domingo, 30 de diciembre de 2007

En este pueblo no hay ladrones

Clara García Baños (Ganador Certamen Colmenarejo 2007)

A punto de aparcar el coche, me di cuenta de que no podía volver a casa. La bolsa debía de contener unos trescientos mil euros, superando con mucho el mejor botín que hasta entonces había logrado. Por eso no podía volver. La policía no dejaría el caso así como así. Yo sabía que era fundamental continuar como si nada, sin hacer grandes gastos que levantaran sospechas entre los vecinos. Ni siquiera podía fiarme de mi novia. Una lástima, porque Silvia me gustaba. Pero no podía arriesgarme a que me denunciase. La conocía bien. ¡Ay, Silvia y su terrible sentido del deber! Así que continué por la autopista y dejé atrás la ciudad donde había vivido tres años con ella, en busca de un lugar donde comenzar de nuevo.

Después de conducir durante horas, aparqué en una plaza empedrada de un pueblo sin muchos atractivos y recorrí sus cuatro calles a pie La principal, que era, además, la carretera general. La mayoría de las viviendas eran casitas bajas con un poco de terreno donde cada vecino tenía su cachito de huerto y su granja. Los terrenos circundantes, hasta donde alcanzaba la vista, eran terrenos de labor. A lo lejos, la sierra. Comercios había muy pocos. El viento traía olor a tierra mojada, estiércol y pan. Fue por eso por lo que me gustó.

Mediada la tarde entré en la Taberna del Ausente. Los labriegos, todos a una, posaron su vaso de vino en la barra y se volvieron a mí. Me sentí examinado; lo importante era ser aceptado pronto. Me presenté como un empleado de baja por crisis nerviosa que buscaba un lugar tranquilo donde reponerse, lo cual tenía pocos puntos en común con la verdad, pero justificaba perfectamente mi estancia allí.

Por suerte, allí la gente no hacía preguntas. Tras unos minutos de charla con los compadres, pregunté si conocían en el pueblo a alguien dispuesto a alquilarme una casita. Pablo, el Terco, dio un capirotazo sobre el mugriento mostrador, dirigiéndose al mozo:
-Coño, chico, tu patrona.

El chaval, un gordito de unos veinte años con un aire entre atontado y burlón, no sabía de qué le hablaban.
- ¿Mi patrona, qué?
- Que tiene la casa de la calle del Pozo cerrada desde que se ausentó el Braulio, chico, que estás atontao. -El Terco me ponía en antecedentes a mí-. Está toa la carretera palante, casi orilla con el camino del cementerio, que sube pal monte. Hace que la tiene cerrada casi dos meses...
- Tres -le interrumpió el Caracoles.
- Dos, Caracoles, dos meses que se ausentó el Braulio.
- Tres, joé, me acuerdo que mi señora estaba esperando y me llegó la noticia cuando me nació el chaval.

El Terco hizo como si no hubiera oído y para zanjar la cuestión me aseguró, subrayando sus palabras con un gesto de sus manos que no dejaban lugar a dudas de que en el pueblo le llamaban el Terco por algo:
- Dos meses que la tiene cerrada y sólo va a dar de comer a las gallinas. Dicho así, parece que está abandonada; pero... ¡qué va! Habrá que adecentarla un poco, digo yo, pero pa una persona sola ya le vale, ya.

Tras unos chatos más, el Terco mismo me acompañó a casa de doña Esperanza a cerrar el trato. Vaya, si se le había metido en el coco que yo alquilara la casa de las gallinas, seguro que lo conseguía.

Doña Esperanza, la Esperanza para los del pueblo, vivía en una casa nueva de la plaza. Era una señora mayor, de pelo blanco y múltiples arrugas en el rostro que aparentaba, incluso, más edad porque toda una vida bajo el sol había estropeado su cutis más de lo natural. Nos recibió con amabilidad, ofreciéndonos enseguida una taza de café, que el Terco aceptó por los dos.

Pasamos a la sala. La vivienda , aun siendo nueva, soltaba un cierto tufillo a casa antigua, sin ventilar, rebosante de recuerdos. La salita era pequeña, demasiado pequeña para los muebles que contenía: una mesa camilla en el centro, bajo una lámpara de cerámica de gusto dudoso; un sofá de dos cuerpos y otro de tres, donde se suponía que debíamos sentarnos, aunque quedábamos ridículamente bajos con respecto a la mesa; un aparador que contenía mil minucias, que quedaba oculto por el tresillo; y una vitrina donde se exhibían varias colecciones de cristalería y vajilla, de ésas que a algunas mujeres les gusta coleccionar para no usar jamás. Para confirmar mi impresión, doña Esperanza trajo una bandeja con un juego de café de la cocina, el de diario, a juzgar por lo desportillado de algunas piezas. Trajo también una botella de Chinchón de la que ella misma se sirvió un chorrito diluido en el café negro.

Hablamos, o mejor dicho, habló el Terco por mí. Estaba claro que me había adoptado como su representado y he de decir que no me hizo mala representación, para haber sido un recién conocido. Obtuvimos el arrendamiento de la casita de las gallinas por un precio razonable. Doña Esperanza me contó que la casa le daba mucho trabajo y además le recordaba a su Braulio. Una lágrima pugnaba por escaparse y resbalar por su mejilla.
- ¡Qué bárbaro! -pensé-. Tres meses y aún le llora. Esta mañana me separé de Silvia y ya ni me acuerdo de ella.

Se enjuagó con un pañuelo muy arrugado y nos contó que había comprado el piso cuando lo construyeron cuatro años atrás porque era mucho más caliente en el duro invierno que los hielos de la casa baja.
- En invierno, ¿sabe usted?, el suelo se hiela y sube el frío por los pies hasta ponerse una mala. Claro que dicho así... Pero usted es joven, estará bien.

El piso de doña Esperanza me daba repelús. Pero lo que me llamó la atención es que, entre tal variedad de recuerdos, no guardaba ni una foto con su Braulio. Curioso, dado que aún lloraba al mencionarlo. El Terco me aclaró después que el tal Braulio, mucho más joven que doña Esperanza, un buen día se hartó de ella y se largó a América y que nunca más supieron de él.

El Terco se ofreció a enseñarme la casa para evitar a la señora salir. Era el mes de octubre, cuando las tardes comienzan a ser más breves, a ojos vista. En la calle se habían encendido ya las farolas. Caminamos un trecho por la cuneta hasta una verja verde. Me sorprendió que la cancela no estuviera cerrada con llave.
- No es costumbre. En un pueblo pequeño no hay ladrones. Aquí tós saben lo que hace ca cual.

El terreno era llano: un rectángulo de unos quinientos metros cuadrados. La casita estaba al fondo, haciendo pared con la del lechero, explicó el Terco. Como para corroborar sus palabras, una vaca se hizo sentir. El gallinero quedaba a la derecha de la finca. Era bastante amplio. Conté cinco bultos durmientes en los palos. El jardín estaba bastante descuidado. Las hojas que llevaban los árboles mudando más de un mes, permanecían esparcidas por el suelo, probablemente cubriendo las de años anteriores. Se notaba que hacía mucho que nadie se ocupaba del mantenimiento de la casa. El Terco abrió. Tuvo que encender el mechero para atinar con la llave. Dentro no había corriente, así que hicimos la inspección bajo la luz del gas. En la primera pieza había una cocina de hierro, como la que yo recuerdo que tenía mi abuela, de ésas de carbón. También había un fregadero de piedra y un ventanuco alto con el vidrio roto. Al entrar, recibimos el olor hueco y triste que no tardaba en envolverte, hálito cadavérico de polvo, humedad y cerrazón, previsible en una casa que llevaba mucho tiempo sin habitar. Después había dos habitaciones más y el baño. En conjunto no me pareció mal. Una casa de pueblo es una casa de pueblo. Por descontado que, dada la edad de la propietaria, tendría que adecentarla yo por mi cuenta, me aclaró el Terco, con la voz de quien sabe que está diciendo una obviedad. Acepté enseguida. Expliqué al Terco que de momento paraba en la pensión de un pueblo próximo y que me corría una cierta prisa instalarme. Quedé en volver a la mañana siguiente para pagar la primera mensualidad y tomar posesión de la casa. Le pedí que buscara a una mujer para que me ayudara con la limpieza. Quería entrar a vivir en un par de días. Después de todo, la casa no era muy grande y no harían falta grandes arreglos.

Al día siguiente recogí las llaves en casa de doña Esperanza y le pedí que me dejara entrar en el baño para cambiarme de ropa. Fue tan amable que me colocó el traje en una percha para que no se arrugara. Tuve la precaución de llevarme un chandal viejo para la faena, pero no caí en el calzado. Como ella se dio cuenta, -debía de llamar bastante la atención en chandal y zapatos de vestir- me ofreció unas botas de su Braulio. Debía de ser un tío enorme el tal Braulio, porque yo calzo un cuarenta y tres y los pies me bailaban a su gusto en las botas prestadas.

Como no me había acordado de pedirle a la dueña que restableciera el contrato de la luz y el agua, y el interior de la casa estaba como boca de lobo, comencé por el jardín. ¡Lo que tuve que sudar! Rastrillar hojas no es de las tareas que mejor se me dan. Me tropezaba con las piedras y, cuando ya tenía un buen montón, el viento me lo esparcía. Cuando había quitado la primera capa de la cosecha de hojas más reciente, venían las del año anterior, enlodadas, podridas. Ésas eran mucho más difíciles de rastrillar. Para esta tarea había comprado una escoba metálica de las que se abren en abanico. Las púas de aluminio se atascaban en el suelo húmedo, salpicando goterones de barro en todas direcciones; parecían cobrar vida propia, como si se tratara de una araña gigante, o de una mano que emergiera de la tierra para aliviarse la desazón producida por el lodo putrefacto. Cuando vi que rastrillando no iba a terminar nunca, me tiré al suelo a recoger hojas a manos llenas. Un excremento de perro me quitó la idea y volví a la posición erecta. Me dolían las manos, los riñones y los pies, que comenzaba a sentir helados. En cuanto se fue la luz tuve que dejarlo. Me salieron algunas rozaduras en las manos y acabé todas las bolsas de basura del paquete. Me acerqué a la vaquería de al lado para presentarme a mi vecino y preguntarle dónde era conveniente tirar las hojas. Él ya sabía de mí: que venía de la ciudad, que quería alquilar la casa a doña Esperanza, que había reñido con la mujer... Me intrigaba cómo podía circular tal cantidad de información a esa velocidad; especialmente, porque no recordaba haber mencionado a Silvia. Como un eco, me vino a la memoria la tosca voz del Terco: Aquí tós saben lo que hace ca cual.

Mi vecino me indicó el vertedero.
- Aquí no hay servicio de recogida de basuras para esas cosas. Hay que llevarlo uno mismo.

Cargué el maletero del coche y en un par de viajes estaba solucionado. Aunque el reloj solo marcaba las ocho y media, ya era noche cerrada. No sabía si importunaría a doña Esperanza, así que me marché a la pensión sin el traje y con las botas de su Braulio. Total, al día siguiente volvería temprano. Tan cansado estaba que ni pasé por la Taberna del Ausente para reponerme, como era tradición en el pueblo. También porque me temía que, de hacerlo, todos se enterarían de que me había llevado puestas las botas de Braulio.

Adecentar la casita fue cosa de un fin de semana. La mujer que el Terco había contratado para mí la dejó habitable en pocas horas. Otra cosa fue el jardín. ¿No he hablado del coche del Braulio? Junto al corral de las gallinas y bajo una enorme mata de adelfas, había quedado abandonado el coche. Era un ochocientos cincuenta de un horrible azul celeste que la lluvia y el sol, por turnos, se habían encargado de afear aún más. Le faltaban varias piezas, entre ellas el motor y las ruedas, de modo que no pudo ir al desguace por sus propios medios. Al principio doña Esperanza se opuso a deshacerse de él, pero en eso me mostré firme: ya me parecía demasiado la paliza que me estaba dando para limpiar la casa como para soportar un vertedero en el jardín. Si no se quería deshacer del coche ya podía buscar otro inquilino, le advertí. El Terco medió entre nosotros y al final doña Esperanza cedió. Pero puso como condición que por nada del mundo desarraigara la adelfa.
- Una de dos -dije -. O la pobre chochea o me ha tomado por un salvaje. A mí no me estorba la planta, sólo la mierda. Por cierto, quizá más adelante hablemos del corral.

Tuve que buscar una grúa que me quitara el trasto. Me cobró veinte mil por llevarlo hasta el cementerio de coches que había junto a la misma carretera, a cuatro kilómetros. Se me ocurrió deducir el importe del alquiler, pero al final la pobre mujer me dio lástima y me sacudí yo el bolsillo. Después de todo, dinero me sobraba.

El invierno transcurría tranquilo para mí. Me iba acostumbrando a mi nuevo tipo de vida. Mis nervios agradecieron poder dormir de un tirón, sin ruidos de autobuses, camiones de basura, motos ni sirenas y temí que mis pulmones se ulceraran de la rara sensación de respirar oxígeno puro en lugar del monóxido al que se estaban adaptando peligrosamente.

Al fin llegó la primavera. Los días se hicieron más largos y más alegres. En la taberna prepararon cuatro mesas a modo de terraza de verano y cada tarde nos instalábamos los parroquianos a charlar de nuestras cosas, principalmente de fútbol.

Una tarde doña Esperanza se cayó al suelo, rompiéndose la cadera. Entre el Terco y yo la llevamos al Hospital Provincial. La operaron; la primera noche permitían a un familiar quedarse con ella, pero doña Esperanza no tenía parientes, desde que la dejó el marido. El Terco se ofreció a quedarse, pero antes debía de arreglar unos asuntos en el pueblo. No me pidió nada, pero se mostró contrariado porque la pobre se iba a encontrar sola cuando la trajeran del quirófano. Me vi en una encerrona. Ella no era nada mío, pero, ¿quién podía negarse? Me prometió volver en el autobús de las nueve para darme el relevo. Bajé al kiosco y compré una novela de Agatha Christie para entretenerme. La tarde prometía ser larga.

A doña Esperanza la subieron a las seis y media. La enfermera me indicó que debía hablarle para sacarla de la anestesia y que no le diera agua aunque ella me lo pidiera.

A falta de mejor conversación, le leí en voz alta la novela. Un par de hojas más adelante descubrí que la estaba durmiendo más. Tenía que sacarle de la anestesia y lo mejor era hacer que hablara ella.

Pasé unos minutos a base de tortitas en las mejillas y unas cuantas preguntas repetitivas, del tipo ¿me recuerda?, ¿quiere que venga El Terco?, ¿a qué hora hay que dar de comer a las gallinas? No se me ocurría nada más. Entonces, para mi sorpresa, doña Esperanza comenzó a hablar. Eran palabras inconexas, sin significado alguno. Me preocupó que estuviera delirando. Llamé a la enfermera, que me ayudó a despertarla por completo. La incorporó en la cama y me dejó allí con ella. La pobre señora miraba al infinito sin ver. Yo rezaba porque volviera pronto el Terco y me sacara del atolladero. Doña Esperanza seguía desgranando extrañas palabras en sus labios.

- Braulio, no debí hacerlo, Braulio. Eras muy burro, Braulio. Mala persona. Robaste a todos, atropellabas a todos. Pobre chica, tuvo que marcharse del pueblo. Qué vergüenza Braulio. Te lo merecías. Tós lo sabían. ¡Que no me toquen la adelfa!. Venenosa como tú.

La enfermera irrumpió en el cuarto y preparó la otra cama donde instalaron a una nueva paciente que enlazaba un ay con otro.

Desde la interrupción, doña Esperanza se quedó callada, callada, como en trance.

Tres días después de la operación de mi casera tuve un atranco en la casa. Pensé que desaparecería solo y me fui a pasear sin volver a acordarme en toda la jornada del incidente. Sin embargo, cuando volví el lavabo seguía lleno con el agua que había utilizado para afeitarme. Ni una gota había bajado por la cañería. En una de las tiendas del pueblo compré un desatrancador y un alambre. Me apliqué dándole al desagüe con uno y con otro, sin resultado. Probé entonces con lo que yo llamo métodos extremos, que son los que te dan los lugareños cuando conocen tu problema y a los que sólo recurres cuando la lógica te ha fallado por completo: posos de café, cocacola, incluso los orines de una vaca, que me acercó amablemente mi vecino, el de la vaquería. No había manera. El lavabo apestaba y estaba a punto de desbordarse. Tenía un problema. Un verdadero problema al que era incapaz de dar solución. En el pueblo no había fontanero, de modo que tuve que ir a buscarlo a otra localidad.

En cuanto llegó me dio su experta opinión. Las raíces de los árboles habían penetrado por una fisura en las tuberías y habían crecido en el interior de éstas, hasta dejarlas casi macizas, impidiendo el paso del agua. Mal asunto. Habría que cambiar las tuberías, desde luego. Y, como la dueña no estaba, me veía en un brete: no podía esperar una semana a su regreso, ni me parecía adecuado tratar con ella el asunto por teléfono. Pero, por otra parte, tampoco iba yo a costear la obra de reparación. De vez en cuando, me veía en la necesidad de regatear: no quería levantar sospechas sobre mi envidiable situación económica. El fontanero me dio una solución intermedia: yo mismo podría cavar para descubrir la tubería, desmontarla y limpiarla. Él me ayudaría a montarla de manera que la haríamos funcionar hasta que la dueña de la casa autorizara el presupuesto del cambio del conducto por otro nuevo, para evitar el problema en lo sucesivo. Estudió el jardín y me dijo que la adelfa era el más probable invasor de tuberías. ¡ Vaya! ¡Precisamente la adelfa que doña Esperanza me hizo prometer en una ocasión que no tocaría! Pero esto era una emergencia y yo después podría plantar otra en un lugar más adecuado.

Devolví al fontanero a su pueblo; fue tan amable de prestarme un pico, una pala y un hacha para empezar a trabajar.

Me pasé la tarde dale que te pego en el jardín de las narices. Me fastidió especialmente, porque había partido en la tele, pero estaba claro que tenía que limpiar de una vez por todas toda la mierda que había echado en el lavabo.

Me prometí un descanso cuando hubiera cavado durante una hora, para controlar el partido. Paré unos minutos para tomar una cerveza, justo lo que duraba el segundo tiempo. Encendí la tele a tiempo de ver cómo nos colaban un gol, un gol injusto, árbitro vendido...; en fin: volví a la tarea un poco más cabreado si cabe.

Hacia las siete de la tarde tenía prácticamente fuera el cepellón de la adelfa. Entre las raíces, enterrada todavía, vi una piedra alargada y con un color muy peculiar. Fue mi curiosidad infantil la que me hizo agacharme a recogerla. Quité la tierra de alrededor . La piedra, o el objeto, era muy largo. Tras hurgar unos minutos entendí lo que estaba tocando.

Se trataba de un dedo. Un dedo humano.

Un escalofrío corrió por mi espalda. Sin saber muy bien por qué, mi primer impulso fue echarle una palada de tierra y esconderme en el interior de la casa. Quise lavarme las manos, pero el problema original me lo impidió. Estaba bastante confundido. No podía pensar con claridad, pero no quería que nadie supiera lo que había enterrado en mi jardín.

¿Y qué había enterrado en mi jardín? ¿Se trataba de verdad de un dedo humano? ¿O quizá era simplemente un guante? También podría ser una mano completa, ¡o incluso un cadáver! ¿Qué se hace en estos casos? Si hubiera pasado alguien por la carretera, yo hubiera podido gritarle oye, ven, ¿qué te parece lo que he encontrado? Y el otro me hubiera contestado, anda, mira, el dedo que el Emeterio perdió con la segadora, lo habrán enterrado los perros. O algo así.

Pero, desde luego, no va uno a la Guardia Civil de Carretera, autoridad más próxima con sólo seis kilómetros de distancia, para hacer venir al furgón de atestados y que te diga un cabo:
- Un guante, mire usted qué bien. Procure no leer tantas novelas de Agatha Christie, me hace el favor.

El ridículo sería espantoso, y además difícil de guardar. Ya lo dijo el Terco. Aquí tos saben lo que hace ca cual.

Eso por no hablar de la alergia que cualquier clase de autoridad me producía. Nunca me habían pillado, pero convenía ser cauto. No sabía qué hacer. Como además estaba anocheciendo, me marché dejándolo todo empantanado. Tenía muy claro que no iba a dormir con un cadáver en el jardín. Pero tampoco sabía adónde ir. Decidí coger el coche y largarme de copas. Di tumbos por varias carreteras, varios pueblos, varios pubs y varios pensamientos. Las palabras de doña Esperanza me martilleaban la cabeza: Braulio mala persona. La adelfa es venenosa como tú, Braulio. ¿Y qué historia era ésa de que una chica tuvo que huir del pueblo, muerta de vergüenza? Lo que había oído de Braulio en otras bocas no me tranquilizaba más. Braulio, llamado El Ausente, el que se había marchado de buenas a primeras y del que no habían vuelto a tener noticias.

Y si no las habían tenido, ¿cómo podían afirmar que se había largado a América? La única respuesta posible surgía en las tinieblas de mi alcoholizada mente: doña Esperanza había matado a Braulio y lo había enterrado bajo la adelfa. Por eso la adelfa olía tan raro. Por eso la tierra no estaba tan dura y por eso el coche sobre la tumba clandestina. Por eso su miedo a que cavara precisamente allí.

A mí, que detestaba la violencia y utilizaba solo un arma de juguete para intimidar, me ponía los pelos de punta pensar que una mujer de aspecto tan frágil y ya entrada en años hubiera sido capaz de matar a Braulio. Sólo pensaba en lo mal bicho que tuvo que ser el hombre para impulsarla a ella a un acto criminal. Por eso ninguna foto del marido. Por eso la lágrima en su mejilla. Todo cuadraba. Todo.

Pero acto seguido me decía: no. No puede ser. En mi borrachera estoy inventando todo esto. Esto no está pasando. No hay un cadáver. No he estado durmiendo junto a un cadáver, asesinado además por una vieja. Es mi mente. Es el estrés.

A las dos de la mañana la curiosidad y el alcohol pudieron más que la prudencia. Me oculté bajo la chaqueta la botella de ron Negrita que había sobre la barra del último pub y volví a la casa. Acerqué el coche lo más que pude al hoyo y me alumbré con los faros. Si alguien me veía, tenía una explicación perfecta a mi comportamiento: estaba borracho; podía hacer lo que me diera la gana sin dar más explicaciones.

De vez en cuando, le daba un tiento a la Negrita, para mantener mi coartada en perfecto estado de revista. Y también porque de otra manera me hubiera puesto a llorar de miedo: era un cadáver. Un cadáver completo. Era un hombre. Hedía, como no podía ser de otra manera. Ahora sí que podía llamar a la Guardia Civil.

Llegué como pude al cuartel. Me tomó declaración un cabo primera...

Preguntado por la identidad del cadáver, dice que la ignora.

Preguntado por la causa de su muerte, dice que lo ignora.

Preguntado por el tiempo transcurrido desde la muerte, dice que lo ignora.

Porque nadie en mi situación contaría a un cabo que se trataba de Braulio, el Ausente, que había sido asesinado por una vieja hacía dos meses, o quizá tres, según versiones, y que todo eso yo lo había descubierto iluminado por Agatha Christie y ron Negrita al cincuenta por ciento.

Al final nos pusimos en marcha hacia la casita. Se negaron a dejarme conducir, así que volví en la parte de atrás del Nissan. A medida que nos acercábamos al lugar, mi corazón latía más fuerte. Esto no me está pasando, me decía una y otra vez. El frío de la noche y los sacudones del todoterreno me iban despejando las ideas. Cuanto más consciente era de la situación, más me decía a mí mismo: esto no me está pasando; es una confusión o una pesadilla. No he estado durmiendo siete meses con un cadáver. Me zumbaba la cabeza, tenía una espantosa sequedad de boca y el corazón parecía estallar. Los síntomas del estrés volvían.
- Aquella primera es, junto al camino de arena - les dije al entrar en el pueblo.

Entramos con el Nissan. Con las prisas, me había dejado la cancela abierta de par en par. Yo preferí quedarme en la seguridad del furgón. No quería volverlo a ver.

Un guardia bajó a la fosa con una linterna.
- Es un cadáver -fueron sus palabras-. Un cadáver de perro.


***


Estuve en tratamiento durante algún tiempo. Cada mañana visitaba al psiquiatra en el Hospital Provincial. Al cabo de cinco meses me encontraba bastante recuperado.

Doña Esperanza murió de un paro cardiaco, a consecuencia de la operación. Mi situación fue un tanto extraña, pues ella no había dejado herederos. Durante varios meses estuve depositando el importe del alquiler en un despacho notarial.

Al comienzo de la temporada de pesca, mi amigo el Terco me llevó a un paraje magnífico, al que dan el romántico nombre del Lago de la Luna. Quiso enseñarme el lugar para que lo conociera, antes de un campeonato de pesca al que quería que lo acompañara. Rodeamos, caminando, el inmenso lago. Hacía calor. El agua, transparente y fresca, era demasiado tentadora. Me mostró una peña y me dijo que podía zambullirme desde allí sin miedo a chocar contra el fondo. Estuve buceando un ratito. El agua estaba helada, aunque sólo se notaba al entrar de golpe y al salir al aire. El fondo del lago era precioso. Pude ver bandadas de pececillos y algas de muchos colores. El sol se filtraba a través del cristal líquido del agua provocando un delicioso juego de luces y sombras. Yo estaba feliz. Me sentía vivo. Atrás quedaron las tensiones, los miedos.

El Terco ató una soga a una rama. Dejó el otro cabo resbalar al agua antes de zambullirse junto a mí.
-Es la única manera de salir , ¿sabes? Las peña están demasiado empinadas y resbaladizas. Un verano el Perniches vino a bañarse solo y se ahogó porque no pudo salir. Nunca lo encontramos.

Ganas me dieron de preguntarle por qué sabía que se había ahogado allí si nunca lo encontraron. Pero desistí. La frase del Terco lo explicaba todo: Aquí tos saben lo que hace ca cual. Nadamos durante un buen rato, hasta que el Terco se situó muy solemne frente a mí:

- Ahora que estamos solos, voy a contarte una historia. Aquí sólo el agua puede oírnos y el Lago de la Luna guarda todos los secretos. Ya murió la Esperanza; poco importa que lo sepas. Y así te quedarás tranquilo: no fue tu imaginación. Había un cadáver.

Se me heló la sangre en las venas. ¡El Terco sabía todo! ¡Sabía lo del cadáver y nunca me dijo nada!
- El Braulio era un mal bicho. La Esperanza era doce años mayor que él y se casó obligada por su padre, por una cuestión de tierras. Pero era un mal bicho. Todos en el pueblo conocíamos sus puños; al hermano de la Esperanza le arrebató sus tierras con engaños. Más de uno podría decir lo mismo, de tierras o ganado. Y alguna moza se marchó del pueblo abultada por su culpa. Era el tabernero más borracho que hayas podido conocer. Una noche llegó a casa bebido y violento. Comenzó a insultar a la Esperanza; los gritos alertaron a un vecino. Entró justo a tiempo de impedir que golpeara a la pobre mujer. Al muy bestia no le detenía ni que ella fuera mujer ni la diferencia de edad ni nada. Hubo pelea: el vecino fue más fuerte: empujó al Braulio y lo desnucó contra la cocina de hierro. Al día siguiente, por encubrir a su salvador, la Esperanza dijo que el Braulio la había abandonado, que se había marchado de repente. Dos días más tarde, tenía una adelfa nueva en su jardín. Compréndelo. Si la Guardia Civil hubiera encontrado al Braulio, hubieran hecho preguntas y a la Esperanza le quedaba poca vida ya. ¿Pa qué remover nada? Te vi cavar en el jardín a la luz de los focos de tu coche. Desde la ventana de mi casa no te quitaba ojo, pero tú no te diste cuenta de nada. Entonces, descubriste al Braulio; por suerte, te alejaste de la casa y pude llevarlo a un sitio seguro. Ya no olerán mal las adelfas.

Se me erizó la piel de la nuca. Creí que iba a vomitar.
-¡Entonces, Braulio fue asesinado! ¡Y tú lo sabías! ¿Cómo es que lo sabias, Terco?

Él asió la soga. Vi sus músculos tensarse con el esfuerzo de trepar la roca y salió del agua. Se sentó sobre sus talones y una vez más sentenció:
-Aquí tos saben lo que hace ca cual.

Pero esta vez a mí no me bastó la respuesta. Tenía una sospecha, una terrible sospecha sobre mi amigo y tenía que disiparla cuanto antes:

-¡Ya está bien con la frasecita! ¡Parece ser el lema del pueblo! Fuiste tú, ¿verdad? Tú el defensor de doña Esperanza, tú el que mató a Braulio...

El Terco se incorporó de un salto. Lanzó una risotada feroz
- ¿Yo? No, a mi no me tocó esa vez. Fue el Negro, el carbonero. Luego, entre el Tío Lindes, Mauro el cartero y yo lo enterramos. Sabino, el propietario de la tienda, nos consiguió la adelfa. Después, cuando lo descubriste tú, nos toco desenterrarlo de nuevo.
-Metimos el cuerpo en mi furgoneta -explicó una voz.
-Lo subimos hasta las peñas -continuó otra.
-Y lo arrojamos sin piedad -cada vez era uno diferente el que hablaba.
-Por ladrón.
-Por ladrón.
-Por ladrón.

Miré espantado alrededor. Junto al Terco se encontraban todos los del pueblo. Los que él había ido nombrando y otros más. Estaban sobre las peñas, rodeándome como los indios de una vieja película del oeste.

Un escalofrío me recorrió la médula. Las algas que me acariciaban hacía rato se convirtieron de golpe en los dedos de un hombre asesinado que buscaba venganza, unos dedos descarnados que recorrían las plantas de mis pies y querían subir más arriba, por mis tobillos y mis piernas... Noté el frío de la muerte en mis venas, en mis labios, como si alguien estuviera dibujando mi cuerpo con un lápiz de hielo. Tratando de mantener alejado un presentimiento atroz, vi como retiraban la soga del agua y me daban la espalda, alejándose de mi, mientras comentaban:
- Haremos buena pesca. Los peces estarán bien alimentados.

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