
¿De cuántos locos cuerdos están llenos los manicomios?
Y a todo esto llegué porque descubrí lo que pesa el alma.
Si alguien puede, que me lo aclare… ¿Cuarenta gramos?

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Mimoscapersonal. Por Yolanda Sáenz de Tejada



Voy en bici.

Me pongo los guantes negros

que dejan mis uñas al aire

(para rajar los fragmentos de viento).

Me cuelgo la mochila

en la espalda

(con el libro de poemas dentro) y

me voy a leer al puerto.

En el camino, siento un ligero temblor en mi ceja izquierda que se

asemeja a una canción ronca de nana.

Es una mosca…

Muevo la mano, como agitando el aire.

Pero no se va.

Alargo mis pestañas hasta hacerle con ellas una sombra que la ahorque.

Pero sigue aferrada

a mi lunar,

esa laguna de piel oscura

que vive

(también)

sobre mi ceja.

Entonces oigo una voz. Muy dulce; tan de niño pequeño que casi tengo

que coser las letras para saber lo que dice:

déjame viajar contigo, por favor…

Sigo pedaleando mientras pienso que contestar.

Asiento con mi cabeza y ella, aprovecha un rizo de mi pelo para hacerse

con él una cama. Dormir junto a mi pensamiento…

Antes de bajarme en el banco donde leo cada día, experimento un

pinchazo en la sien (izquierda, donde ella coexiste desde hace un rato) y

siento como un finísimo hilo de suspiros va inyectándome dentro del

cerebro un montón de neuronas de colores.

Tranquila, fierecilla,

me dice,

he conectado tu cerebro con el mio.

Y así, leemos poesía juntas. Y si ella llora, lloro yo.

Compramos juntas el pescado y ella, (acostumbrada a lo rancio), hace que

pose mi mano en una cigala para disfrutar de la aún vida escurriéndose

en el mostrador.

He de volver a casa, le digo.

Pero quiero volverme sola. No podría vivir con dos cerebros…

De nuevo el pinchazo, sin un reproche. De nuevo mi rizo en la cara y mis

pestañas en mis ojos.

De nuevo mis hemisferios en su sitio.

Y un resto de sal en mi lunar.

Es el paleolítico

de su lágrima...

Yolanda Sáez de Tejada: Blog de la autora

lunes, 14 de septiembre de 2009

El Diletante. A voz en grito



¡Que suban el sueldo al borbón!


En la final de la copa del rey, el himno de la nación fue silbado y abucheado por la mayoría de los asistentes al estadio de Mestalla, algo nunca visto en ningún país del mundo mundial. Y no quiero ni pensar en algo parecido en los Estados Unidos de América. Y aquí todo esto sin consecuencias, mas que dejar sin trabajo a un empleado de televisión. Los medios de comunicación han corrido un tupido velo sobre el hecho y aquí no ha pasado nada. Pues sí ha pasado.
Ya sabíamos que nuestros alumnos están a la cola de los europeos, que lo nuestro no es la educación, pero de lo que no estábamos seguros era de tener el dudoso honor de ser el pueblo peor educado del planeta. Sí, maleducados. ¿Consecuencia de la educación para la ciudadanía o del hecho diferencial? El suceso muestra dos cosas: el alto porcentaje de energúmenos maleducados, y la paciencia cobarde de la buena gente que a pesar de todo sigue siendo mayoría. ¿Dónde está el límite de las tragaderas reales? ¿Hasta donde se debe soportar el insulto?
La mayoría del pueblo comienza a estar harta de las singularidades y sobre todo de las singularidades de los cafres. El hecho en sí es muy grave y no debería volver a repetirse. Por ello propongo, con carácter inmediato, que se adopten tres medidas:
1ª Se deberá desagraviar a millones de españoles que se han visto profundamente ofendidos. Si no hay desagravio se creará una deuda que algún día habrá que pagar.
2ª Que la copa del rey sea sustituida por la copa del energúmeno.
3ª Dada la temporada que lleva el borbón, entre caudillos bolivarianos y cafres domésticos, se le suba el sueldo al rey, coño.
El Diletante

viernes, 11 de septiembre de 2009

Autorretrato y Reflexiones de Egocéntrico (1). Por Juan Manuel Rodríguez de Sousa


Soy un chico algo raro, algo extraño, algo, no sé. Ah, sí, algo normal, y algo grande. Escribo y estudio a tiempo parcial, y el resto del tiempo lo dedico a leer y escuchar discos parcialmente; Uno o dos capítulos, una docena de canciones. La escritura la inicié hace mucho, pero la seriedad creativa la descubrí en la efervescencia de mis diecinueve años. No es seriedad, es costumbre que se convertirá en disciplina, o eso espero con muy poca esperanza. Rozan mis líneas la prosa y poesía. Todavía no sé si las estrofas que escribo son mejores que los párrafos, dudando de cuales serán mis mejores amigos en un futuro, procuro no discriminar a lo poético, ni apartar deliberadamente a la prosa, mujer u hombre, acaso es lo mismo, acaso importa si son diferentes, si son iguales:¿Quién dijo que la imparcialidad sólo podía ser matemática?Me encanta recitar los poemas en voz alta, algunas veces hasta los aprendo de memoria para cantarlos al dios de las pequeñas cosas que me acompaña. No lo hago mal, pero no soy el mejor, existen voces más bonitas y fluidas con las que nunca podré competir. ¡Qué pena! Pero así me quedan el silencio de los versos que escribió Machado <>. Él fue mi mejor maestro cuando las palabras todavía se me tropezaban en la lengua con los cordones de los zapatos desatados y las tristes estrofas que decían: “Se le vio, caminando entre fusiles” Y de allí me llevaron ebrio de placer poético al país lorquiano. Navajas flamencas, venganzas gitanas que iban y venían mientras estaban temblando los tejados, farolillos de hojalata.Así, ebrio de Antonio, caminando como sonámbulo junto a Federico me aparecían en la manga los cuentos de Chéjov que me espabilaron y las frases largas y magistrales de un Márquez que vencerá al tiempo y al olvido con sus cien años de soledad, por mucho que a él le pese. En el salón se encontraban también Sinué, las novelas románticas y la tragedia shakesperiana. Esperándome con impaciencia las historias de un loco Alonso Quijano y escondiéndome mientras tanto en las aventuras de Galdós o naufragando como Robison Crusoe a su isla desierta. Allí, las disputas familiares, los cargos de conciencias, la decadencia física de mi cuerpo se volatilizaba en mil palabras, mundos y sucesos eternos. El límite no existía, pues aunque dispusiera de todo el tiempo del mundo, éste siempre quedaría insuficiente para leer la cantidad de libros que me gustaría. Una biblioteca es lo más cercano al infinito, y lo más triste.
Puedes leer la segunda y tercera parte en el blog del autor:

jueves, 10 de septiembre de 2009

Todos Locos. Dorotea Fulde Benke


Todos Locos
Dorotea Fulde Benke

Todos, locos; loca yo que me encontré en la calle, y madre no hay más que una. Me saludé amablemente, sin embargo –como soy miope- me miré sin reconocer el rostro borroso, el bulto del cuerpo, la mismísima ropa que suelo llevar. La voz me pareció conocida, pero una moto sobrealimentada vomitó a mi lado ruido y gases, por lo que perdí ese tenue hilo que podría haberme llevado al ovillo de mi propia existencia. Como no me respondí, quise pasar de prisa, sin escudriñar a esa señora cincuentona, cuya cara redonda se arrugó en un gesto de rebuscar en la memoria. No supe quién era yo, y esa duda me molestó.
-¿A dónde vas? -me dije- La comida está hecha, la mesa puesta… en cuanto lleguen, todos a comer.
-Se me ha quemado un poco el pescado -respondí a ver si conseguía sorprenderme.
Tiré la primera tanda y puse aceite nuevo,-me sonreí complacida- nadie se va a enterar.
Me pareció bien y no hubo nada más que decir. Me fui a casa; en el ascensor -donde me puse de espaldas al espejo por si acaso- ya me sentí casi fusionada y cuando tocaron el timbre los que iban a venir a comer, no hubo más que una, la de la copla, que les abrió la puerta.
¿Loca, yo? De eso, nada.

lunes, 7 de septiembre de 2009

El Diletante. A voz en grito




Culo en pompa


A la hora de los señoritos, mediodía, quedan los padres de la patria para hablar del Estado de la Nación en el Parlamento. La gran depresión económica, el drama de cuatro millones de parados, el fiasco de la educación y las tensiones centrifugas de la periferia. Cada cual defiende lo suyo a cara de perro, pero solo frente a la galería; luego el compadreo continúa, ya se sabe, hoy por ti mañana por mí. Los mejores, intelectualmente hablando, conocedores de la inutilidad de sus esfuerzos tampoco se desmelenan. No hay nadie que se atreva a decir las verdades, todo el mundo espera que el temporal pase pronto y así volver cuanto antes a las prácticas habituales del engaño, la dentellada y el sálvese quien pueda. Atónito contemplaba por televisión el patético espectáculo de los robaperas de turno, cuando me quede dormido. Escandalizado y liberado soñaba con la búsqueda de verdades universales, soluciones al dolor y la miseria; pero ni siquiera era capaz de encontrar la puerta del laberinto. Luego, sin entrar en él, ya lo había atravesado y la verdad se impuso con luz propia. Mientras a su alrededor todo era palabrería, colores chillones, caos y confusión, la escueta verdad ocupaba el centro de la escena: el daguerrotipo en blanco y negro del culo en pompa de una mujer tamizado por un tul.

El Diletante



viernes, 4 de septiembre de 2009

Al otro lado del vals


Al otro lado del Vals

Lourdes Noguero Jiménez
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http://ajedrezdamass.blogspot.com/

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Tambaleo en vaivenes
de profundas caricias,
respirando tus palabras que
van a mi diario persuasivo
con secretos para ti.
El vals, a la otra orilla
donde tú estás, aguardándome.

Debo cruzar al otro lado, no tengo barca ni remo
ni soy navegante
en tierra de nadie.
Soy una nota dispersa
el único suspiro, la cruz gamada
el sabio escondite de todas tus palabras.

Y compongo mi obra,
con manos ajenas...

las que dejaste en mi cuerpo
marcada con huellas.