EL MAGO
(Mar Solana)
Samuel se sentía más decaído que otras veces. Extraía de su sombrero “mágico” de doble fondo una hilera de rutilantes pañuelos anudados de todos los colores. Un niño de apenas cuatro años aplaudía, entusiasmado, desde su cochecito mientras su madre dedicaba a Samuel un mohín indolente que provocaba en nuestro mago callejero aún más desgana, si cabe. Algunas personas que pasaban por la plaza se acercaban, curiosas, hasta el lugar donde Samuel estaba prodigando su repertorio de trucos, pero rápidamente abandonaban el pequeño círculo que se había congregado en la Plaza de la Bohemia aquella nublada mañana de primeros de noviembre. Una mañana gris que amenazaba con vaciar los hinchados vientres de aquellas preñadas nubes otoñales. Varios grupitos de palomas picoteaban las miguitas esparcidas por algunos viandantes. Caminaban a saltitos con sus abultadas pecheras blancas, bajando repetidas veces el pico hasta el suelo en su afán por llevarse algo de aquel apetecible botín. Cuando volvían a levantar de nuevo sus picos del suelo, sus ojos redondos y negros como bolitas de pimienta escrutaban, nerviosos, al parvo grupo de espectadores de Samuel.
Como una muestra de agradecimiento hacia su escaso público, el mago inclinó su cuerpo haciendo una silenciosa reverencia y comenzó a pasar su sombrero de doble fondo en busca de algunas monedas. Pero la pequeña concurrencia rápidamente se disgregó, sin aplaudir siquiera, como si estuvieran programados para, de repente, hacer algo distinto. Tan sólo un anciano de andares torpes y mirada generosa se acercó a Samuel y depositó en su sombrero algo de colores que no parecían monedas. Unos cansados ojos, de color verde como una ría marina y festoneados por un montón de arruguitas, clavaron su brillo líquido y cálido en los del mago, tristes y distantes. Samuel miró dentro del sombrero y con apática sorpresa descubrió una cápsula blanca muy pequeñita y una especie de cristal ovalado verde esmeralda, mucho más grande y envuelto en celofán, en el fondo de su sombrero. Con una medio sonrisa y algo confuso, se dirigió al anciano que seguía mirándole con calidez y simpatía: Pero… ¿qué diantres es esto, abuelo? Yo…
─Samuel, tienes que tomar una decisión, para poder “ver”. Te dedicas a la magia y sin embargo… ─el anciano de ojos verdes como un ría hizo una pausa para carraspear y tomar aliento, no era fácil lo que tenía que comunicar al mago…─ eres mucho más escéptico que tu público, cada vez más reducido, por cierto…
─ Pero… ¿quién es usted y cómo sabe mi nombre y… lo demás? ¿De qué decisión me habla, eh…? ─le dijo Samuel ya con un asombro menos impasible, pero lejos aún de la vehemencia.
─Quien sea yo y cómo sé tu nombre ahora importa poco para lo que nos ocupa. La decisión a la que me refiero está entre la pastillita blanca y el caramelo verde. Ese es el regalo que hoy te hago por tu jornada de trabajo, por habernos deleitado con todos tus trucos y tu magia, Samuel. Mereces saber…
─ Pero… ¡si yo no le he visto entre el público!, ¿de dónde sale usted? ─le interrumpió el mago, que cada vez se encontraba más impaciente y confundido…
─Te decía que mereces saber, más bien percibir con todos tus sentidos, cómo es el mundo de verdad ─continuó su discurso el anciano de ojos verdes, como si nada pudiera alterarlo─. Hace mucho, mucho tiempo, yo también tuve la misma preciosa oportunidad que te estoy ofreciendo ahora, ver el mundo a lomos de mi caballo de Vida, un hermoso corcel blanco, desde dentro del Carrusel o fuera de él. Así que, Samuel, tú decides: si te tomas la pastillita blanca, seguirás viendo el mundo casi como lo ves ahora, desde dentro del Carrusel, a lomos de tu caballo de Vida y sin parar de girar;… aunque puede que el solo hecho de que tú te pares a observarlo ya sea suficiente para darte cuenta de algunas cosas que necesitan un cambio de perspectiva muy urgente en tu vida. El blanco es el color de la asepsia, de la paz y de la pureza… Si optas por el caramelo verde, que bajo ningún concepto debes tragarte ya que correrías el riesgo de quedarte atrapado en tal visión, verás el mundo igualmente a lomos de tu caballo de Vida, pero fuera del Carrusel. En esta alternativa quizás no percibas que nada en tu vida deba ser cambiado, probablemente porque esta sea la otra perspectiva que necesitas para completar tu visión del mundo. El verde es el color de la esperanza, de la vida y del equilibrio… En fin, querido Samuel, que no quiero liarte más, ahora debes pasar a la acción. Recuerda: la pastillita blanca se traga, no debes dejarla en tu boca más de lo necesario. El caramelo verde se chupa, debes poner atención y cuidado de no morderlo o tragarlo. Y lo más importante; no temas equivocarte, preciado mago, porque tomes la decisión que tomes, seguro que es la que más necesitas para poder “ver” lo que debes saber en este momento de tu vida.
Cuando Samuel levantó la vista del fondo de su sombrero ocurrió algo increíble que casi le hizo pensar que se estaba volviendo loco: ¡el abuelo de los ojos verdes como una ría marina había desaparecido! El mago dirigió miradas nerviosas e inquietas en todas direcciones, pero no vio ni rastro de aquel extraño anciano. Caminó, sin dejar de mirar hacia todos los lados, hasta un banco y se sentó. Dejó en un rincón su maletín cargado de sueños e ilusiones y cogió su sombrero de doble fondo y, de repente, Samuel estalló en sonoras y estruendosas carcajadas que hicieron volver la cabeza a más de un viandante que paseaba por la plaza aquella mañana de primeros de noviembre. “Esto tiene mucha gracia ─dijo para sí mismo─, toda mi vida sin creer en la magia, actuando por actuar, para dar de comer a los míos, pero sin creer en lo que hago… y ahora un abuelo de lo más extraño me paga con caramelos y desaparece delante de mí,… jajaja… ¡Buen truco, seas quién seas, sí señor, ese sí que quiero aprenderlo yo!"
Observó con detenimiento sus pequeños y extraños tesoros. Y se dio cuenta de que apenas recordaba el discurso de aquel anciano sobre las pastillitas. Sin embargo, sí había memorizado que no debía tener miedo a equivocarse, tomara la decisión que tomara, sería la correcta. Samuel pensó en la cantidad de veces que se había paralizado a la hora de tomar una decisión por temor a errar. ¡Por fin podía basar su elección en otros aspectos que no fueran el miedo, hiciera lo que hiciera, estaría bien porque lo había elegido él y nadie más! Se sintió increíblemente liberado, por primera vez en su vida le invadió una inmensa sensación de paz y alegría; ¡y sin haber decidido todavía lo que iba a hacer con esas extrañas pastillitas, era fantástico! Rió de nuevo, pero esta vez con regocijo y sin estruendo. Como apenas se acordaba de nada de lo que le había contado aquel anciano sobre cada pastilla, Samuel decidió que basaría su elección en el color. En este caso se tomaría el caramelo porque el verde era su color preferido desde que era un niño y tuvo sus primeras experiencias con los colores. Le transmitía mucha calma. Fue quitando al caramelo su envoltura de celofán con extremo cuidado y poniendo sus cinco sentidos en cada vuelta del papel. A Samuel le pareció que el caramelo verde resplandecía como jamás había visto brillar nada, sintió la extrema tersura del papel en cada uno de sus dedos, escuchó con una nitidez pasmosa el cris-cras del celofán al desplegarse y le pareció que el ambiente se llenaba de miles de partículas de una fragante y fresca lima recién cortada. Se metió el atractivo caramelo en la boca y rápidamente le invadió una exquisita explosión a menta y hierbabuena. Era un sabor tan delicioso que a Samuel le entraron unas enormes ganas de morder el caramelo y comérselo, incluso de tragárselo sin masticar siquiera. Sin embargo, recordó de pronto que aquel anciano le había dicho que no debía hacerlo, que sólo tenía que chuparlo y deshacerlo en su boca. Se acomodó en su asiento del banco y paladeó aquel apetitoso dulce con delectación, casi recreándose en cada vuelta que daba alrededor de su lengua. De repente, Samuel, miró a su alrededor y vio que todo se había parado. Las personas que por allí pasaban, el puesto de gofres y palomitas, incluso las gotas de la lluvia que hacía un rato habían comenzado a caer con brío, pendían suspendidas del aire reflejando en sus minúsculas esferas una maravillosa e increíble luz que Samuel jamás había visto antes. Algunas hojas se veían también como colgadas desde el cielo por un hilo invisible, formando maravillosos remolinos y espléndidas flores y espirales. ¡Era todo tan hermoso! Samuel quiso levantarse del banco y se quedó paralizado en el sitio al comprobar que el banco se había convertido en un bellísimo alazán que había comenzado a llevarle al paso por aquella plaza paralizada, suspendida en el tiempo. Samuel estaba tan emocionado que comenzó a llorar, y con cada una de sus lágrimas, que quedaban pendidas como por un soporte incorpóreo, supo, y sintió profundamente en su alma, lo que significaba la fuerza de un instante o vivir el momento, el ahora o el presente… ¡Todo lo que se había perdido sintiéndose tan vulnerable! Lo que había dejado en el camino por miedo y sobre todo ese vértigo que cada mañana, al despertarse, sentía, como si su vida girase sin poder él intervenir, girase, girase, sin parar, como en un Carrusel, sin piedad y sin detenerse a descansar por el camino…… ¡Samuel estaba cansado de galopar sin control!… ¡Claro! ─se dijo Samuel─, y de repente lo comprendió todo a modo de serendipia, como a través de un rápido destello o de un fogonazo imperceptible. Eran maneras suyas de entender el mundo, trampas que con el paso de los años había ido creando su mente cual ávida araña, engaños del ego que tenía miedo a desaparecer para siempre. Sintió con una claridad meridiana que lo verdaderamente real era lo que ahora vivía, la increíble fuerza de aquel instante y la certeza de saberse eterno. Samuel lloró como jamás lo había hecho en su vida, con una energía inusitada.
Poco a poco, las gotas de lluvia fueron recuperando su gravedad habitual y en la plaza se restableció la normalidad. Los gofres volvieron a humear esparciendo su dulzón aroma por todos los recovecos de aquella enorme plaza y las personas iban y venían con sus ya acostumbrados ritmos frenéticos. Samuel se hallaba otra vez sentado en el banco, enjugándose de su rostro la mezcla de sus lágrimas y de algunas gotas de lluvia. Dirigió su mirada hacia el horizonte, un enorme arcoíris resplandecía en el oeste de la ciudad. Antes vio más, pero éste era único y uno de los más hermosos que Samuel había contemplado en toda su vida.
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