sábado, 10 de enero de 2009

El desierto de las mariposas


Antonio Giménez González

(Finalista Certamen Civilia 2008)

Casi un mes esperaron mis abuelos para encontrar a una persona mayor y de confianza que viajara también a Madrid y me acompañara en el viaje. Una corpulenta y simpática señora marroquí, compañera del taller de confección en el que trabajaba mi abuela, se dirigía a España para reunirse con su marido después de seis años sin verse.
Yo vivía en casa de mis abuelos, en la buhardilla, desde que mis padres se marcharon a España. Al faltar pocos días para irme, aquel lugar se había convertido en el nuevo desván, rodeado de los mudos testigos que fueron las cajas llenas de herramientas que el abuelo traía de la vivienda del vecino y que no paraba de subir. Me iba lejos de mi ciudad…, pero es que tres años sin ver a mis padres eran muchos.
Gracias a la ayuda de varios españoles que trabajaban en El Aaiún saqué el billete de avión hasta Madrid sin problemas. Mi abuela me dijo que era personal humanitario; eso no lo entendía bien, ¿había personas que no eran humanas? Aunque esto fuera posible yo no lo comprendía, en fin… dos buenas personas me ayudaron.
La mañana que me fui los gallos no cantaban en la ciudad donde siempre brillaba el sol; según mi abuelo, la capital del Sahara Occidental, cosa con la que mi profesora no estaba muy de acuerdo.
Antes de irnos al aeropuerto me dio un parche con símbolos.
—Siempre me ha traído suerte en la parada del zoco, ahora es para ti, Mohammed, tómalo —me dijo—. El trozo de tela perteneció al traje de mi bisabuelo, quien militó en el Grupo Nómada Saguia el Hamra, el cual formó parte del Gobierno Militar Español antes de la invasión del Gobierno Marroquí.
Nos despedimos con afectuosos abrazos y con la promesa de volvernos a ver lo antes posible. Cuando entré en el avión olía igual que el interior del viejo coche de mi abuelo; eso hizo que el viaje, pese a ser la primera vez que volaba, fuera agradable.

***

Al bajar del avión la multitud rodeó al pequeño, que se concentraba sólo en que sus enormes y brillantes ojos no perdieran de vista el gran trasero de la señora que lo acompañaba. Una vez recogidas las maletas, salieron de la terminal. Entre el tumulto, dos movían los brazos hacia ellos; sin duda eran sus padres.
—¡Mohammed!, ¡Mohammed! —corrieron para abrazarlo mientras se les escapaba alguna lagrimilla a todos.
—¡Papá, mamá! —Un fuerte abrazo a los dos a la vez hizo que se olvidara todo.
—¡Qué alto estás! Diez años recién cumplidos y ya sobrepasas mi cintura —le dijo su padre. Ya eran tres los años en los que solo vio a su hijo en fotografías.
Después de unos conmovedores minutos se despidieron de la mujer que había acompañado al niño, agradeciéndole el servicio. A continuación se encaminaron hacia su nuevo hogar, en el humilde y trabajador barrio de Carabanchel Alto. Se había acabado compartir alquiler con seis personas, por fin las jornadas de doce horas de su padre en las obras de acceso a la capital, y el cuidado por parte de su madre de una pareja de ancianos, les permitieron mudarse a un sencillo pisito, trayendo por fin a su hijo junto a ellos.
—Seguro que te encanta el nuevo dormitorio, es pequeño pero no le falta detalle, dentro de unos días empezarás a ir a la escuela. Está todo preparado —le comentaba su madre mientras él seguía absorto contemplando los grandes edificios.
Mohammed entró en la que iba a ser su habitación. Pintada de un color ocre brillante, en ella le esperaba una cama, un escritorio bien iluminado al lado de un ventanal de sencillos cortinales blanco nácar, estanterías en exceso, libretas, pinturas, y una sencilla mochila azul. No podía estar más contento, ni pedir más. En medio de su alegría percibió que un niño rapado y mayor que él permanecía inmóvil observándole desde la ventana de enfrente; ambas habitaciones daban al patio interior del edificio, Mohammed se acercó a la ventana y lentamente levantó el brazo en señal de saludo, el otro niño hizo lo mismo, cuando en ese preciso instante la madre de nuestro amiguito le llamó desde la cocina, perdiéndose rápidamente en el interior de la casa.
Mientras comían le contó a su madre el encuentro con el vecino. Sus padres se miraron.
—Hijo, no es un niño —comentó la madre—. Es una niña, se llama Clara y tiene dos años más que tú, lo que pasa es que está malita y lleva un tiempo sin salir de su casa.
A Mohammed le sorprendió que fuera una niña, aunque la había visto de lejos.
—Además, resulta que vais al mismo colegio, ahora la mamá de Clara tiene que ir cada dos días a pedir los deberes a la maestra, y tú podrías recogerlos todos los días.
El corazón del niño enseguida entendió que haría bien con el encargo y acepto sin pensarlo.
Pasaron unos días y el mocito se enfrentó a su primer día de escuela, sus compañeros de clase le tenían reservada una mesa en la última fila de la clase. No habló demasiado, prefirió dedicarse a entender lo que decían los profesores; aunque con su abuelo practicara el español casia a diario, aquello era bien distinto. Al finalizar las clases subió a la planta donde estudian los mayores y entró al aula indicada por su madre, la de Clara. Una joven profesora estaba al tanto de la situación y le dio unas hojas.
Dejó la mochila en su casa y llamó a la puerta de su vecina. Una mujer alta de ojos verdosos y de pelo largo castaño abrió la puerta.
—Hola, guapo, tú debes de ser el hijo de Karin, pasa, pasa, Clara está en su habitación —la mujer trasmitía mucha simpatía y serenidad.
Clara veía una pequeña tele que tenía encima de su escritorio. Ahora sí, claramente era una chica. Su piel, blanca como la espuma de las olas, sus ropas dejaban intuir una pronunciada delgadez, sus ojos eran grandes y redondos como dos lunas verdes.
—Hola —saludó la niña con una sonrisa e los labios—. Me llamo Clara, me ha dicho mi mamá que tú me vas traer los deberes todos los días hasta que me ponga buena.
—Si —asintió él—, me llamo Mohammed y me parece que somos vecinos de ventana. —Unas sonrisas llenaron la habitación mientras él le daba las notas de la maestra—. Toma, esto es lo que me han dado para ti.
—Muchas gracias —Clara ojeaba la hoja de ejercicios—. Ufff, qué rollo, hoy me tocan “mates”. —Una cara de pucheros forzados por parte de clara y de nuevo saltaron las risas de los niños que se escucharon por todo el patio interior.
—Bueno, yo también tengo que irme a estudiar, mañana vendré a la misma hora. —Dijo él mientras se retiraba hacia la puerta.
—Vale, te estaré esperando… Muchas gracias, Adiós.
Mohammed se detuvo al borde de la puerta: —Adiós no… ¡Hasta luego! —Y desapareció junto a la última sonrisa del día.

***

El chico no falló a ninguna de sus citas en los siguientes días, hasta que una semana después Clara le invitó a quedarse para estudiar junto a ella, Mohammed aceptó alegre la propuesta, porque además ella se ofreció para ayudarle con las dificultades que le surgían con el idioma.
Las tardes fueron alargándose en casa de Clara, ya no solo estudiaban, jugaban y veían dibujos en la televisión mientras merendaban pan con chocolate, siempre con el pretexto de mejorar el español del amiguito. En ocasiones, incluso antes de acostarse, hacían el tonto en las ventanas, pero eso era un secreto.
Desde que la visitaba el chico, Clara había mejorado considerablemente su aspecto, consiguió dar algún paseo por la calle acompañada de su madre. En ocasiones, cuando la mamá de Mohammed podía permitírselo, quedaba con la de Clara para tomar algo mientras los niños permanecían en el cuarto.
—¿Mohammed, donde vivías volaban las mariposas? —preguntó su amiga mientras le enseñaba una foto del bello insecto.
—Sí, pero esas las he visto por primera vez aquí —respondió señalando la imagen—. En cambio, mi abuelo me habló en una ocasión de las mariposas del desierto.
—¿Mariposas del desierto? Qué bonito… Cuenta, cuenta —pidió Clara con interés.
—Mi abuelo me contó antiguas leyendas sobre las personas que viven en el gran desierto, que lo cruzan y lo conocen como la palma de su mano. Ellos dicen que las paredes de sus casas son las estrellas que sin sus únicas compañeras, además de los camellos. Se hacen llamar, allí por donde pasan, las mariposas del desierto.
Clara quedó pensativa imaginando las mil y una noches, cómo sería una de esas caravanas de alquimistas errantes en plena madrugada y en medio del solitario desierto, lejos de todo el sufrimiento de esos momentos.
—Mohammed... —Un expectante silencio, solo interrumpido por el eco de la lejana conversación de sus madres invadió el cuarto, mientras sus miradas se cruzaban sinceras—. Prométeme que un día iremos a buscar esas mariposas.
—¡Prometido! —dijo él sin mucho tiempo para pensarlo—. Yo también he querido verlos siempre. ¡Prepararemos una expedición junto a mi abuelo!.
—¡Muchas gracias! —exclamó ella con una gran sonrisa.

En ese momento empezaron a fantasear sobre la incursión en las dunas y las aventuras de piratas que vivirían en alguna misteriosa gruta perdida llena de tesoros. La hora de volver a su casa ese día llegó muy pronto y no porque se él fuera antes, sino porque no se hubiera ido nunca.
Pasaron las semanas y Mohammed aprendió más y más en clase, y las tardes con Clara eran esenciales para ayudarle a conocer partes de la cultura desconocida para él; de esta manera entendía mejor el porqué de las cosas que sucedían a su alrededor.
Pero un día todo cambió para la pareja de amigos. Clara ingresó de nuevo estaba en el hospital por a una recaída en su enfermedad. La madre de la niña tranquilizó a Mohammed asegurándole que, si todo iba bien, estaría de vuelta en unos días.
Todas las tardes Mohammed tocaba a la puerta de Clara con la esperanza de saber de ella o de su estado, las respuestas eran las mismas un día tras otro, en algunas ocasiones se encontraba con la casa vacía. Los interminables días fueron quince y gracias al contacto entre las dos madres supo que Clara volvería a su casa el que hacía dieciséis. Aquella tarde Mohammed corrió sin parar desde el colegio hasta el rellano de su escalera y, acelerado, tocó a la puerta de Clara. La madre abrió y le comunicó al niño que su hija estaba algo débil por el traslado, le prometió que al día siguiente sería el primer visitante. La mamá de Mohammed, que sintió la algarabía que formó su pequeño, abrió para que su hijo entrara en el momento en que el niño entregaba todas las hojas que la profesora le había dado a diario para Clara. Las dos mujeres coincidieron con sus miradas antes de cerrar al unísono las puertas…
Esa noche Mohammed se quedó un largo rato parado en su cuarto, estático, pensativo, pendiente de cualquier movimiento en la ventana de enfrente. Una tenue luz de flexo permaneció encendida hasta muy tarde. Llegó a percibir siluetas pensando que podía ser ella, pero la suave brisa, provocaba que el cortinaje deambulara más que él mismo, engañándolo en sus infinitas formas.
Al día siguiente se repitió la misma escena que el día anterior. En esta ocasión la madre de la niña, al abrir la puerta, le dio indicaciones.
—Amiguito, Clara está muy débil por el tratamiento que está siguiendo, así que te ruego contengas un poco esa euforia. —Él captó enseguida la preocupación con la que hablaba la madre.
Asintió con la cabeza, dejo la mochila en el comedor y se dirigió al cuarto de ella. La encontró acurrucada en la cama. No había duda, era ella, pero cambiada, más delgada si cabía, más pálida, sin ningún pelo en su cabeza; aquel rostro descubría, sin quererlo, el sufrimiento que albergaba en su interior. Mohammed tomó entonces conciencia de la gravedad de la situación. Ella, en lo que parecía una sonrisa, frunció el ceño. Hablaron mucho, toda la tarde y todo lo intensamente que nuestra amiga podía, de los deberes, de las cosas que a él le ocurrían en el colegio y de las que Clara le seguía aconsejando como una hermana mayor; por supuesto no faltaron los chismes de la hora del patio. Con todo esto llegó la despedida, que en esta ocasión llevó a la pareja más tiempo del habitual.
—Mohammed, me han dicho que estoy muy malita —dijo Clara, y él sintió como si le hubieran echado un jarro de agua fría. Unos segundos después reaccionó.
—¿Y puedo hacer algo para que te pongas buena? Lo que sea...
—El doctor me ha dicho que, dentro mis límites, tengo que hacer aquello que me haga feliz —dijo ella.
—Entonces podemos irnos a ver a mi abuelo para que nos lleve a buscar a esas personas del desierto —unas susurradas risas asaltaron a ambos.
—Eso creo que no va a poder ser, en este momento pretendo algo más sencillo —dijo ella—. Lo que ahora me hace feliz es estar aquí contigo… si no te molesta, claro. —Sobraron las palabras, un sincero abrazo entre ellos rubricó lo dicho por Clara. El niño salió emocionado de la habitación y se despidió de la madre hasta el día siguiente, ella ya conocía el deseo de Clara.


***

Un fuerte gemido despertó a Mohammed esa noche, la madrugada estaba muy avanzada y el ruido parecía proceder de la habitación de Cara. Se precipitó de la cama hacia la ventana, y apreció, entre luces y sombras, movimientos. La madre de Mohammed se asomó a la puerta de la habitación y encontró al niño asustado junto a los cristales
—¿Qué está pasando, mamá? —preguntó aterrado a su madre atravesándola con la mirada. Ella dio la vuela y él escuchó cómo salía al rellano y llamaba a la puerta de la vecina. Los latidos del niño se aceleraban, intuía lo que podía estar pasando sin querérselo creer.
Su madre apareció lentamente por la puerta del cuarto de Mohammed con lágrimas en los ojos.
—¡Nooooo!... —gritó el niño estremeciéndose de angustia. Miraba a su madre y no quería admitirlo. Ella se acercó y lo arropó con sus corpulentos brazos.
—¿Por qué…? —el llanto partió la noche en los mismos trozos en los que se deshacía su alma. Las lágrimas se derramaban por los surcos que sus tostadas mejillas dejaban a la tristeza. Se empañó su vista, como si esas gotas tristes supieran del dolor y le pedían que cerrara los ojos y huir hasta El Aaiún. Para secárselas agarró lo primero que vio en el escritorio; era el trozo de tela que le regaló su abuelo. Lo miró y pensó que a Clara le hubiera gustado conocer su ciudad, donde siempre brillaba el sol. Y a él… le hubiera gustado poder estar más tiempo a su lado, como ella deseaba.
—Llora, hijito, llora… Hoy es una noche triste para todos —musitaba la madre mientras intentaba arropar el cuerpecito del niño parado en la ventana. Su padre, asomado a la puerta de la habitación, sin el valor suficiente para acercarse a su hijo, permanecía en la oscuridad del pasillo orando en silencio...

Tiempo después, Mohammed tuvo un sueño, él y Clara volaban guiados por las estrellas al abrigo de la noche, hacia el encuentro de una caravana de mariposas del desierto. Al borde de una hoguera y rodeados por magos, astrólogos y alquimistas, crepitaban por cada centella numerosos cuentos y leyendas. En medio de la nada más absoluta, abrazados, tuvieron la oportunidad de despedirse cumpliendo felices su promesa… Clara se quedó con ellos para aprender sus secretos. Mohammed regresó para vivir entre nosotros.

http://www.myspace.com/atmanproject

6 comentarios:

leo dijo...

hola, oye que interesante¡¡ y que envicia sana¡¡¡ me ha gustado tu relato, y gracias por afiliarte a mi blog...espero verte por alli amenudo.

yo volveré por aquí.

un beso, leo

--- dijo...

Gracias por tu visita a mi humilde rinconcito, y por dejar tu impronta en él.

Tú blog me parece muy interesante, siempre es bueno conocer a nuevos autores.

Un abrazo.

Esthi Rubio dijo...

Simplemente no tengo palabras para expresar lo que he sentido al leer tu relato, estoy estremecida, soy un alma muy sensible.
Abrazos de Carrachina.

BloodGhost dijo...

Que pasada O.O

Soledad Sánchez Mulas dijo...

Una magnífica ocasión de conocer nuevos autores.
Un buen relato.

Un beso.

Soledad.

Anónimo dijo...

Estoy empezando en esto de los blogs. Estaría muy agradecido si os pasaraís por el mio, y me dieraís vuestra opinión. Más que nada por seguir, o no con él.
www.yoyomismoylosmios.blogspot.com