Berlín, 18 de abril de 2008
He prescindido del adjetivo posesivo “mi” pues nunca te sentí como una propiedad. Leí en mi pequeño y vetusto diccionario que el “mi” delante de otra palabra no expresa necesariamente posesión, sino cariño. Con todo, tengo mis razones para omitirlo. Primero, porque tú ya vuelas libre de toda ligadura terrenal hace mucho tiempo. Segundo, porque pronto abordaré mi último viaje para encontrarme contigo…
Desde que decidí unir mi vida a tu recuerdo, encadenar mi alma a tu memoria arrebatada por las garras de aquel infausto demonio, fui consciente de lo que ambas palabras entrañaban para los dos. Fuiste “amada” desde el preciso y precioso instante que mi mirada te descubrió, famélica pero radiante, detrás de aquella mísera maraña de pinchos y espinas de alambre, con mis pies en carne viva y hundidos en el fango del más cruel de los inviernos: el de 1942, en Auschwitz…Y fuiste “esposa” en mis remembranzas; desde aquel día soñé, entre el óxido del miedo y la punzante rutina que disfrazaba la atrocidad, que uniríamos nuestras existencias para siempre. Y así fue, amada esposa.
Durante aquel invierno nos vimos todas las madrugadas con la incertidumbre que exhalaban nuestros parpadeos. Asistíamos a aquella espantada de presos en el silencio de la noche moribunda, con el tierno anhelo de los amantes y los azotes del viento congelado. El deseo y la fe en nuestro encuentro quedaron firmemente cosidos con las puntadas del tormento, la frialdad de las culatas y el desprecio de miles de miradas.
Una de aquellas auroras, un poco antes de la primavera de 1943, tú ya no estabas. Mis pies quedaron hundidos, clavados en aquel légamo inmundo, y mis sienes comenzaron a palpitar como lomos de un caballo desbocado… Creí que moriría en ese momento. ¡Rogué a Dios morir allí! Cerré los puños y me dejé caer. Arranqué de un solo tirón la estrella de David de mi exiguo pijama. Jamás podré olvidar la mirada lacerante, cual punta de lanza, de ese joven oficial nazi. Lo siguiente que recuerdo es el sabor caliente y metálico de la sangre borboteando hacia mis labios.
Tras la liberación de aquel atroz infierno por los “ángeles rusos”, dos años después, me propuse recorrer la triste Polonia para encontrar una muestra de tu memoria, algo que pudiera acompañarme hasta la eternidad. Una señal de que no habías sido un sueño, amada esposa…Una prueba de que fuiste tan real como ese sentimiento que anidó en mi alma y se depositó como una semilla de esperanza. Un germen sediento de vivir una nueva oportunidad libre del espanto. Después de tres años de búsquedas infructuosas, encontré a tu primo Israel. Gracias a él, y a las pocas cosas que pudo recuperar de tu familia, todos deportados y asesinados, conseguí tu fotografía. Tenías dieciocho años y la promesa de un sueño por cumplir. Una larga y brillante cabellera del color de las ramas en marzo y unos ojos que contenían tantos destellos e ilusiones como una lluvia de estrellas fugaces. Cuando vi tu foto, recordé todas las veces que nuestras miradas se encontraron en medio de aquel horror, y me pareció, ¡ay, amada esposa!,… creo que ya me mirabas desde el pasado de aquella foto. Quizás, cuando te la hicieron, tu mirada ya contuvo ese instante de anhelo que yo disfrutaría tantos años, como con el único momento que tuvimos a solas. Esa imagen y el sabor de aquellos besos robados a la intemperie, se convertirían en un inseparable talismán para mí. Aquella cita que arreglé con un capo a cambio del reloj de oro de mi padre, lo único que conservaba de él. ¡Hubiera dado mi vida, amada esposa, por volver a saborear tus labios, por esos abrazos que nutrían hasta lo más descarnado de mi ser!
Cuando por fin tu primo Israel me entregó aquel cartoncito que te inmortalizaba, compré dos anillos, un bonito talit y busqué un rabino —el de la familia murió en Buchenwald—. Rememorando nuestro venerable Talmud: “aquel que pasa sus días sin una esposa no tiene felicidad, ni bendición, ni bien", prometí amarte hasta el final de mis días delante de Dios y de unos pocos amigos. Se pronunciaron las siete bendiciones mientras estrechaba tu imagen eterna contra mi pecho, como las arterias se ensamblan al corazón, siempre auspiciado por aquella magnífica jupá repleta de guirnaldas rojas, lilas y blancas. No nos hizo falta el Ketubá, pero rompí mi copa de vino sin dejar de mirar tus ojos infinitos, amada esposa Sarah.
No me queda mucho tiempo aquí, pronto me reuniré de nuevo contigo; por eso he querido dejar un testimonio de los sentimientos que nos unieron para siempre aquella glacial madrugada. La muerte no podrá abatir este inconmensurable amor que aún me hace palpitar.
Tuyo hasta el fin de los tiempos:
Fredenand Bernstein.(*)Fredenand Bernstein murió el mismo día, sesenta y cuatro años después, que salió de Auschwitz. El 27 de enero de 2009, a la edad de noventa y dos años.
Blog de Mar: