lunes, 30 de junio de 2008

El niño que no pesaba




Dorotea Fulde Benke

(Ganador Certamen Canal-Literatura 2008)






Mi padre se llevó el minúsculo cuerpo de mi hermano en una bolsa al bosque para enterrarlo. Bajando las escaleras flexionó y tensó varias veces el brazo con el que portaba la bolsa, pero por más que lo intentara no consiguió sentir el peso de lo que había dentro; era como llevar un poco de aire.
Se fue hasta la esquina donde estaba la parada, y no tardó en venir el tranvía que le acercaría al bosque de las afueras. Tan temprano, los pocos viajeros iban con gesto cansino al trabajo, dormitaban o leían el periódico. Para mi padre, sin embargo, todas las miradas se centraban antes o después en la bolsa que él llevaba del asa. Hubiera preferido cogerla en brazos para acunar a ese pequeño hijo suyo por primera y última vez, pero temía no poder contener las lágrimas. De modo que asía la bolsa torpemente, procurando que los acelerones y frenadas del tranvía no la hicieran chocar contra el borde de los asientos. Impaciente, contó las paradas hasta la más cercana del bosque, y cuando llegó, tuvo que vencer un fuerte impulso de quedarse en la plataforma posterior del vagón para continuar sin rumbo y sin separarse de lo que llevaba.
Con movimientos lentos bajó del tranvía y enfiló el camino hacia el bosque municipal. No veía a nadie en los alrededores y a medida que avanzaba entre los árboles, portando una bolsa con un hijo que no pesaba, notó que su cara se humedecía. Sin orden ni concierto le venían a la memoria los sucesos de la noche: pensó en el médico, que había asistido a mi madre en el aborto y cuando salió del dormitorio le entregó el bultito inmóvil de la criatura que había nacido tan pronto que no pudo vivir; en la comadrona, que le mandó a que fuera a llamar por teléfono a un médico porque algo iba mal; en el piso, que parecía demasiado pequeño para los jadeos y gritos contenidos de mi madre; en mi cara dormida cuando llevó a su pequeña hija grande de cuatro años a casa de la vecina; en la voz del médico, que le recomendó enterrar al niño en el bosque, sin más, porque si daba parte, las autoridades iban a interrogar a mi madre y a la comadrona por sospechar que el aborto fuera provocado. Sin darse cuenta mi padre había cogido la bolsa en brazos y apretaba el cuerpecillo sin peso contra su pecho. Aquí a la sombra de los árboles, donde nadie lo veía, podía mecerlo como había soñado durante los meses pasados, acariciando la barriga de mi madre e imaginándose con ella a un varoncito rubio de ojos azules como los suyos o a otra niña pelirroja como yo cuya primera infancia él se perdió porque estaba recluido como prisionero de guerra. Al pensar en las ilusiones truncadas de su mujer, siempre tan valiente y enérgica a pesar de todo lo que la había tocado vivir, le faltó el aire y tuvo que pararse. Acostumbrado por el asma a toses y ahogos, respiró profundamente y miró alrededor. Se había adentrado un buen trecho en el bosque. El camino apenas era un sendero agobiado por abetos, hayas y encinas que crecían muy juntos y no dejaban pasar la luz matutina. Dio unos pasos más entre los árboles y se detuvo. No tenía por qué continuar adelante. Con sumo cuidado depositó la bolsa entre las raíces de un abeto y sacó del abrigo una pequeña pala de hierro. Se agachó y empezó a cavar. El suelo blando y húmedo soltaba terrones que olían a hojas descompuestas y hongos. Aunque esa fragancia le reconfortara, le inquietaba la negrura del hoyo que se iba abriendo bajo sus manos. Siguió cavando sin dejar de pensar en la oscuridad que esperaba a su hijo, que dentro de poco debería haber abierto los ojos para disfrutar de la luz durante toda una vida. Oyó un sollozo y se sobresaltó pensando que alguien le había seguido. Pero era él mismo quien lloraba entre los susurros de hojas caídas, mientras el viento movía algunas ramas y las astillas secas se rompían bajo sus zapatos. Finalmente se irguió, abrió la bolsa y sacó a mi hermano envuelto en su toalla blanca, extraída de prisa de la canastilla hacía apenas un par de horas, y que sería para siempre su único atuendo. Le dio un beso en la cabecita, que asomaba entre los pliegues de la tela; luego volvió a taparlo bien y lo acostó en su cuna de bosque. De rodillas empezó a colocar ramitas y musgo alrededor, mientras pasaban por su mente rezos mil veces repetidos en sus años con los jesuitas. Ninguno le pareció apropiado, y sólo cuando el bultito apenas era visible ya entre terrones de tierra y hojas y agujas secas, consiguió pronunciar con voz quebrada una oración. Eligió dos ramas más grandes con las que formó una cruz que volvió a cubrir con el suelo esponjoso y maleable. Después alisó la pequeña tumba, aplastándola con fuerza para evitar que se descubriera por accidente o que alguna alimaña desenterrase al niño. Sabía que no convenía formar un montículo, pero sus manos se llenaron una y otra vez de tierra suave y húmeda, lo único que estaba a su alcance dar al pequeño.
De pronto escuchó una voz. Se levantó y sacudió su pantalón. Entre los árboles vio un hombre en una bicicleta que, seguido por un perro, se acercaba por el sendero. Aunque mi padre hubiera querido quedarse algo más, se fue instintivamente hacia un lado para que no se viera de dónde venía, aceleró el paso, saludó al ciclista y le siguió de lejos hasta la pequeña plazoleta de la parada de tranvía. En el trayecto a casa respiraba con dificultad y la bolsa que ahora contenía la palita le abrumaba porque pesaba más que antes.



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