Se despertó de madrugada con una extraña sensación, había vuelto a sufrir una de esas pesadillas que la atormentaban. Una tenue luz se filtraba a través de los visillos. No quiso encender la lámpara para no despertar a su marido; a tientas se calzó chinelas de raso y, al ir a dar los primeros pasos, percibió que no veía bien. Se frotó los ojos por si le molestaba alguna legaña; notó unos destellos fugaces, pero su visión seguía sin mejorar. Estiró los brazos al frente y caminó arrastrando los pies.
Ya en el baño, buscó la llave de la luz y la conectó. Cerró los ojos para evitar el fogonazo. Los abrió despacio y se miró al espejo. ¡Dios mío! ¿qué me ha pasado en el ojo? ¡si lo tengo casi blanco! Se estiró con los dedos el párpado y se volvió a observar. La luna le devolvió un ojo izquierdo borroso, apenas se distinguía el iris y la pupila. Abrió el grifo y se lavó el párpado, lo secó, se volvió a contemplar. El azogue le devolvió la incredulidad. Se fijó en el ojo derecho; seguía como siempre: el iris de un verde aguamarina y la pupila en el centro.
¡Qué puñetas, debo de estar soñando!; será la pesadilla, que aún no me quiere despertar. Un ojo no puede desaparecer así como así.
Se fue a la cama y se sentó en el borde; al otro lado se escuchaban ronquidos. Cerraría los ojos y respiraría profundamente para tranquilizarse. Sólo consiguió cerrar el ojo derecho; el párpado del otro no se bajaba, permanecía replegado bajo la ceja como si lo estiraran con un hilo de títere. Una vaga certeza de desastre se instaló en su estómago y le provocó pánico. Se arrastró hasta el váter y vomitó.
Histérica, se abalanzó sobre la cama y sacudió a su marido; que farfulló unas palabras ininteligibles y se dio la vuelta. Ella se derrumbó en la almohada, impotente. ¿Qué podía hacer? ¿Esperaría hasta que amaneciera? De día se ve todo con más claridad, pensó. Se tomó un somnífero y quedó sumergida en un sopor donde su cuerpo braceaba en un mar de ojos gigantes y amenazadores.
Al despertarse, olía a café. Recordó sobresaltada la madrugada y fue a mirarse en el espejo del armario, su cuenca izquierda seguía blanquecina y la visión tan perdida como los años de su juventud. Se dispuso a buscar su ojo: miró en la mesita donde estuvo leyendo la noche anterior, en el cenicero, en el joyero del tocador, y hasta en su estuche de cosmética. Y… ¡nada!
Entró en la cocina y se puso delante del marido: ¡Mírame! he perdido un ojo. No veo con mi ojo izquierdo. El marido la aproximó a la luz de la ventana y lo examinó con detenimiento. Pues…, eso parece. ¡Tantas lentillas de colores… no podían traer nada bueno!, acabarás ciega. Iremos hoy mismo al oculista y que te haga un reconocimiento.
La visita por las mejores clínicas oftalmológicas fueron infructuosas: Parece que su ojo izquierdo ha sido atacado por un virus que ha destruido el nervio óptico, no podemos devolverle la vista. Tal vez con un transplante…, debería acudir a un banco de ojos .
La mujer, a partir de entonces, supo lo que era ver sólo la mitad del mundo. Si, exactamente noventa grados a la derecha. Así debía de ver Picasso cuando pintaba esas mujeres tan raras: de frente y de perfil al mismo tiempo, con los ojos ubicados donde le daba la gana. Lo mejor, dentro de su desgracia, era que no sentía dolor. Pero no podía resignarse…, sus ojos… sus preciosos ojos de color del mar…Y ahora estaba tuerta, por mucho que quisieran consolarla llamándo discapacidad a su problema. No, no se resignaría a tener un ojo como el del viejo del cuento de Poe. Ella removería cielo y tierra hasta conseguir uno lo más parecido al que había perdido. Necesitaba recuperar los ciento ochenta grados de visión anteriores.
Así que llegó un día en que se levantó con decisión. Eligió un elegante traje de chaqueta y se colocó la estola de zorro al cuello. Bajó en el ascensor de hierro forjado y salió al vestíbulo. Caminó deprisa por la alfombra de la entrada, no quería que la viera el portero. Al salir del portal, un fogonazo le obligó a cerrar los ojos. Se puso las enormes gafas de sol, temía encontrarse con alguna amiga con las que solía desayunar. La vida en el bulevar se mostraba como era habitual: lujosos automóviles y alguna limusina con cristales negros circulaban por la calzada. En la acera se cruzaba con señoras que paseaban a sus terriers adornados con lacitos y mantitas de cuadros. Junto a ellas, ligeramente rezagadas, una sirvienta suramericana recogía la caca que los chuchos iban dejando en el suelo. De vez en cuando, tenía que girar la cabeza hacia el lado izquierdo para poder cruzar a la otra acera; sólo faltaba que además la atropellara un coche.
Se propuso acudir a un banco de ojos. Allí las salas estaban llenas de gente: ciegos acompañados de lazarillo, algunos con parches en sus ojos, se desplazaban con bastón y con la cara levantada al techo. Todos parecían haber perdido la orientación. Sintió un enorme desasosiego cuando le mostraron la lista de espera. Era demasiado larga… y ella lo necesitaba con urgencia.
Cansada, entró en una cafetería y pidió un café; se puso a fumar y observó el desconocido local. No era tan confortable como los que solía frecuentar. Ancianos solitarios, de ojos cansados tras las gafas, rellenaban crucigramas; hombres de negocios en torno a una copa se medían la mirada; mujeres ojerosas, de otoños incipientes, miraban a un punto del infinito… Se sintió sola, fea y extraña…como si volviera de un largo viaje, con el miedo de una discapacidad que podría ser irreversible. ¿Y si le volvía a pasar en el otro ojo? ¿Y por qué a ella? Angustiada, comenzó a llorar. Sacó un pañuelo para secarse los ojos y comprobó que sólo había lagrimas en el derecho; al parecer estas también se habían fugado. ¡Basta de lágrimas, debo hacer algo de inmediato!.
En la biblioteca municipal repasó los anuncios de objetos perdidos en los periódicos. Al cabo de un tiempo, descubrió unos titulares que atrajeron su atención: " Se venden ojos extraviados. Mercaojos le garantiza una nueva y mejor visión". En letra pequeña figuraba la dirección. Ningún nombre del propietario, ningún teléfono.
Cogió un taxi y le indicó al taxista el nombre de la plaza. Será un viaje largo y costoso -dijo el conductor-. ¿Señora, está segura que quiere ir a esa zona?... No es un barrio recomendable. La mujer no pronunció el nombre del establecimiento. No quería que se corriera el rumor de su desgracia. Atravesaron la ciudad, al parecer el establecimiento estaba en la periferia.
Sentada junto a la ventanilla -la derecha, para ver mejor-, la señora reanudaba el esfuerzo de contemplar todo lo que la calle le mostraba. Un bombardeo de carteles excitaron su cansada pupila: ópticas que anunciaban gafas y lentillas: "ver bien para vivir mejor"... Fotos de hombres y mujeres jóvenes y guapos las exhibían. No era posible que a esa edad necesitaran ninguna, pero el eslogan le gustaba: parecía escrito a su medida. Necesitaba más que nunca la luz y ahora ésta amenazaba con apagarse. Un viejecito daba golpecitos en la acera con un bastón, y alzaba sus ojos ciegos al cielo. Una señora se le acercó y lo cogió del brazo para ayudarle a cruzar. El anciano sonreía mientras cruzaba, ajeno al rugir de los motores de los coches atascados en el semáforo. Algunas parejas de jóvenes con los libros sobre la hierba se besaban en un parque; observó que cerraban los ojos al aproximar sus labios. Aún le costaba ver con nitidez y se cansaba porque tenía que girar demasiadas veces la cabeza; sin embargo, nunca antes había experimentado con tanta intensidad la riada de vida que las calles le mostraban. Era como si se potenciara su percepción de las sensaciones. Dicen que cuando falta un sentido se agudiza el otro, se aseguró, esperanzada.
El taxi se internaba ahora en unos barrios pobres de casas miserables, con miles de cables colgando, antenas en los tejados y ropas desgastadas tendidas en cuerdas. Algunas mujeres daban de comer a sus niños sentadas en el escalón de la puerta, y la basura se amontonaba junto a contenedores medio desguazados. En una cancha deportiva dos equipos de jóvenes de distintas etnias competían. No sabía que existieran tantos pobres en mi ciudad, se dijo. La mujer descubría un ángulo de la vida en donde no había estado nunca antes. El taxi al fin desembocó en la plazuela indicada. Allí se detuvo. La mujer buscó una pequeña tienda con puerta de cristales donde se leía en un rótulo desgastado: "Mercaojos. Se venden ojos…". No encontró ningún timbre y giró la manivela. El tintineo de una campanilla alertó al encargado. El habitáculo era reducido, con un mostrador en el centro. Detrás de él se encontraba un hombre sentado, con una gran caja sobre sus rodillas; observaba un objeto a través de una lupa. La mujer se acercó y comprobó que lo que miraba tan atentamente era un ojo. En la caja había muchos más, de varios tamaños y colores; brillantes, opacos, … mortecinos...
-Vengo por lo del anuncio, he perdido un ojo… y estoy buscándolo.
-Ha venido al sitio adecuado, si no lo encuentra aquí... es inútil que lo busque, poseemos el mejor banco de ojos del país. ¡Venga por aquí!
Tras una cortina se abría una estancia espaciosa con recipientes transparentes conteniendo globos oculares que fisgoneaban desde todos los ángulos. Las paredes de la habitación estaban tapizadas de espejos. Se acordó del sueño, ¡era todo tan parecido! La mujer sintió escalofríos y se abotonó la chaqueta.
-Tengo la sala climatizada para que se conserven en perfecto estado, aquí hay ojos muy valiosos. Permítame que vea el suyo para localizar la caja. Essss…, de un verde especial…, aguamarina diría yo. Son escasos, le será fácil la búsqueda.
Se subió a una escalera, alcanzó una de las cajas y la colocó en el mostrador junto a uno de los espejos. Al abrirla, decenas de ojos verdosos se agitaban en su interior. La mujer se sintió tan mal que se agarró a la madera para no desmayarse: No podré pasar por esto. Me daré la vuelta y me marcharé. Intentó controlarse: ¡Quizás encuentre el mío entre éstos! Debo intentarlo.
Se sobrepuso al asco de tener que probárselos. ¿A quién habrían pertenecido? ¿Por qué los perderían? ¿Qué cosas habrían visto?.
Los removió un poco y cogió uno parecido al suyo por el color y tamaño. Comenzó a probárselo, pero no encajaba en el hueco de su cuenca. Siguió intentándolo con otros, sin lograr uno a su medida.
-No desespere. Debe seguir buscando, aún quedan más.
El vendedor apartaba los ojos que ya habían sido desechados. La mujer volvió a coger otro y se lo encajó sin problema.
-Por fin! -exclamó gozosa- . Éste me va bien, quizás he encontrado mi ojo.
Alzó la cabeza hacia el espejo para ver si veía con él. Sonrió. ¡Se parecía tanto al que había perdido! Se volvió para confirmarlo con el vendedor y... ¿Dónde se había metido? ¿ Quién era el militar de cruz gamada nazi con el brazo levantado y ojos amenazadores? Pero… ¡si parecía el vendedor!, lo reconoció por el monóculo. La mujer, horrorizada, se quitó el ojo con rapidez y lo apartó. Tomó algunos más y, a medida que se los probaba, veía que el mercader cambiaba de identidad: tan pronto era un asesino, como un especulador o un tirano. Todas sus visiones le parecieron abominables. ¡Qué espanto! No quería ver el mundo con tal visión depravada. Cuando la caja de ojos glaucos se quedó vacía, la mujer se levantó decidida:
-¡No está el mío. No quiero ver con estos! Me marcho. Me resignaré a ver con el que aún me queda.
El tendero alcanzó una caja más pequeña que las anteriores. En ella, con letras doradas, aparecía la siguiente inscripción: "Ojos especiales, vea como vieron los famosos".
-Muchos de mis clientes, cuando no encuentran lo que buscan, se deciden a comprar estos. Son ojos que pertenecieron a gente célebre de todo el mundo, personas valiosas que se distinguieron por vivir de un modo especial, que vieron el mundo diferente a como nos enseñan. Quizás estos le compensen de su pérdida.
El vendedor le fue ajustando los nuevos ojos. Y la mujer pudo ver espacios y tiempos desconocidos para ella. Con aquellos ojos prestados percibía otras realidades que nunca imaginó que podrían existir: vio como vería un Gandi, un Mandela, una Madame Curie, un Kafka, la Garbo, Napoleón, la madre Teresa de Calcuta y otros personajes famosos. Después de mirar a través de tantos ojos de vida intensa... creyó que podía decir que ya lo había visto todo. Pero…no sabría por cuál decidirme…no sería yo…nadie puede prestar su visión a otros, le dijo al tendero. Así que los colocó de nuevo en la cajita; se despidió y fue hacia la salida.
Ya en la calle, alzó la vista al cielo. Llovía. La mujer caminó por las calles mojadas bajo la suave e incesante lluvia; la estola de piel resbaló de sus hombros y quedó abandonada en las baldosas. Su tiempo anterior carecía de preguntas; los problemas se resolvían a fuerza de talonario, de apoyos o de influencias. Pertenecía a una clase social donde se vive con la patente del bienestar por derecho de cuna. En un día había comprendido más que en casi cinco décadas de vida. Y ahora veía otra cara de la vida, de la que nadie anteriormente le había dado información. Sonrió y, despacio, bajo la suave y tenaz llovizna, se reencontró con la nueva mujer a la que no le importaba carecer de un ojo, un iris y una pupila. Su visión ahora la percibía en algún lugar de su interior y era mucho más intensa que cuando tenía dos ojos. Y se adentró con firmeza en aquel barrio desconocido, que apenas acababa de vislumbrar.
jueves, 5 de febrero de 2009
La mujer que perdió un ojo
Lola Buendía
(Finalista Certamen Vigía de la Costa 2008)
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7 comentarios:
Me ha gustado mucho tu relato Lola. Tiene un surrealismo lleno de crítica social. Te entra desde el principio y está escrito con mucha soltura.
Enhorabuena por tu premio.
Un abrazo
Jo, qué pasada de cuento... no s´lo está bien escrito, sino que el tema es impresionante.
Un beso grande.
ha sido un relato genial,he disfrutado mucho leyendolo hasta el final....
besitosss
Lola, he leído el cuento, pero me parece que hay partes que no están bien en el ordenador. Creo que el programa de edición del blog se ha tragado algunas cosas, sobre las que estaban entre <<>>, no sé.
Por lo demás, me ha gustado mucho. Originalísimo.
Besos vecina,
A mi me ha encantado.
No me imagino probándome un ojo gelatinoso y húmedo como quien se prueba un sombrero pero he disfrutado de la historia de principio a fin. Me parece una idea muy novedosa y en ciertos momentos incluso divertida
Enhorabuena, Lola y gracias al Desván por mostrarnos el texto.
Me ha encantado leer este relato...
Felicidades a la persona que lo ha escrito e imaginado.
Gracias por vuestros comentarios. La mujer que perdió un ojo lo escribí a raiz de una experiencia traumática que tuve. Después fue como una terapia y me ayudó a ver la vida de otra manera, más intensa y con menos frivolidad.
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