
Puedes leer aquí la propuesta:
Mimi nos propone tema esta semana y conduce el blog-bus del sábado.
Puedes leer aquí los relatos:
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El infarto
Jesús Muñiz González
(Finalista Certamen Canal-Literatura 2009)
Anoche mi madre sufrió un infarto.
Mi madre es diabética y de vez en cuando nos da algún susto. La doctora siempre ha dicho que su corazón es como el de una joven; por eso no te esperas un infarto. Todos pensamos que se trataba de un problema de glucosa y llamamos al hospital. A los quince minutos llegó la ambulancia y se la llevaron. Dos horas más tarde, el cardiólogo dijo muy serio:
-Se trata de una oclusión de la parte terminal de la rama interventricular anterior de la coronaria izquierda; es decir, un infarto apical.
Parecía grave; después afablemente nos explicó que el corazón de mi madre se había hecho vulnerable, que necesitaba mimos. Lo ocurrido era un aviso, cualquier contratiempo podía ser fatal. Quedó ingresada. Tras una noche a presión, a las seis de la mañana me fui a casa.
Es jueves, once de abril, un día muy largo. Son las cinco de la tarde y vuelvo a su lado, caminando: el hospital está a cinco minutos de casa. Todo está patas arriba en mi cabeza, ha sucedido mucho en poco tiempo, aunque las horas de angustia se desplazaron insoportablemente lentas. Creemos que la vida es un bien inquebrantable y apenas en un segundo se destruye nuestra fe. Recuerdo un cuadro que pinté hace años, que tardé semanas en acabar; trabajé mucho en él porque era un regalo. Al entregarlo, la destinataria no mostró demasiado entusiasmo, y lo destruí en segundos.
Parece que no ha cambiado nada, no es verdad, mientras camino pienso en otra madre distinta. No sé cómo explicarlo, es como si algo dentro me pinzara el estómago. En la calle la primavera lo engalana todo, soberbia de luz y belleza. Las flores de las macetas en balcones y ventanas coquetean con los parterres del paseo, se mandan besos de colores bajo el cielo. ¡Como si yo pudiera disfrutar de eso ahora! La vida es frágil, se marchitan pronto los pétalos quemados por el sol, los árboles al desnudarse se tornan agresivos, el cielo azul se vuelve gris en un momento. Caminas y la naturaleza indiferente te escupe su fiesta. Uno debe atiborrarse de optimismo cuando va de visita a un hospital, contrarrestar el olor irrespirable con el masaje fresco después del afeitado, impregnarse de todo lo que nace y disipar el vaho de lo que se pierde. Me pregunto a qué voy al hospital arrastrándome cargado a mis espaldas como un fardo. Estoy dislocado, mi pensamiento es irracional, los sentimientos están como aturdidos; no comprendía el dolor de los demás cuando lo razonaba con mi lógica aplastante, y ahora tengo que soportar un vacío inaguantable. Mi cerebro pone en fuga todas las palabras que no puede soportar.
Llego con la fatiga que fabrica mi ansiedad. En la entrada el tráfico de gente agobia; vienen, van, mezclados sudores y perfumes, el rebaño de visitantes fluye atropellado, conducido por gigantescos celadores. Tras las puertas de acceso se esparce el río humano por múltiples cauces, salpicado de médicos y enfermeras. Me sumerjo en aquella corriente de tribus y gremios, en aquella amalgama de cuerpos que circulan como hormigas, con una carga más sutil pero no menos pesada. Subo a pie, retardando la llegada, busco una sonrisa que no imagino. ¿Qué tengo que hacer cuando la vea? ¿Abrazarla, besarla? ¿Cómo hago si las lágrimas me brotan aunque no quiera? ¿Qué le digo? Es la primera vez que visito a mi madre después de un infarto. Siempre eran las madres de los otros, ahora es la mía. Intentas pensar que es un mal sueño y no consigues despertar.
La habitación de mi madre está a la izquierda, al fondo de un pasillo que termina en una ventana por donde el sol transmite su energía. No puedo detenerme, entro a pesar de no saber qué hacer ni qué decir, salto al vacío porque no queda otro remedio. Hay dos camas, mi madre está a la derecha, al verme abre los ojos en su carita de rosa.
-Hola, hijo.
Su semblante es encantador, me contagia, me da suficiente presencia de ánimo y seguridad para interpretar el papel de hijo simpático. A pesar de la confusión que padezco, la parte positiva de mi ser sonríe alegremente y habla con soltura y afecto.
-Hola, mami. Hay que ver cómo te sientan los infartos, tienes carita de fresa. ¿Para tener vacaciones has tenido que montar todo esto?
-Estoy muy bien, hijo, muy bien y en buena compañía. ¿Has visto qué bien acompañada estoy? Se llama Leonor y es un sol…
En la cama de al lado yace una chica extremadamente delgada que nos mira desde el azul intenso de unos ojos que le llenan la cara.
-¿Un sol? A mí me parece un cielo.
Leonor tuerce su boca en una mueca, se le enciende el rostro, sonríe con los ojos. Intenta hablar, apenas se le entiende; emite unos sonidos gangosos y entrecortados, como si su garganta fuera gelatina y por lengua tuviese una hoja de afeitar.
Mi madre se embala; increíblemente recuperada, habla y habla sin parar. Me lo cuenta todo, como si se le escapara el tiempo; me detalla las pruebas que le hicieron, cómo le dolía el pecho, lo bien que la atendió el médico, joven y guapo, las enfermeras saladísimas, y Leonor, bueno, Leonor algo especial…
-Está casada, tiene treinta y seis años, una hija muy linda y un marido guapísimo que está muy enamorado, y cuando tú te fuiste vino Ruth y estuvo mucho tiempo conmigo y…
No para, no para, es un torrente de palabras. Exhibe una energía envidiable. ¿Cómo me pude angustiar tanto? Es indestructible y disuelve todas mis angustias. La miro mientras me habla, la estoy queriendo y deseo abrazarla, sentir sus brazos. Me siento bien ahora, mi respiración se ha normalizado.
Entran dos enfermeras y me piden que salga un momento. Mientras espero llega Ruth y me cuenta. Ruth es mi hija, una enfermerita recién titulada.
-Pues nada, que hay que estar al loro, pero no hay peligro. Con que vaguee un poco y se de mimos, ya vale. Que después de este aviso, tiene que desacelerar la marcha, que la abuela iba como una moto y ochenta y cuatro tacos no son para tomarlos a cachondeo. Es una pasada como se recuperó. El médico flipa con ella.
-¿Qué le pasa a la chica que está al lado?
-¿A Leonor? Esclerosis múltiple, un alucine.
Me quedo mirándola con cara de bobo; y me explica, con ese lenguaje tan directo que tienen los jóvenes…
-La esclerosis múltiple se produce cuando se pierde mielina. La mielina es una cubierta protectora de los nervios. Al perderse, las comunicaciones entre el cerebro y el resto del organismo van chungas y se monta un lío del copón. Eso repercute en todo: los sentidos, los músculos, no puedes controlar nada. La de ella es una esclerosis progresiva que te cagas, la trajeron porque tuvo un brote muy violento y están probando un nuevo fármaco para intentar que no avance; la tratan con Interferón y mitoxantrona, combinándolos creen que se puede detener el desarrollo de la desmielinización. ¿Lo agarras?
-Es decir, que su cerebro y el resto del cuerpo están bien, pero la comunicación funciona peor que el tráfico en hora punta.
-¡Ay!, qué papi más listo tengo.
-Es que te explicas como un libro abierto, cariño.
Cuando entramos de nuevo en la habitación, están hablando de mí, una madre que presume de hijo.
-Es muy listo.
Y Leonor, una mujer coqueta al fin y al cabo.
-Y es guapo.
No tengo que esforzarme en sonreír, me contagia la mirada de esta chica. Apenas controla los movimientos de manos y brazos, y Ruth la ayuda con la merienda. Parece que hoy su marido se retrasa un poco. Qué fácil es tomarle cariño, llevo allí unos minutos y estoy encandilado mirándola. Me sorprende y se lo digo:
-Te miro porque eres muy guapa, Leonor. Tu mamá robó un poco de cielo para hacer tus ojos. ¿Sabes que tu nombre significa “bella aurora”?
Se relame de gusto, disfruta con los piropos. Parece increíble el bienestar que transmite. ¡Qué curioso!, creí que la primavera estaba fuera y que me lastimaba con su belleza, pero en realidad está aquí. Mi madre está un poco cansada pero feliz, como si llegara de un largo viaje del país de las hadas, y a su lado un ángel con el cielo en sus ojos.
Un poco más tarde entra en la habitación un joven, rubio, atlético, bien parecido, de esos que mi hija dice: “Qué tío más bueno”. Saluda amable y se va al otro lado de la cama. Leonor se transforma al verle, sus ojos deslumbran como lagos que reflejan el sol y su mirada es pura miel. Como un gentil caballero se acerca el guapo mozo a su dama, es mágico el encuentro de los jóvenes esposos. Quedo absorto, contemplando la escena de amor más real que haya visto, nunca creí que un ser humano fuese capaz de expresar tanta delicadeza y ternura. La acaricia, besa, todo a la vez, la envuelve en un abrazo con el mimo y cuidado que se pone en un bebé. Leonor, vibra y goza, es feliz. Con sencillez y armonía inventan nuevas formas de arrullarse, el tiempo se detiene para ellos y me doy cuenta de que soy un ser privilegiado, testigo de algo tan espléndido. Él, sentado en la cama, habla en susurros, ella escucha embelesada; tengo la impresión de que la luz que inunda la estancia viene de ellos. Todas mis angustias anteriores, mis dudas, son tan pequeñas… La vida es sorprendente, nada es previsible.
Más tarde me lo cuentan todo. Llevan casados seis años, Leonor ha sufrido varios brotes y en los últimos meses la enfermedad se agravó, aunque los médicos esperan detenerla. Mientras asean a Leonor y esperamos fuera, Moisés me cuenta entusiasmado cómo lo prepara todo para recibirla. Tienen una casita en las afueras, la hizo él mismo, ahora le añadió una piscina climatizada y un pequeño gimnasio para que Leonor pueda realizar sus ejercicios de rehabilitación en cuanto sea posible. Él me hace confidente de lo duro que fue asimilar un trago tan amargo. Lo pasó muy mal, le costó mucho reaccionar. Ella había sido la fuerte, era extraordinaria su fortaleza. Su entereza había sido ejemplar y él pudo sobreponerse. Hoy era feliz. Con los puños y los dientes apretados, luchando sin parar, pero feliz. No se podía explicar con palabras. Le di un golpecito cariñoso en el hombro; yo lo entendía, no sé cómo, pero lo entendía.
Llega el momento de marchar, me despido de Leonor con un beso, le doy la mano a Moisés, un beso a mi madre y me voy con Ruth.
-En unos días estará de vuelta en casa -dice mi hija-, no te comas el coco.
Yo me vuelvo por donde vine. Anochece, el sol es ahora un pincel impresionista mezclando vivos colores en los que prevalece el oro. Todo lo que a la ida no podía aceptar, que consideraba una ofensa, es ahora cálido abrazo. Los temores no se han desvanecido, pero mi corazón se fortalece. He aprendido algo en el hospital; y es que por encima del cielo gris siempre luce el sol, que si los árboles están desnudos es por reírse a carcajadas con el viento y los pétalos marchitos son el inicio del camino en una nueva vida. Ahora me arrepiento, no debí romper aquel cuadro.
El desierto
José Manuel Aparicio Hernández
(Finalista Certamen Canal-Literatura 2009)
Mis manos manchadas de sangre; fue lo primero que vi al abrir los ojos. Apenas podía respirar, mareado, desorientado, incrédulo por el milagro de seguir vivo. A mi derecha, el todoterreno era un amasijo de hierros humeantes en medio de un vasto desierto. El sol caía implacable: Necesitaba agua.
Tambaleándome, dejé atrás el rojo charco sobre el que había estado tendido y me acerqué a los restos del vehículo. Entre los asientos asomaban las solapas de una gran caja aplastada a la que resultaba imposible acceder. Un poco más allá, casi oculto por restos de plástico y metal, hallé una maleta que contenía varios cuchillos de trinchar y unos serruchos. Nada que beber, tampoco documentos que me indicasen quién era… porque no lo recordaba. Ni a dónde me dirigía, de dónde venía o a qué me dedicaba. Amnesia absoluta. Algo aterrador, pero no tanto como la idea de morir deshidratado. Allí no me podía quedar. Quizás encontrase alguna aldea perdida si seguía la dirección de los neumáticos, que serpenteaban bruscamente desde la distancia. ¿Qué otra alternativa me quedaba?
Avancé durante horas hasta que el desierto estepario dio paso a un mar de pequeñas dunas. Ya no había un rumbo lógico que seguir. Desesperado, me dejé caer al suelo. Tenía la boca acartonada, el sudor resbalando pegajoso sobre la piel, el aire entrando ardiente en mis pulmones. Apreté los puños para rogar a Dios que me acogiera en su seno… cuando lo vi por primera vez, a lo lejos, en lo alto de una cresta. Corría hacia mí, desapareciendo y apareciendo entre la arena. Un hombre…
—Ayúdeme —le rogué entre estertores cuando me alcanzó—… Déme agua…
Parecía un enorme bebé, bajito y calvo, de tez blanca; no llevaba ropa. Me observaba de pies a cabeza, pasándose los deditos regordetes por el mentón, como quien evalúa la calidad de una res. Al terminar su análisis esbozó una mueca parecida a una sonrisa.
—Bienvenido, ¿cómo estás?
Tenía la voz arrugada y afeminada, de vieja. Yo le miraba absorto; aquel sujeto no sudaba.
—Hace calor, ¿verdad? —prosiguió—. Uuuuuuh… ¿y esa camisa llena de sangre? Te has dado un buen batacazo, ¿eh? Aún eres joven e impulsivo, deberías conducir con más cuidado.
—Agua… —musité. El picor del sudor en los ojos me forzó a cerrarlos. Al volver a abrirlos el hombrecillo coronaba de nuevo una de las dunas; pensé que sólo podía tratarse de un espejismo.
—¡Eeeeeeh! ¡Aquí hay agua! ¡Aguaaaaaaa!—chillaba agitando sus bracitos para que le siguiese.
Todo me daba vueltas como un remolino. Más que correr me arrastré guiado por el instinto de supervivencia y aquella palabra fresca y cristalina.
¡Sí, la había, un oasis a la entrada de un pequeño palmeral en una vaguada! Me abalancé colina abajo, chapoteé y sorbí como un loco hasta atragantarme. El líquido rascaba la garganta como una lija. ¡Estaba tragando la arena!
El gran bebé rompió a reír.
—¡Maldito! —le grité entre arcadas— ¡maldito seas!
Entonces chasqueó los dedos. El desierto, las palmeras, el tremendo bochorno y él mismo desaparecieron. Me rodeaba la negrura, fría como una noche de invierno. No puedo describir la sensación de terror que me atenazó al comprobar que no podía moverme. Frente a mí se alzaba una imagen nebulosa. Poco a poco, en el silencio, se dibujó una cama en una habitación, tenuemente iluminada por una bombilla que colgaba del techo. La contemplé sin comprender, hasta que un brutal choque de calor me devolvió al desierto. Permanecí sentado, aterrado, babeando aún la arena. ¿Qué significaba aquella imagen? ¿Quién era aquel grotesco individuo? Una pesadilla, eso tenía que ser, una pesadilla terrible y muy real. Había cometido un error al abandonar el lugar del accidente; tarde o temprano alguien pasaría por allí, si lo intentaba podría acceder al interior del vehículo o rebuscar un teléfono entre los restos esparcidos. Quizás así despertase. Deshice mis pasos entre sollozos y plegarias al cielo.
Atardecía cuando llegué al amasijo de hierros, me deje caer a su sombra. No podía más, iba a morir en ese lugar. Aún sangraba de las magulladuras y las brechas, las piernas y los brazos me pesaban como elefantes, los ojos se me cerraban… y me dormí. Soñé con la negrura y con la habitación. Había una mujer desnuda sobre la cama, joven, de oscuros cabellos largos, muy hermosa. Me señalaba con el dedo. Luego comenzó a reír hasta que sus carcajadas se volvieron brutales y estridentes, de odio. Desperté de golpe. El silencio ensordecedor del desierto teñido de naranja me rodeó de nuevo. Acariciaba el sol el horizonte. Aquella mujer y aquella habitación me resultaban familiares… Un chirrido de metales a mi espalda me alarmó; era el esperpento, que, con una habilidad bufonesca, saltó desde los restos del todo terreno para caer de pie frente a mí.
—¿Tienes sed?
Lo miré indiferente, pensando ya en la muerte.
—Lo cierto es que no tengo agua —continuó—. Lo de antes tan sólo fue una broma. No me lo tengas en cuenta.
Un rumor viscoso a la derecha captó mi atención. Era el charco de sangre, que burbujeaba como una pócima en un puchero; repugnantes insectos zumbaban a su alrededor. La masa roja cobraba forma humana, las tripas desparramadas, infestadas de gusanos… Y comprendí: no había sobrevivido al accidente. Aquel cuerpo era el mío. ¡Estaba muerto! ¡Lo había estado todo el tiempo! ¡¿Qué significaba todo aquello?! ¡Si aún sentía el dolor, la asfixia, el sudor! El hombrecillo se había transformado: ya no era tan pequeño, era alto; y ya no tenía pies, sino pezuñas; y no piernas, sino patas de macho cabrio soportando un tronco de aspecto humano; y los brazos y dedos extremadamente largos y venosos. La boca era ahora un hocico en un rostro alargado de ojos rojos y mirada puntiaguda y dos enormes y afilados cuernos sobre la cabeza. Comenzó la tierra a temblar con un estruendo ensordecedor. Crujía el suelo, que se resquebrajó en un zigzag infinito. Me había tapado los oídos con las manos mientras asistía espantado a la evaporación de la bestia sobre el acantilado rojo bajo mis pies, que rugía como las entrañas de un volcán. Los hierros cayeron al abismo, yo permanecía suspendido sobre él, petrificado.
“El alma, como la carne, sufrirá al igual que en vida”; bramó una voz cavernosa. Inicié el descenso y grité en un intento vano asfixiado por infinitos llantos, chillidos y alaridos de las profundidades. ¡Quemaba el Infierno! ¡¿Por qué el infierno?! ¡¿Por qué?! Sobre el precipicio incandescente surgió de nuevo la escena de la mujer. Seguía señalándome entre carcajadas. Aquel rostro… ¡Era mi esposa! Un hombre apareció en la escena, blandía un cuchillo de trinchar. Me acerqué y la acuchillé no una sino dos, tres, cuatro, cinco, seis veces… Desgarraba la carne con pasión, hasta que su cuerpo dejó de agitarse. La troceé con un serrucho y guardé sus restos en una caja, la bajé al garaje y la metí en el asiento trasero del todoterreno. La llevaría al desierto para enterrarla, donde nadie encontraría su carne adultera. Ya lo recordaba todo…: la maté porque era mía.
Juan Manuel Rodríguez de Sousa
(Accésit en el Certamen de Poesía María Pilar Escalera)
Visita el blog del Juanma si quieres felicitarle o comentar la noticia: http://rodriguezdesousa.blogspot.com/
Marcelina
Pablo de Aguilar González
(3º Premio Certamen Canal-Literatura 2009)
No mide más de uno cincuenta, de formas tan redondeadas que podría resultar atrayente como cojín. Sus manos, gastadas, muestran la rigidez propia de los engranajes oxidados. Y lo que más llama la atención, si se sienta a tu lado en el autobús, es su respiración trabajosa, bronquítica; y su aroma a Heno de Pravia.
En Espinardo, Marcelina ha gastado su vida junto a Ginés, más conocido como el Trapero, el Revueltos o, para los no pocos que le guardaban cierta inquina, el Cuernos. Calumnia, esta última, que hizo más daño a Marcelina que a él mismo, en forma de broncas y palos. Aun sin pruebas, para el Trapero siempre valió más un “por si acaso” que un “quién iba a pensar”.
El Revueltos murió el veinte de noviembre de hace dos años, el mismo día que su admirado Caudillo. Ocurrió en la taberna de Carmelo, ante dos vasos de revuelto vacíos, otros dos llenos, y su amigo y compañero de añoranzas: Yiyo. Le sobrevino de repente, como una flecha certera e invisible, un dolor agudo al costado izquierdo que provocó que Ginés tratara de agarrarse el corazón con su mano izquierda y estirara el brazo derecho intentando asirse al hombro de su camarada.
Fulminante.
En el entierro, Marcelina, Yiyo y Tomás, un gerifalte de Solidaridad Española, observaban cómo introducían el féretro dentro del nicho. Sólo la esposa derramó unas lágrimas, aunque sin derroche. La firmeza de las creencias de Ginés, que murió brazo en alto, despidiéndose de su camarada, se convirtieron a partir de aquel día en el tema de conversación preferido entre humo de tabaco y olor a anís. Tampoco faltaron las chanzas acerca de cómo tuvieron que quebrar varias articulaciones para que aquella extremidad pudiera entrar en el ataúd.
El Trapero dejó una montaña de revistas viejas y un carro en el almacén, una pensión ridícula y unos frascos de mistela en el armario de la cocina.
A la vuelta del cementerio, Marcelina, desorientada por aquella repentina soledad, cogió la botella de aguardiente. Todavía, al hacerlo, le invadía la preocupación de tener que encontrar una excusa para el líquido faltante. Tomó el primer vaso de un trago y, después, al ser consciente de que a partir de entonces no tenía por qué explicar nada, terminó con la botella. Con la poca pena que le zumbaba en el corazón, se acostó achispada, más bien beoda, con una gran sonrisa adornándole los labios.
Por la mañana, percibió el silencio de la casa y cayó en la cuenta de que, desde la muerte de Ginés, exceptuando el “Cara al sol” de sus amigos en el cementerio, todo había sido silencio. Silencio reconfortante y sin reproches. En vida del Trapero, el silencio solía ocultar cierto peligro… Marcelina es consciente de que lleva dos días pensando, sin abrir la boca. Sonríe, abre el armario prohibido del rey de la casa, extrae otra botella de mistela y llena un vaso hasta el borde, que se echa al gañote de un trago después de haber brindado al cielo a la salud de su difunto. Contradicción ésta que le provoca una sonora carcajada.
Ahora, puede pensar sobre lo que le parezca…
Tres días y cinco borracheras después, por fin se decidió a bajar al viejo almacén del Trapero. Un lugar casi desconocido para ella, misterioso, tan prohibido como la manzana lo fue para Eva. Ginés, tan celoso para sus asuntos, nunca dejó que nadie se adentrara en el taller más allá de las dos sillas de anea que disponía en la entrada, junto a una garrafa de aguardiente que se vaciaba entre antiguos camaradas y añoranzas de tiempos pasados. Pero ni siquiera los viejos camisas azules traspasaron jamás aquella montaña de papeles antiguos.
No es que Marcelina pretendiera disfrutar de más sitio. Sin embargo, bien podría sacar unos céntimos de todo aquel papel y alquilar el almacén como cochera. Una ayuda así no vendría mal.
El trabajo comenzó con las revistas; después, los cartones y, por último, montones de periódicos preconstitucionales. Por fin, cuando todo aquel papel se limitaba a unos cuantos ejemplares de “El Alcázar” y “¡Arriba!”, extrañamente bien conservados, Marcelina sintió que un escalofrío de temor le recorría la médula espinal. Tocar esos diarios bien podría provocar que su difunto se revolviera en la tumba. Aquéllos habían sido los idearios del Trapero; guardados con devoción religiosa, bien apilados sobre una plataforma de madera para evitarles la humedad. Tratar aquellos periódicos sin el debido respeto equivalía (bien consciente era de ello la viuda) a retorcerle los testículos a Ginés hasta reventárselos.
Tras un leve titubeo y una sonrisa maliciosa, desafiando las leyes de la gravedad que rigen para las personas de cierta edad, se encaramó a la plataforma y taconeó el tango al que el trapero nunca quiso invitarla a bailar. Y fueron tan fogosos los pasos de baile, que el nudo corredizo de una cuerda que sujetaba la plataforma a una viga no pudo resistir y se desató. Los tablones comenzaron a inclinarse sobre uno de sus extremos, sujetos por unas bisagras ocultas, y Marcelina deslizó sus nalgas, como si de un tobogán se tratara, hasta terminar sentada en el suelo observando con la boca abierta lo que aquel mecanismo había dejado al descubierto.
En realidad, se trataba de una portezuela que ocultaba el acceso a un pequeño sótano. Los periódicos continuaban perfectamente distribuidos sobre los tablones ahora inclinados y una escalera oscura se asomaba al hueco que quedó al descubierto.
La viuda, extrañada, enseguida sintió curiosidad por aquello que su marido había ocultado durante tantos años en la zona prohibida del almacén. Corrió escaleras arriba, en busca de una linterna. Abrió el cajón, comprobó que las pilas disponían de carga, se echó otro trago al gañote; y volvió abajo, con la emoción agitándole el pulso y el aguardiente calentándole el ánimo.
Una vez dentro, no tardó en descubrir un interruptor que hizo inútil la linterna (no así el trago). Una bombilla iluminó la estancia; se trataba de una habitación pulcra, con estanterías que cubrían las tres paredes que rodeaban la entrada. En medio, un taburete invitaba a descansar como lo hacen en los museos para observar las obras de arte que cuelgan de los muros. Sobre las lejas, se distribuían unos cofres y, bajo cada uno de ellos, un letrero que los databa. Se agachó a observar el más antiguo. La etiqueta indicaba un par de años antes de su boda, antes de que Ginés y ella se comprometieran; además, un nombre: Luis.
En un primer momento, aquel nombre no le dijo nada y siguió estantes arriba, comprobando fechas y referencias. El tercero coincidía con la fecha de sus nupcias y el nombre (tío Lucrecio) sí que le recordó a alguien a quien había olvidado tiempo atrás: el lenguaraz hermano de su madre. Aquel al que llamaban “el Mero” porque por la boca muere el pez y él siempre se buscaba disgustos por no saberla mantener cerrada.
La viuda se preguntó qué relación tendría la fecha de su boda con el tío Lucrecio y, poco a poco, algunos recuerdos fueron desperezándose en su cabeza; en seguida, aparecieron dentro de ella el hermano de su madre, tres botellas de aguardiente, las risas de su tío acerca de la difícil belleza de la novia y algunos comentarios obscenos sobre los motivos de aquella boda. De pronto, recuerda a Ginés apretando los labios, secándole las lágrimas y llevándola a casa. No se volvió a ver al tío Lucrecio y nadie lo echó de menos.
Al regresar del pasado, Marcelina decidió desentrañar el misterio que guardaba aquel cofre y, ralentizada por el miedo, abrió la tapa. Apareció un papel amarillento que descansaba sobre un trapo de fieltro azul. Lo tomó con cuidado y leyó:
“Ese conocido como el Mero por no saber cerrar la boca, hoy ha cometido el gran error de deshonrar a mi queridísima esposa…”.
Marcelina se detuvo a enjugarse las lágrimas, que le brotaban de los ojos al conocer la tierna reacción de su marido. Después, pudo terminar la última frase:
“… Ningún español de raza puede permitir algo semejante. Por tal causa, aquí yace. ¡Viva el caudillo! ¡Arriba España!”.
La boca de la viuda se resistía a cerrarse. Sus manos, llevadas por una fuerza invisible que ella no podía contener, se dirigieron a apartar el fieltro añil y, una vez despejado el contenido, los dedos se posaron veloces sobre los labios para evitar sin éxito un grito ahogado: una calavera le sonreía macabramente desde el interior.
Los temblores apenas la dejaban respirar; no obstante, era incapaz de apartar la vista del resto de los cofres. Entonces recordó a Luis, aquel que se pavoneaba en la taberna mintiendo sobre sus conquistas. El que aseguraba que había desflorado a Marcelina una primavera entre los naranjos de Tomás García y que, poco después, desapareció sin desmentir tal falacia.
Dentro del cofre, otra nota y otro fieltro:
“Luis, el de los Antonios, ha injuriado la honra de la que, aunque ella no lo sepa, será mi mujer. Ningún español de raza puede permitir algo así. Por tal causa, aquí yace ¡Viva Franco! ¡Arriba España!”.
Marcelina apretó el papel contra su redondo y voluminoso pecho y volvió a secarse las lágrimas. Perdió la noción del tiempo y no salió de aquel sótano hasta que hubo descubierto, una por una, las treinta y dos calaveras sonrientes y leído sus respectivas explicaciones.
Contra lo que se podía pensar, sólo dos de ellos (Vicente y un tal Agustín) fueron ajusticiados por rojos en exceso. Entre el resto, se podían contar diez morosos, un conductor de autobús que siempre se retrasaba, un carretero que blasfemaba en demasía incluso para su oficio, una pareja de guardias civiles que se negaron a arrestar por falta de pruebas al violador de la pequeña de los Canos, y el violador de la pequeña de los Canos. El pecado de los quince restantes fue faltarle al respeto a Marcelina.
Salió del sótano cuando la oscuridad de la noche ya había invadido todo el local. La viuda, no tan aterrorizada por lo que acababa de ver como conmovida por el amor callado del que había sido objeto, regresó a la cocina a repasar de nuevo, frente a la botella de mistela, las quince notas en las que Ginés declaraba su cariño; tan grande como el que tuvo para su patria y su caudillo. Así permaneció hasta el amanecer, releyendo una y otra vez mientras acababa con el aguardiente. Hasta que la borrachera y el sueño la vencieron, y su cabeza se desplomó encima de los pliegos desperdigados sobre el hule de cuadros azules y blancos.
Al despertar, irguió la cabeza; todavía mareada, despegó un papel amarillento adherido a su frente; y volvió a fijar la vista en aquellas quince cuartillas. Esperó a ser capaz de incorporarse de la silla, se despejó arrojándose abundante agua fría sobre la cara, y bajó de nuevo al sótano; esta vez con paso firme y decidido. Colocó cada una de las notas dentro de su cofre, apagó la luz, volvió a dejar la plataforma de madera como la había encontrado y, por fin, permaneció unos instantes leyendo los titulares de los periódicos del expositor.
Decidió que eran otros tiempos: sacó tres billetes del bote de las alubias, los enfundó en su escote y se dirigió al quiosco de la calle Mayor. Allí compró todas las revistas que fue capaz de pagar con sus escasos ahorros; con todo aquel papel multicolor bajo el brazo volvió a la vieja trapería a actualizar la plataforma.
Hoy, Marcelina, de vez en cuando, peina sus rizos violetas, se lava con “Heno de Pravia”, y toma el autobús 44. Un par de veces ha llegado hasta Nonduermas, donde, según ella, fabrican los cofres más duraderos.
En ocasiones, si alguien se obstina en mantener un comportamiento inadecuado, un halo de misterio circunda su oronda sonrisa encarnada y comenta: “Creo que mañana tomaré el 44”.
Relato ganador del certamen "Paseos por el alambre"
(Sábados literarios de Mercedes)
1.- Dejo a mis hijas y a mi marido algo que no es tangible, que no se puede pesar; pero que si lo tienes, eres la persona más feliz de éste mundo; mi “amor” para que esté con ellos hasta el último día de sus vidas.
2.- Lego a mi familia mis obras de arte, (un poco rimbombante, quiero decir mis cuadros) que es lo más preciado para mí, espero que lo sepan valorar.
3.- Dejo a mis hijas, mis caricias; para que sientan mi tacto cuando se encuentren deprimidas y piensen que siempre estaré con ellas. Espero que les ayude a fortalecerse frente a las adversidades.
4.- Dejo a mis amigas un reloj muy especial, con el que puedan parar el tiempo en el momento que quieran, y entonces, se acuerden de todos los instantes felices que hemos pasado juntas.
5.- Regalo a mis amigas un cuadro a cada una, para que tengan un pedacito de mí en su corazón.
6.- Dejo a mis sobrinos- que aunque políticos- los quiero igual como si fueran de verdad, un cuento a cada uno, para que encuentren a su tía reflejada en cada una de las palabras del mismo.
7.- Regalo a cada miembro de mi familia, una frase dedicada, en la que les transmito mis sentimientos más especiales hacia ellos.
8.- Regalo a mis amigas una máscara sonriente, para que se la pongan cuando les invada la tristeza.
9.- Dejo a mi marido una cinta con los viajes que hemos realizado juntos, y se acuerde; -pero no con tristeza, sino con alegría- de esos días tan bonitos
10.- Dejo a mis hijas un libro con todos los consejos que les he dado a lo largo de su vida, y lo conserven, como algo que les pueda ser útil alguna vez.
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Blog de Carmen Andújar: http://carmenandujarzorrilla.blogspot.com/