sábado, 7 de febrero de 2009

El brigadista

Rafael Borrás Aviñó

Primer Premio Certamen AEFLA de relato 2007

Cuando a la hora señalada Octavio llegó frente al teatro dudó si sería capaz de abrirse paso entre la muchedumbre que colapsaba la entrada, al tiempo que se asombraba de la capacidad de convocatoria de la Asociación de Veteranos Excombatientes.
Temiendo perder la oportunidad de cumplir su propósito, preguntó a un policía que parecía intentar poner orden en aquel tumulto dónde estaba la entrada para oradores. El hombre miró de arriba abajo al despojo encorvado que le interpelaba. Reparó en el uniforme, en el que una ruina de casaca de tela parda gruesa, sembrada con un puñado de descoloridas condecoraciones bajo la hombrera izquierda, limitaba por ese mismo lateral con una manga vacía que quedaba sujeta en el cinturón de cuero con hebilla militar. No había brazo dentro. El pantalón había superado con creces su fecha de caducidad y dejaba adivinar sin esfuerzo unas piernas alámbricas. La cara, de tonos apergaminados, parecía el mapa de una batalla perdida. Sorprendía un bigotillo sospechosamente oscuro para la edad del anciano. La boca, desdentada, se hundía sepultando los labios. El cráneo sostenía una gorra de campaña que medio siglo atrás pudo adaptarse bien al tamaño de la cabeza, pero que ahora caía holgada dejando al descubierto por detrás una calva amarillenta limitada por un breve arco de pelillos negruzcos y desgalichados. Solamente los ojos, tan brillantes como los zapatos de cordones que calzaba, parecían albergar una resolución que no admitía negativas. Así que, tomándole por un carcamal algo majareta, el policía levantó el brazo y le indicó una portezuela tras los contenedores que le conduciría directamente al escenario.
Eran más de las diez de la noche.
Esa misma mañana Octavio había rescatado del fondo del armario el atuendo de campaña. Repasó con esmero el uniforme, deteniéndose en los detalles como en una íntima liturgia; botonaduras, pliegues y costuras. Luego lo planchó lo mejor que pudo, lo devolvió al perchero y esperó impaciente la hora.
Casi setenta años antes nuestro hombre había sobrevivido a cuatro años de guerra. Tuvo suerte y volvió a casa con veintipocos años, aunque con un brazo menos y unas esquirlas de metralla alojadas en la rodilla que le provocaron una cojera irreversible. Ambos fruto de un desgraciado encuentro con un obús imprevisto.
Aunque otros, muchísimos, jamás volvieron.
Pero ahora avanzaba resuelto y orgulloso por un estrecho pasillo con camerinos y cachivaches escénicos desparramados aquí y allá. Marchaba algo renqueante, soportando su limitación con su exiguo metro sesenta, pero decidido a epatar a todos los camaradas con su ocurrencia.
El hombre ignoraba que llegaba al teatro y a la convención de brigadistas exactamente veinte años tarde. Aunque, casualidades de la vida, esa noche también se había convocado allí un mitin. Si bien con un objetivo muy distinto.
Alguien debió equivocarse en las señas. Lo cierto es que la carta anduvo deambulando estafeta tras estafeta hasta que, nada menos que con dos décadas de retraso, Octavio había recibido hacía pocos días en el buzón de su diminuto piso, en el que vivía viudo y sólo como un anacoreta, un saluda personalizado en el que se le invitaba a una asamblea de la Asociación de Camaradas Brigadistas en un conocido teatro de su ciudad para celebrar el aniversario del Armisticio.
Cuando la leyó no reparó en el detalle del año, entre otras cosas, porque, casi nonagenario, su vista ya daba para poco aún con sus roñosos y desportillados anteojos, y porque además, nada más comenzar, los ojos se le nublaron de emoción al leer la entradilla personal que el presidente de la Asociación le remitía: “Queridísimo camarada en el combate ...”.
Se le solicitaba realizar, si le era posible, una aportación propia a la reunión. Cualquier cosa valdría; fotografía u objeto. O también acaso un gesto que pudiera colaborar a ese emotivo hermanamiento a la sombra de la nostalgia. Tras reflexionar, Octavio tuvo una idea que, estaba seguro, pondría los pelos de punta a sus antiguos -a los pocos que iban quedando- y nunca olvidados compañeros de escaramuzas, barracones y amanecidas.
En los últimos meses habían sucedido en el país hechos muy graves que el Gobierno había venido ocultando. Los partidarios de la oposición habían convocado una manifestación con mitin final en ese mismo teatro, en el que se estaba condensando toda la electricidad negativa que se vivía en oficinas, bares y mercados. Los oradores que subían al escenario habían ido elevando el nivel de agresividad llevando al vértigo la violencia verbal. Además, hacía un buen rato que adeptos al Gobierno habían penetrado en la sala para reventar la asamblea, enarbolando pancartas y gritando desde el fondo consignas contra aquellos conspiradores mentirosos, afirmando, enardecidos, estar decididos a llegar a las armas, si fuera necesario, para enviar a los corruptos a la parte más negra del infierno. Los insultos y las soflamas entre ambos bandos fueron subiendo en intensidad y virulencia, arrojándose a la cabeza toda clase de malversaciones, fechorías, traiciones, cohechos y hasta torturas. Era imposible llegar a entender a los oradores, ni siquiera con micrófono.
Y cuando la confusión era paroxística en medio de una algarada general, la multitud observó estupefacta cómo un espectro de huesos destartalados, vestido con un uniforme marchito y desmadejado, surgía en el escenario desde detrás del telón, erguido hasta donde su maltrecha columna le permitía, pero con la dignidad que solamente cierta raza de guerreros puede transmitir. Con absoluta determinación se fue acercando hacia el atril y, paradójicamente, la turba fue cediendo en su griterío, quedando finalmente enmudecida entre los siseos de algunos. Entonces aquel viejo luchador fue enfocado por un chorro de luz azulada desde la cabina de iluminadores, lo que permitió descubrir su enclenque ancianidad y el brillo del sudor que le caía hasta el cuello arrastrando chorritones del tinte negro con que había intentado disimular sus canas.
Paralizado por el asombro el predicador de turno le cedió su puesto y la palabra. Octavio miró a la platea muy serio, visiblemente deslumbrado por el foco de luz, carraspeó, enderezó como pudo un poco más su breve cuerpo y acercó el micro con su única mano temblequeante. Y con un hilo de voz batido por la emoción exclamó:
“Para todos vosotros, valerosos brigadistas. Por la sangre derramada de todos aquellos que merecieron seguir viviendo. ¡Por los más valientes!”.
Desafinando ferozmente, con la voz aflautada de la senectud y con su única mano en el pecho para que no se le escapara el alma, Octavio rompió el silencio de cripta que reinaba en el aire ofreciendo su tributo insondable. Cantó con todo el sentimiento la más popular de las canciones, aquel tango inolvidable con el que muchos combatientes intentaron ahuyentar el pánico a la muerte en la miseria de las largas noches de trincheras, en el culo de saco de la Historia.
“Yo adivino el parpadeo de las luces
que a lo lejos van marcando mi retorno ...”
Y siguió cantando, susurrando,
“Son las mismas que alumbraron
con sus pálidos reflejos hondas horas de dolor ...”
Y la voz de Octavio era ya casi inaudible, puro sollozo,
“Y aunque quise el regreso
siempre se vuelve al primer amor ...”
Y llegó a la estrofa que cada vez más público coreaba,
“Volver con la frente marchita
las nieves del tiempo platearon mi sien ...”
Y para entonces ya no quedaba ni una pancarta ni un puño en alto por ninguna parte,
“Sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada
que febril la mirada, errante en las sombras te busca y te nombra ...”
A Octavio ya no le quedaba voz. Pero no hacía falta, cantaba el teatro entero. Llegaba el descabello,
“Vivir con el alma aferrada
a un dulce recuerdo que lloro otra vez ...”
Y fue entonces, al terminar con el himno que amordazó miles de gargantas, cuando una muchacha muy guapa que estaba de pie en primera fila miró sonriente a Octavio y, sin decir palabra, se levantó la camiseta y le mostró su hermoso torso desnudo. Tal y como le había contado su abuela que hizo, en señal de agradecimiento, al paso de los jóvenes brigadistas que liberaron su pueblo. Setenta años atrás.

6 comentarios:

Jesús dijo...

Cuando un relato como este, es capaz de causar y transmitir, esa emoción que relata, en quien la lee, solo queda quitarse el sombrero y saludar con todo el entusiasmo y la admiración de quien se da cuenta que está delante de algo bien escrito.
¡Chapó!

Rafael Borrás dijo...

Muy agradecido, Jesús. Acabo de aterrizar en el blog. Aquí aprenderé, seguro. Tus "Callos antes de matar" fue lo primero que leí; un buen comienzo. Saludos.

Juan Manuel Rodríguez de Sousa dijo...

Hola,

Es un buen relato, detacable la presición de algunas descripciones y la emoción que le has imprimido.
Yo que soy un chico de veintiún años... conozco la letra de memoria gracias a Almodovar y a Estrella Morente, así que la he podido cantar sin problemas... jajjaa.
En fin, buen trabajo, camarada, se merece usted un ascenso.

Jaclo dijo...

Excelente narración y no lo digo porque me considere lo suficiente para calificarla, sino simplemente para indicar que me ha causado una magnífica impresión.
Saludos.

Anónimo dijo...

Ha sido un placer dejarme llevar por el sentimiento del relato.
Gracias

Teresa Cameselle dijo...

Me ha emocionado, y eso que al principio no parecía el "estilo" que a mí me gusta. Esa descripción tan precisa de todos los defectos del pobre hombre, me provocaba dentera. Pero ese hermoso final mezclado con la letra impresionante del tango, ya lo digo y me repito, me ha emocionado.