El hombre se vanagloriaba de su correcto proceder. Podía asegurar que durante toda su vida había actuado en la forma adecuada. Resultó ser un buen estudiante, obedeciendo a sus mayores; se esforzó por encontrar un trabajo adecuado; llegó casto al matrimonio; convino con su esposa el número idóneo de hijos para atenderlos de la mejor forma posible. Merecía en suma los calificativos de íntegro y honorable, pero esa apariencia encerraba un secreto. Una vez al año el hombre se alejaba con algún pretexto del hogar y cometía una tropelía. Voluntaria y conscientemente contrariaba las normas establecidas. Podemos citar por ejemplo que pisoteó con saña el césped del parque; que telefoneó a un desconocido profiriendo inconveniencias; que desorientó a propósito a una persona en cuanto a la dirección por la que le interrogaba. Estimaba estas prácticas, a todas luces desconsideradas, como la válvula de escape que le permitía seguir actuando de forma correcta el resto del año. Y en el momento actual, relamiéndose de gusto por anticipado, contempla el ancho cartel con doradas letras luminosas que se exhibe frente a la ventana del hotel en el que se aloja, mientras acaricia el tirachinas que guarda en su bolsillo.
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