domingo, 16 de noviembre de 2008

El extraño




Felisa Moreno Ortega (3º Premio Certamen La Memoria y el Alzheimer 2008)

No sabría decirte con certeza cuándo empecé a sospechar que ya no eras tú, que otra persona ocupaba tu lugar, que alguien extraño y desconocido usurpaba tu cuerpo. Al principio se trataba de pequeños detalles, que yo analizaba mentalmente, sentada frente a ti, viendo como apurabas la sopa con la mirada perdida en el televisor. Repasaba tu rostro, las cejas algo más pobladas, los ojos surcados de arrugas, la nariz y la boca, moviéndose acompasadamente al masticar. Y aunque sabía que eras tú, algo había cambiado en esa mirada verde oliva, cada vez más extraviada. Por eso seguía recorriendo tus facciones, para disuadirme de la peregrina idea de que eras otra persona, esa que a veces veía asomar, mirándome atónita desde tus pupilas.

Mis sospechas sobre la existencia del intruso se confirmaron el día de nuestro aniversario, hasta entonces nunca lo habías olvidado. Durante treinta años, el dos de octubre encontraba una docena de rosas rojas al volver del trabajo, soltaba el bolso y la chaqueta e iba corriendo a darte un beso. En las últimas ocasiones ya no corría tan deprisa, el cansancio y la monotonía pesaban demasiado sobre mi espalda, pero tu ramo siempre estuvo ahí y mi beso de agradecimiento también. Por la noche nuestros cuerpos no temblaban con la misma fuerza de los primeros años pero seguían ofreciéndose cálidos y acogedores, como un atardecer encendido en brasas.

Cuando me sentía triste, amenazada por el intruso que en ti habitaba, cogía las cartas de amor, esas que me escribías desde la mili; nunca fuiste un poeta, pero aquellas frases destilaban algo más que cariño, venían impregnadas de pasión, una pasión a duras penas contenida por el miedo a que mi madre pudiera abrirlas antes que yo. Las apretaba contra mi pecho conteniendo los suspiros, como entonces, y sentía latir de nuevo este viejo corazón.

¿Cómo se puede vivir con un extraño?, pensaba porque cada vez me lo parecías más. Te quedabas observando las gotitas de agua que resbalaban por el cristal y me preguntabas cómo nos conocimos, yo te miraba atónita y ofendida a un tiempo. Olvidar nuestro primer encuentro, otra prueba más de que no eras tú y sin embargo te parecías tanto. Quise contártelo, pero un nudo en la garganta me impedía hablar, mientras las imágenes pasaban por mi cabeza y te veía en la cola de aquel cine de verano, mirando descaradamente mis piernas, justo allí donde se acababan los calcetines, subiendo hasta el bordado que ribeteaba la falda. Sé que me puse colorada, incluso recuerdo aquel calor que me sofocó durante toda la película, mientras tú, ajeno a la pantalla y a mi azoramiento, te dedicaste a observarme en la oscuridad, con el detenimiento y la precisión de un científico explorando a través de su microscopio. ¿Se puede olvidar algo así?

Aún necesitaba más pruebas que me confirmaran que no eras tú, antes de tomar una decisión al respecto y fue entonces cuando empezaste a acusarme, a cada instante me hacías responsable de tus problemas, de tus pérdidas, de tus fracasos. Te volviste irascible, iracundo a veces, dejando de ser tú por completo, el otro, el invasor se había apoderado de tu ser. Yo pensaba en marcharme, hacer las maletas y dejarlo porque ya no conseguía recordar cómo eras, el intruso aparecía cada vez con más frecuencia y tardaba en marcharse. No podía acostarme con él en la misma cama, compréndelo, hubiera sido como serte infiel. Por eso me mudé al cuarto de la niña, ella apenas venía por casa ya. Creo que para no ver al otro, le inspiraba cierto temor. Ya sabes como es la niña, en apariencia dispuesta a comerse el mundo pero en realidad camina por la vida amedrentada, como un conejito arrojado de su madriguera.

El día que olvidaste mi nombre llovía a mares, el cielo amenazaba con atraparnos en un abrazo húmedo y mortal. Preparaba la cena en la cocina, cuando te oí contestar “no, aquí no vive ninguna Rosa, se ha equivocado”, y colgaste el teléfono como si nada. Yo te miraba asombrada, las manos mojadas en el paño, la boca abierta en un gesto de incredulidad. Me quedé tan perpleja que ni siquiera tuve fuerzas para sacarte de tu error, cada vez tomaba fuerza en mí la idea de abandonarte, o mejor dicho de alejarme de él, me asustaba su mirada vacía.

Como te decía, estaba pensando en hacer las maletas y marcharme de casa, tú solo aparecías en contadas ocasiones y el extraño, casi siempre presente, me odiaba. Mientras que doblaba la ropa y la colocaba en la maleta, fui consciente de que desertaba. Durante más de tres décadas, unidos en una lucha constante, compartimos techo, hijos, hipoteca, sonrisas, mascotas, gritos, silencios, llantos, pasión, aburrimiento, miradas, …. Me vi reflejada en el espejo de la cómoda, vi el miedo en mis ojos y sentí vergüenza. Me observé allí plantada, dispuesta a marcharme sin mirar atrás, asustada por ese maldito intruso que te devoraba desde dentro. Estuve así unos segundos, quizás fueran minutos, observando mi rostro cansado, mi cuerpo vencido por los años y pensé que sólo te tenía a ti, que sólo me tenías a mí.

Me armé de valor y lo miré a los ojos. Le anuncié que no estaba dispuesta a rendirme, se lo dije cuando salíamos de la consulta del médico. Allí se aclaró todo, me explicaron dónde te habías marchado y quién era aquel advenedizo: “Es una dolencia degenerativa de las células cerebrales (neuronas) de carácter progresivo y de origen desconocido. La enfermedad se presenta de forma lenta y progresiva. Sus principales síntomas son la pérdida de memoria y cambios en el comportamiento. No es habitual que se presente en una persona de su edad, es más frecuente en mayores de sesenta y cinco años; pero no cabe duda, su marido padece Alzheimer”.



Ahora te escribo estas palabras, que leeremos juntos, como siempre, tratando de retrasar, a base de medicamentos y cariño, la llegada de ese extraño con nombre alemán que pretende separarnos.

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