jueves, 8 de enero de 2009

Café solo


Luis Berastain Díez


(Finalista Certamen Civilia 2008)


Como cada jueves, esperaba su visita semanal. Después de mucho tiempo por fin había regresado. Sus manos recorrían con una mezcla de soltura y una cierta cautela la encimera de su cocina, buscando una caja de galletas. Al tropezar con ella, la cogió con ambas manos y se la acercó mucho a la cara, casi hasta tocársela. Creyó reconocer los colores —mezclados y sin dibujar formas definidas—, la tanteó hasta abrirla y tomó algunas pastas para depositarlas en un plato. El olor del café se adelantó al borboteo del líquido ardiendo, ya listo para ser consumido. Un aroma que le recordó los días del pasado en que se lo preparaba a su hijo, de pequeño; a la misma edad que otros desayunaban leche o chocolate, él prefería manchar de café su tazón de leche o empapar sus galletas en el líquido oscuro de su madre. Hay quien decía que eran caprichos de hijo único, que criar sola a un niño lo convertía en un consentido… Qué sabrían ellos. Tuvo cuidado al verter el contenido de la cafetera en un termo, para que su hijo lo encontrase perfecto. Café solo, fuerte; su preferido. Las dos tazas, las cucharillas y el azúcar ya estaban preparados sobre una bandeja desconchada. Por suerte su cocina era pequeña y casi le bastaba con extender la mano para alcanzarlo todo.

Al principio, todo fue bien en el matrimonio. Tras los primeros meses juntos, su marido empezó a comportarse de forma cada vez más distante, como si fuera un espectador de su propia vida. La llegada del bebé trajo las primeras discusiones, hasta que él se largó. Sin explicaciones. Dijo que no quería arruinar su vida en aquel sitio. La paternidad no le ayudó a arreglar el ambiente podrido que respiraban en casa. Pocas palabras, muchos silencios, algunas escapadas… Casi sin darse cuenta se encontró criando al niño ella sola. De joven le enseñaron a coser y ahora le serviría para conseguir algún dinero y así ir tirando. Un tiempo después el cielo le envió una bendición envenenada al quitarle la vista y evitar así darse cuenta de que sus vecinos murmuraban al pasar, compadeciéndose de ella, una costurera sin vista, una madre sin marido. Cuando el chico acabó el colegio ella se empeñó en que siguiera estudiando; él rechazó la idea. Le dijo que ahora le tocaba a él cuidar de ella. El recuerdo de aquella conversación le provocó una sonrisa. Tan cabezota como ella misma, ahora se sentía responsable y quiso protegerla. Sólo de pensarlo le entraba un ataque de ternura. Como las cosas estaban difíciles y necesitaban dinero, se enroló en el ejército, creyendo que de esa forma conseguiría aprender un oficio y también cobrar un sueldo. Y así fue durante un tiempo. Él traía dinero a casa y ella se ocupaba de su ropa, de cocinar para él, de hacerle sentir en su hogar. La cara se le entristeció al recordar la noticia. Una misión humanitaria. El eufemismo no la confundió, no era tonta. La posibilidad de estar en territorios poblados por balas, bombas y minas era la pesadilla de cualquier madre en aquellos días. Poco tiempo después de salir su grupo, las noticias dejaron de llegar. La inquietud se instaló en su pequeña casa y se fue apoderando de cada rincón en el largo mes en que no recibió ningún mensaje ni carta de su hijo. Ella visitaba diariamente las oficinas de los jefes militares en busca de respuestas; no las hubo. Su cabeza hervía de especulaciones, de presagios, de preocupación, cuando finalmente recibió una carta con membrete del ejército. No quiso abrirla. Sostuvo el sobre cerrado entre sus manos varias horas, temerosa no tanto de no poder leerla con sus ojos agotados como de conseguir atisbar algunas palabras no deseadas. Por suerte aquello ya pasó. Ahora ya estaba de vuelta. Un día sonó el timbre de la puerta, al abrirla adivinó su contorno y no hubo preguntas. Le abrazó y estiró de él para que entrase en casa. Le preparó un café caliente, como a él le gustaba; las numerosas preguntas sobre la misión contrastaban con la brevedad de las respuestas; quedaba claro que no quería hablar de ello, así que se entretuvo en contarle chismes del barrio, de la gente que conocían hacía años, pensando que le ayudaría a sentirse como en casa. Al marcharse, le dijo que necesitaba su propio espacio pero que la volvería a ver a la semana siguiente y, desde entonces, lo hacía cada semana, sin falta, cada jueves.

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Desde hacía un tiempo la visitaba cada jueves.

Vagabundeaba por aquel barrio desde hacía tiempo, el suficiente para que los vecinos se hubiesen acostumbrado a verle por allí. Sabían que era inofensivo, que nunca molestaba a nadie. Incluso alguno se atrevió a preguntarle cosas para saber más de él; no había mucho que contar, así que prefería guardar silencio o contestar con monosílabos. Además era preferible que nadie supiese cómo había acabado allí. En un vecindario con chicos jóvenes, un historial de adicciones no te conseguía ninguna dosis de piedad, ningún bocadillo de misericordia ni un termo de sopa de lástima en las noches frías de invierno.

Conocía a la mayoría de habitantes de aquellas cuatro calles. El panadero, el del bar, las señoras que compraban cada mañana la leche, la niña a la que acompañaba aquel imbécil con su moto ruidosa, como si las calles fueran suyas. También tenía visto al muchacho que, un buen día, empezó a vestirse de uniforme. Notó que le miraba de reojo, como si comprobara que estaba en su esquina, sin juzgarle, sin temor. Le recordaba a él mismo; no les separaban muchos años, sino los caminos tortuosos que él recorrió y que le condujeron a ninguna parte… Abandonó su casa por la calle y las malas amistades. Al cabo de un tiempo supo que su madre había muerto. Su padre le dijo que era culpa suya, que los disgustos pudieron con ella, que la había matado. Al oirlo se produjo un cortocircuito en su cerebro. Nunca más pisó aquella casa. Nunca más su cabeza volvió a funcionar como la de los demás.

Un día la noticia vino flotando hasta él. Lo oía todo, se enteraba de todo. Aquel con aquella, aquella que se quedó sin esto o sin lo otro, el otro que lo perdió todo… Todo y nada giraba a su alrededor y formaba parte del escenario sonoro en el que deambulaba. Al enterarse de lo de aquel chico, un temblor propio de otras épocas le recorrió la columna. El recuerdo de su madre, muerta de pena y de soledad, fue como el chispazo eléctrico que te estremece, te lanza adelante, te conecta algunas neuronas que hasta ese momento habían estado aletargadas, en desuso. Sin pensarlo, como todo lo que hacía, se dirigió hacia aquella casa donde vivía el joven con la madre. Se quedó un rato largo frente a la entrada, mirando la ventana donde en alguna ocasión recordaba haberla visto a ella sacudiendo un mantel o regando las macetas, ahora mustias o vacías. No pudo saber si el tiempo transcurrido fueron minutos u horas, un instante o una eternidad. Tiempo en el que algunos recuerdos pugnaban por salir a flote sin acabar de encontrar la escotilla de salida, creando un collage extraño y desordenado en su desordenada cabeza. Como un autómata, cruzó la calle y entró en el portal. Subió por las escaleras oscuras hasta el primer piso y se detuvo otra vez frente a la puerta de la vivienda. Oyó pasos y tal vez unos sollozos, los mismos sollozos que a su propia madre se le escaparon al ver que perdía a su hijo, que se alejaba de ella sin poder evitarlo. Alargó la mano y tocó a la puerta, esperando que tras aquella lámina de madera apareciera su madre ausente, como si aún estuviera viva, como si nada hubiera pasado. Al abrirse la puerta percibió aquel olor que le transportaba al más allá, al pasado nunca vivido, al presente que no existe. Ella le estaba esperando con una taza de café; de café solo.

2 comentarios:

Teresa Cameselle dijo...

Enhorabuena por ese premio, muy merecido.

Classina P. dijo...

hola, me gustó mucho el texto, suerte