lunes, 30 de junio de 2008

La habitación de pensar


Felisa Moreno Ortega
(Finalista Certamen Canal-Literatura 2008)


Ella subió en la parada de siempre, con los mismos ojos cansados de mirada angustiada. Como siempre la examiné con atención, repasé con cuidado sus ropas, su peinado. Reparé en esa belleza que ocultaba tras un aspecto descuidado y anodino. Como cada día hice conjeturas sobre su vida, si estaría casada o era madre soltera. En aquel mes que llevábamos coincidiendo en el tren había imaginado más de veinte historias diferentes para ella, pero sus ojos marrones parecían desmentirlas todas, algo insondable en ellos la alejaban de la vulgaridad.
Hoy hemos cruzado las miradas, diría que por primera vez; ella siempre anda enfrascada en un libro, parece leer con ansia, como si se le acabara el tiempo, no levanta la vista en todo el trayecto y pasa las hojas con avidez. Pero hoy la he notado rara, en seguida se ha cansado del libro, lo ha cerrado dejándolo reposar sobre sus piernas; nos ha mirado a todos, al resto del pasaje, como si fuéramos extraños, con la curiosidad inquieta de un extranjero en un país desconocido. Como si nos viera por primera vez, como si hasta ese momento no hubiéramos estado allí, como si no hubiésemos existido nunca.
En ese instante nuestros ojos se encontraron, se detuvieron a contemplarse, sólo fueron segundos, los suficientes para comprender que me había descubierto, que reconoció en mi mirada el interés que durante días había sentido por ella. Juraría que la vi sonreír cuando apartó la vista, para fijarla momentos después en un punto indefinido del vagón.
Perdone, ésta es su parada, me oí decirle desde mi asiento, casi gritando. Ella me miró sorprendida. ¿Cómo dice?, me preguntó. Yo, aún perplejo por el sonido perfecto de su voz, le aclaré: Siempre se baja aquí, todos los días. Y ella respondió: Hoy voy a otro sitio, gracias; dejándome sumido en la más profunda consternación.
Hundí la nariz en el periódico tratando de pasar desapercibido, aunque nadie se había interesado demasiado por nuestro cruce de palabras. Esperé ansioso que llegara mi parada, avergonzado de mi actitud. La imaginación empezaba a jugarme malas pasadas, había fantaseado tanto con aquella chica que ya formaba parte de mi vida; sin embargo ella ni siquiera había reparado en mí hasta ese momento. ¿Qué estaría pensando ahora?, no me atrevía a mirarla. Por fin el tren se detuvo, agarré mi maletín y salí a la estación sin desviar la vista hacia ella en ningún momento. Mientras alcanzaba la salida al exterior reflexionaba sobre mi vida, ser cajero en un banco no es precisamente una profesión interesante, quizás eso me llevaba a construir un mundo irreal compuesto por personajes robados a la realidad cotidiana.
No noté que me seguía hasta que tocó mi hombro, di un respingo y la miré con los ojos muy abiertos por la sorpresa. Gracias, me dijo, normalmente nadie se preocupa por mí.Seguíamos caminando, ahora uno al lado del otro; yo buscando una explicación lógica para mi actitud anterior. Soy muy observador, dije al fin, me gusta fijarme en la gente y ver en qué parada se baja cada uno.
Ella no contestó, continuó andando con una sonrisa en los labios, sin decir nada. Me acompañó hasta la puerta del banco, allí se despidió con un beso en la mejilla. Hasta mañana, dijo.
Pasé todo el día inquieto, me gané varias reprimendas del director, mi imaginación funcionaba al máximo tratando de buscar respuestas lógicas a lo que había sucedido con aquella chica. Gracias a mis despistes se produjo un descuadre en caja que me obligó a quedarme por la tarde, me olvidé de almorzar, cuando llegué a casa aún estaba bajo el efecto hipnótico de aquella mujer.
Subió en la parada de siempre, se sentó en el sitio acostumbrado y abrió un libro. Yo buscaba sus ojos, sin atreverme a decirle nada. Ella parecía haber olvidado el incidente del día anterior y seguía enfrascada en su novela. Al llegar a su parada habitual se bajó sin decirme adiós, sin mirarme.
Una desazón interior me invadió, llenando cada poro de mi cuerpo. Esa noche había soñado con ella; en mi sueño volvía a acompañarme, se cogía a mi brazo y me besaba en los labios al despedirnos. Sus ojos ya no zozobraban de tristeza, miraban claros y esperanzados a los míos. Aquella mañana me afeité con esmero, elegí la ropa que a ella le gustaría, más desenfadada y casual que días anteriores, me contemplé en el espejo y observé mi rostro detenidamente, cada vez me parecía más a mi padre, las arrugas me iban disfrazando de él. Pronto cumpliría cuarenta y cinco años y nadie me compraría una tarta, ni un regalo. Comprendí entonces que me agarraba a aquella chica como a una tabla de salvación, como la última oportunidad, qué tontería.
Me arrastré hasta el banco, mi aspecto provocaría algunas sonrisas, jamás me presentaba con camiseta y vaqueros, siempre tan formal con la corbata y la chaqueta. Nunca pude pasar de cajero, soñar despierto es incompatible con progresar.
Me puede cambiar este billete, dijo aquella voz inconfundible. Levanté la vista y allí estaba, con la sonrisa de ayer. Perdona que no te saludara en el tren, mi marido me espía, creo me ha puesto un detective. Ella hablaba, pero yo no comprendía sus palabras, sólo me importaba el hecho de que había vuelto, me podría estar diciendo que llegaba el fin del mundo y yo me quedaría embelesado, escuchando sus palabras, sin poder moverme ni hacer nada. Le di el dinero, sus dedos me rozaron al cogerlo, lo metió en la cartera y se marchó, no sin antes decirme hasta mañana.De vuelta a casa reflexiono sobre sus palabras, está casada y su marido la vigila, son cosas que no se dicen al primer extraño que te encuentras, son cosas que permanecen en la intimidad.
De nuevo el tren, de nuevo ella subiendo, de nuevo su indiferencia. Pero hoy es distinto; yo sé que tiene un motivo para no hablarme y la miró feliz, disfrutando de su belleza, de su nariz altiva, de sus labios gordezuelos que hablan de ansias, de deseo. Fantaseo con su cuerpo, juego a desvestirla, desabrocho los botones de su blusa y me extasío en la contemplación de su piel blanca, desnuda, cálida. La veo bajarse del vagón y no me preocupo, sé que volveremos a encontrarnos.
La mañana pasa, me desespero, la gente que se acerca a la ventanilla no tiene interés para mí, no disfruto con el juego de imaginar sus vidas como otros días. Decido quedarme a comer en el restaurante de la esquina, tienen un menú por diez euros que no está nada mal, a veces como allí, en una mesita situada junto a la ventana; es la mesa de los solitarios, pequeña y arrinconada, nunca la había compartido con nadie, hasta ese día. Porque cuando llego, allí está ella con la angustia desbordándole los ojos. ¿Podemos comer juntos?Hablaba con ligereza de su vida, como si no fuera de ella, comía sin apetito masticando muy bien los alimentos mientras me miraba con interés, analizando todas mis reacciones.
Confío en ti y quiero contarte una cosa, me pareces una buena persona; sí, seguro que lo eres… Sé que me observas en el tren, y tengo que disimular porque mi marido me vigila, me espía, no puedo mirar a ningún hombre. Pero necesito hablar, desahogarme, no puedo retener dentro tanto miedo, tanta incomprensión. Está enfermo, cualquier día acabará matándome en un infundado ataque de celos…Dejó de hablar para mirar compulsivamente alrededor, repasando la cara de los comensales y de los camareros; al fin se calmó.
… Cuando se le antoja me encierra una temporada en casa, en la habitación de pensar, así la llama él. Sólo hay un camastro en el suelo y un vaso con agua, la ventana está cerrada a cal y canto y él decide cuándo es de día y cuándo es de noche para mí. El vaso es de plástico para que no se me ocurra hacer alguna locura. En una esquina ha instalado un pequeño retrete portátil, parecido al que usan los niños cuando están aprendiendo a orinar sin pañales. La última vez estuve casi un mes, claro que el tiempo real no lo supe hasta que salí. Me encerró porque me entretuve hablando con el chico que nos traía la compra, creo que me preguntó por una dirección y no acababa de entender mis explicaciones, era extranjero. Cuando cerré la puerta me golpeó y me llevó hasta la habitación de pensar, sin decir ni una palabra…. Estaba muy seria, pero no lloraba; la mirada fija en la servilleta que estrujaba entre sus manos. Yo permanecí en silencio, no sabía qué decir, así que esperé a que continuara su historia.
…Hace un mes mi madre enfermó, le supliqué que me dejara ir a verla, a hacerle compañía en su casa. Gracias a mi madre logré salir de casa, coger el metro cada mañana y alejarme de mi cárcel. Pronto descubrí que me había puesto un detective. Se lo recriminé, le dije que se gastaba nuestro dinero en tonterías, que dejara de desconfiar en mí. Lo negó todo, pero sé que mentía, ni siquiera trató de pegarme… Otra pausa, yo seguía buscando alguna palabra de consuelo, pero ninguna me parecía lo suficientemente buena. …ahora tengo un problema, mi madre ha muerto esta mañana, nadie lo sabe aún. Si se lo digo a él preparará el entierro y ya no tendré excusa para salir de mi casa; y me moriré, sé que no podré aguantar un invierno más allí, sola… Ahora le acaricio una mano, la noto fría; en una ocasión la había imaginado así, una mujer maltratada, que buscaba ansiosa un apoyo donde aferrarse para salir de la situación en la que se encontraba. Podemos ir a la policía y denunciarle, me escuché decir sin demasiada convicción. No tengo pruebas y él es un hombre de prestigio, con buenos abogados, ¿me ayudarás?Cuando dije que sí todavía no sabía muy bien lo que ella esperaba de mí, ni siquiera conocía su nombre, no nos habíamos presentado formalmente, pero la acompañé a la tienda de electrodomésticos y después a casa de su madre.
La mujer aparentaba estar dormida, arropada bajo las mantas, cuando me acerqué, la palidez de su rostro disipó cualquier duda sobre su muerte. Se parecía levemente a Elena, así se llamaba ella, como una máscara ajada por los años. Pasamos la tarde velándola, no es que Elena no estuviera triste pero tampoco la vi acongojada, me explicó que su madre sufría grandes dolores y que la muerte había sido un alivio para ella. Nunca supo por el infierno que estoy pasando, sé fue feliz de tenerme a su lado.
El timbre sonó a las seis, dos fornidos operarios soltaron la caja que porteaban y nos preguntaron dónde queríamos instalarlo. En la cocina no cabía, así que Elena dijo que allí mismo, en el salón. Se miraron extrañados, pero procedieron al desembalaje y nos explicaron las instrucciones. Cuando se marcharon, Elena abrió la puerta del congelador vertical y sacó uno por uno los cajones, comprobó el espacio que quedaba dentro introduciéndose en el hueco y asintió con satisfacción. Entre los dos cogimos el cuerpo rígido de la difunta y lo metimos dentro del congelador; nos costó trabajo, acabamos sudando, Elena lloraba y le pedía perdón a su madre. Sólo serán unos meses, mamá, le susurraba al cadáver.
Ahora nos seguimos encontrando en el tren, cada mañana espero ansioso a que entre por la puerta y ocupe su sitio; me contengo al mirarla, ella ni se fija en mí. Cada noche sueño que su marido descubre la mentira y la encierra en la habitación de pensar; pero cuando aparece, el miedo se disipa y aguardo ilusionado nuestro encuentro de las tardes. Allí, en el salón, protegidos por un congelador, nos amamos en silencio, disfrutando del tiempo que nos quede.

A jugar


Lazos y raíces


Dorotea Fulde Benke
(Finalista Certamen Hispano-Alemán 2008)


Después de tanto tiempo en España —treinta y cinco años de mi vida están entroncados aquí por lazos indisolubles— y sin haber perdido la conexión umbilical con Alemania, me gustaría dar la callada por respuesta cuando me preguntan de dónde soy, porque ya no estoy segura. Si insisten, digo que he nacido en Múnich. La siguiente interrogativa, inocente en su simpleza, suele ser: Y ¿qué? ¿Te gusta esto?
La respuesta mejor aceptada es la más fácil: ¿A quién no le gusta este país? La bondad del clima (de Andalucía donde vivo), la simpatía de sus gentes, la hospitalidad hacia el forastero, bueno, la forastera en mi caso (sobre todo si viene del Norte).
Si el interlocutor promete, a lo mejor me desahogo contándole los pormenores de mi experiencia personal, y de paso le explico que siempre había imaginado mi vida como puente entre dos familias, lenguas, países y culturas. Un largo puente apuntalado por innumerables arcos con el peso repartido entre una y otra orilla: una infancia forjada con recuerdos del cariño incondicional que hubo en mi casa; el enamoramiento que me trajo al Sur y que todavía me está durando; una formación sólida basada en el dominio de mi lengua materna, el alemán, y el idioma de mi vida, el español; mi hijo, nacido y arraigado aquí, que mira con desenvoltura hacia la ribera alemana; parientes y amigos a un lado y otro de mi existencia; diversos componentes más, siempre bilaterales: costumbres, actitudes, mentalidades…; todo ello forma una carga preciosa y un pesado lastre, según como se mire.
Sin embargo, hace unas semanas, encontré en Córdoba otra visualización mucho más concreta que la del puente. Ante el gran mosaico geométrico del Salón del Trono del Alcázar, me quedé rezagada, absorta al interpretar la bellísima imagen vertical como reflejo del rompecabezas de mi vida. Gracias a un artista supremo, cada pieza, cada fragmento, cada pedacito por sí solo insignificante, cumple su parte y cometido en la composición total. Afortunada de mí que, equidistante pero siempre cerca de esos dos países entrañables, sé que en mi caso hay una reserva inagotable de argamasa para sujetar, unir y conectar mis vivencias: el apego a mi tierra, la de allá, y el cariño a mi tierra, la de aquí.

La alemana


Mercedes Martín Alfaya
(Finalista Certamen Hispano-Alemán 2008)

Mamá anunció que la niña llegaría el martes. ¿Habla español? Preguntó mi hermana. Pues, claro; su padre es el tío Miguel, contestó mi madre. ¡Ah! El tío Miguel, el de Alemania, recordó mi hermana. Y todos reímos ante la ocurrencia de Carmichi, que protestó enfadada: pues que no se le ocurra tocar mis muñecas.
Mamá y papá fueron a recibir a los tíos, les acompañaron al hotel y nos quedamos con la niña para irla acostumbrando. Una semana después, sus padres volvieron a Dusseldorf. Está muy escuchimizada, dije yo, y mamá me aclaró que era el clima y que por eso la trajeron a España.
Al principio la niña no hablaba; pero enseguida se adaptó. Recuerdo que mamá la llamaba desde la ventana y ella contestaba con su coleta tiesa: estoy aquí, jugando con la Amparito. Y le pedía un pfennig para chuche (que mi madre no sabía lo que era, pero le tiraba un duro y ella tan contenta). La niña fue tomando color y lustre y su madre nos enviaba cartas diciendo que, por favor, no dejásemos que nos llamara hermanas, ni papá y mamá a mi padre y a mi madre. El caso es que le tomamos tanto cariño que ninguno la corregíamos por ello. Y ocurrió que un día, a eso de las seis de la mañana, sentimos unos golpes en la puerta y voces en la escalera. Yo me tapé la cabeza con la sábana sin saber qué ocurría. Y ocurría que a una vecina se le había metido fuego y el humo salía por todas partes. Mi madre nos levantó a todos y tomó a la niña en brazos mientras mi padre nos empujaba hacia la escalera. El incendio se controló pronto y fue más el susto que los daños. De todas formas, mamá ni siquiera lo comentó con “los alemanes”, como llamábamos a los tíos; temía que el incidente asustase a los padres y se la llevaran. A los pocos meses, ellos volvieron a España para ver a su hija y mi madre aleccionó a la pitusa para que no dijera nada del incendio. Los padres llegaron hablando a la niña en alemán, por aquello de que retomara sus hábitos, y la niña miró a mi madre con ojillos traviesos diciendo: ¿ves, mamá? No les cuento que se quemó la casa porque ellos ya no me entienden.

El niño que no pesaba




Dorotea Fulde Benke

(Ganador Certamen Canal-Literatura 2008)






Mi padre se llevó el minúsculo cuerpo de mi hermano en una bolsa al bosque para enterrarlo. Bajando las escaleras flexionó y tensó varias veces el brazo con el que portaba la bolsa, pero por más que lo intentara no consiguió sentir el peso de lo que había dentro; era como llevar un poco de aire.
Se fue hasta la esquina donde estaba la parada, y no tardó en venir el tranvía que le acercaría al bosque de las afueras. Tan temprano, los pocos viajeros iban con gesto cansino al trabajo, dormitaban o leían el periódico. Para mi padre, sin embargo, todas las miradas se centraban antes o después en la bolsa que él llevaba del asa. Hubiera preferido cogerla en brazos para acunar a ese pequeño hijo suyo por primera y última vez, pero temía no poder contener las lágrimas. De modo que asía la bolsa torpemente, procurando que los acelerones y frenadas del tranvía no la hicieran chocar contra el borde de los asientos. Impaciente, contó las paradas hasta la más cercana del bosque, y cuando llegó, tuvo que vencer un fuerte impulso de quedarse en la plataforma posterior del vagón para continuar sin rumbo y sin separarse de lo que llevaba.
Con movimientos lentos bajó del tranvía y enfiló el camino hacia el bosque municipal. No veía a nadie en los alrededores y a medida que avanzaba entre los árboles, portando una bolsa con un hijo que no pesaba, notó que su cara se humedecía. Sin orden ni concierto le venían a la memoria los sucesos de la noche: pensó en el médico, que había asistido a mi madre en el aborto y cuando salió del dormitorio le entregó el bultito inmóvil de la criatura que había nacido tan pronto que no pudo vivir; en la comadrona, que le mandó a que fuera a llamar por teléfono a un médico porque algo iba mal; en el piso, que parecía demasiado pequeño para los jadeos y gritos contenidos de mi madre; en mi cara dormida cuando llevó a su pequeña hija grande de cuatro años a casa de la vecina; en la voz del médico, que le recomendó enterrar al niño en el bosque, sin más, porque si daba parte, las autoridades iban a interrogar a mi madre y a la comadrona por sospechar que el aborto fuera provocado. Sin darse cuenta mi padre había cogido la bolsa en brazos y apretaba el cuerpecillo sin peso contra su pecho. Aquí a la sombra de los árboles, donde nadie lo veía, podía mecerlo como había soñado durante los meses pasados, acariciando la barriga de mi madre e imaginándose con ella a un varoncito rubio de ojos azules como los suyos o a otra niña pelirroja como yo cuya primera infancia él se perdió porque estaba recluido como prisionero de guerra. Al pensar en las ilusiones truncadas de su mujer, siempre tan valiente y enérgica a pesar de todo lo que la había tocado vivir, le faltó el aire y tuvo que pararse. Acostumbrado por el asma a toses y ahogos, respiró profundamente y miró alrededor. Se había adentrado un buen trecho en el bosque. El camino apenas era un sendero agobiado por abetos, hayas y encinas que crecían muy juntos y no dejaban pasar la luz matutina. Dio unos pasos más entre los árboles y se detuvo. No tenía por qué continuar adelante. Con sumo cuidado depositó la bolsa entre las raíces de un abeto y sacó del abrigo una pequeña pala de hierro. Se agachó y empezó a cavar. El suelo blando y húmedo soltaba terrones que olían a hojas descompuestas y hongos. Aunque esa fragancia le reconfortara, le inquietaba la negrura del hoyo que se iba abriendo bajo sus manos. Siguió cavando sin dejar de pensar en la oscuridad que esperaba a su hijo, que dentro de poco debería haber abierto los ojos para disfrutar de la luz durante toda una vida. Oyó un sollozo y se sobresaltó pensando que alguien le había seguido. Pero era él mismo quien lloraba entre los susurros de hojas caídas, mientras el viento movía algunas ramas y las astillas secas se rompían bajo sus zapatos. Finalmente se irguió, abrió la bolsa y sacó a mi hermano envuelto en su toalla blanca, extraída de prisa de la canastilla hacía apenas un par de horas, y que sería para siempre su único atuendo. Le dio un beso en la cabecita, que asomaba entre los pliegues de la tela; luego volvió a taparlo bien y lo acostó en su cuna de bosque. De rodillas empezó a colocar ramitas y musgo alrededor, mientras pasaban por su mente rezos mil veces repetidos en sus años con los jesuitas. Ninguno le pareció apropiado, y sólo cuando el bultito apenas era visible ya entre terrones de tierra y hojas y agujas secas, consiguió pronunciar con voz quebrada una oración. Eligió dos ramas más grandes con las que formó una cruz que volvió a cubrir con el suelo esponjoso y maleable. Después alisó la pequeña tumba, aplastándola con fuerza para evitar que se descubriera por accidente o que alguna alimaña desenterrase al niño. Sabía que no convenía formar un montículo, pero sus manos se llenaron una y otra vez de tierra suave y húmeda, lo único que estaba a su alcance dar al pequeño.
De pronto escuchó una voz. Se levantó y sacudió su pantalón. Entre los árboles vio un hombre en una bicicleta que, seguido por un perro, se acercaba por el sendero. Aunque mi padre hubiera querido quedarse algo más, se fue instintivamente hacia un lado para que no se viera de dónde venía, aceleró el paso, saludó al ciclista y le siguió de lejos hasta la pequeña plazoleta de la parada de tranvía. En el trayecto a casa respiraba con dificultad y la bolsa que ahora contenía la palita le abrumaba porque pesaba más que antes.



Más información del premio:







domingo, 15 de junio de 2008

Cursi

Yolanda Sáenz de Tejada
(2º Premio Certamen "Palabras de Mujer" Radio Almenara 2008)
Escucha el relato en voz de la autora:
Y puedes ver el video de la entrega 2008:
Un día descubrí Radio Almenara. Era la tarde de otoño que regresé a ese pueblo que, entre su frío, me parió. Era un día imprescindible en mis ojos y quiero contarlo, aunque esta historia tiene que ser cursi,
por narices…

Será cursi porque dentro hay encerrada melancolía, recuerdos rosas y envidia de telenovela. Un montón de amigas que se vuelven a ver después de veinte años. Corazones abiertos sangrando verdades y (después de muchas copas) mentiras…

Hace sol en la plaza; demasiado calor para este pueblo de sierra. Demasiada gente para tanta nostalgia. A la una y media de la tarde vamos llegando todas.

Nos examinamos excitadas por el encuentro. Lobas curiosas que, mientras beben cerveza, buscan reliquias de adolescencia. (Sobre todo en las arrugas y en el culo).

En la izquierda de mi recuerdo, dos de ellas lloran abrazadas. Innecesario tiempo de olvido que se ha ido muriendo entre sus venas. (La rubia soy yo).

Todos en la plaza nos miran. Trece mujeres rebuscándose en las niñas calientes y frías
de hace veinte años.

En la comida cantamos las canciones de antaño (sigo con la cursilería). No recordaba
el chiste del plátano…

Y luego las copas, que mezclan el alcohol con nuestra saliva, que asfixian de risa nuestras promesas. (A la más alta nunca le caí bien)…

Antes de irme, y ya gastadas las lágrimas, volví a abrazar a mi favorita; sabiendo que haría este relato tan cursi y tan necesario y, que al terminarlo,
tenía que estar vivo,
por mis muertos.