domingo, 30 de marzo de 2008

Memorias de ayer

Maribel Pont Pont
(Finalista Certamen Club Abuelos 2008)

Me asomé a la ventana y el cielo empezaba a cubrirse de nubes. Era lunes, mi día libre, y la tarde se presentaba larga y aburrida. No me molesté en encender el televisor; es más, no me apetecía nada en especial. Divagué por casa en busca de algo para entretenerme, subí las escaleras y rebusqué en el desván con la intención de encontrar un viejo libro que hacía tiempo dejé a medias. Al abrir un antiguo baúl, se levantó una pequeña nube de polvo y apareció una cajita metálica de color blanco. Aunque algo oxidada, se podían apreciar las siluetas de unos payasos dibujadas en ella. Me invadió la melancolía al descubrir en su interior miles de recuerdos. Amontonadas, una pila de fotografías antiguas. Cogí algunas y una de ella atrajo especialmente la atención, era una fotografía en blanco en negro de una figura que apenas se podía distinguir, pero yo sabía perfectamente de quién se trataba. El recuerdo me transportó inmediatamente veinte años atrás en el tiempo, aunque permanecía sentada en el suelo con los ojos cerrados y la foto atrapada entre mis manos. Recordé claramente la imagen de mi abuelo sentado en el patio, su rostro seco y grisáceo con el pelo peinado hacía atrás, acompañado de una mirada triste; tenía un ojo de cristal y yo me preguntaba si también podía ver con él... Cuando estaba aburrida me invitaba a sentarme en su regazo y me contaba mil historias que yo atendía con interés. Él se emocionaba al recordarlas de nuevo. Antes de empezar, sacaba una cajetilla de tabaco y con un gesto de silencio me indicaba que no se lo dijera a la abuela. Comenzaba la sesión y yo escuchaba sin decir palabra y sin apenas pestañear. Me contaba que, muchos años atrás, él trabajaba de albañil para sacar adelante a sus seis hijos y a la abuela, un día un hombre llegó al pueblo en busca de gente que quisiera trabajar en el circo, que actuaría para los extranjeros. Muchos se presentaron como candidatos, pero nadie daba la talla; entonces él, a quien siempre le había encantado la idea, se presentó a hurtadillas de la abuela ¾decía que esas no eran maneras de ganarse el pan¾, y para su sorpresa les encantó su actuación con un conjunto de bolas de madera fabricadas por él mismo, con la novedad de caminar al mismo tiempo por la cuerda floja. Realmente esa era su pasión, un sueño hecho realidad tocado con sus propias manos. A la abuela no le hizo la más mínima gracia, pero en un principio aceptó con tal de aumentar los ingresos en casa. El abuelo se sentía feliz actuando para los espectadores, que aplaudían con fuerza sus números y así inflaban su ego y orgullo. Cuando terminaba, al llegar a casa todos sus pequeños hijos se agolpaban a su alrededor para escuchar al entusiasmado el relato de la jornada. Sin embargo, la abuela no estaba tan contenta; se sentía celosa de que su marido fuera tan admirado por tanta gente, en especial mujeres jóvenes y guapas...
Llegó un momento en que el abuelo tuvo que decidir su futuro, el circo debía marcharse a otro lugar. Sin duda le ofrecieron un buen contrato para una gira por Mallorca; pero él, como buen esposo y padre de familia, abandonó su sueño con el corazón apenado para aferrarse al hogar que habían construido...
Era una historia realmente conmovedora. Recuerdo que nunca nos perdíamos las actuaciones de circo que daban los domingos por la mañana en la televisión, mientras la abuela nos preparaba una suculenta paella para todos... Cuando el abuelo murió, no sentí ninguna sensación extraña; es más, no fui capaz de aflorar los sentimientos que habitaban en mí, quizás porque sabía que estaba en un lugar mejor, donde no cabe el dolor. Sin duda debíamos despedirnos de él y darle el último adiós, pese al temor de que me impactaría ver su imagen tras un cristal. Lo que me estremeció de verdad al entrar, fue una imagen que nunca olvidaré: mi abuela se hallaba sentada frente a él llorando su ausencia, rodeada por todos sus hijos, que abrazándola formaban una estampa inolvidable; aquellos que los dos habían criado con tanta lucha y cariño, y que ahora serían el pilar de la familia. Fueron demasiado años viviendo el uno para el otro, y ahora le habían robado parte de su corazón yéndose lejos. Pude leer en la mente de mi abuela un "espérame". Sé que él se fue en paz, y a todos nos quedó un pedacito de él vivo entre nosotros, ese que me hace revivir aquellos años de infancia como un tiempo en el que todo era bonito y de color de rosa...

El sórdido cante

Juan Manuel Rodríguez de Sousa
(Finalista Certamen Club Abuelos 2008)
El día que atropellaron a mi abuela el cálido viento inundaba el ambiente. El aire recorría los resecos, grasientos rostros de la gente, se colaba por entre las ventanas y los seres perezosos se entretenían respirándolo, sabiendo que sus negros pulmones se quemaban con cada suspiro y cada aliento.
Ese fue el verano en que, a mala hora, mi abuela fue atropellada; con el imperdonable y tórrido sol que alargó los terribles minutos de un perturbado sufrimiento.
La camioneta la arrolló, sin siquiera frenar, sin percibir que segundos antes una vieja cruzaba azarosa el paso de peatones. El conductor, quizás mordido por el remordimiento, desabrochó la cremallera de su bolsillo y sacó el teléfono móvil. Llamó a la ambulancia para avisar de un accidente que había ocurrido, como si fuese un elemento ajeno a él. Tan ajeno e igual a su comportamiento, pues no se paró. Disimuló no percatarse, como si hubiera aplastado una sencilla, miserable y desechable bolsa de plástico. Hasta una rata rabiosa le hubiera llamado más la atención. Pero mi abuela, semejante a muchas otras, era a veces tan invisible, tan fantasmal con aquel oscuro vestido de luto, mientras caminaba por el barrio, obnubilada en sus tristes pensamientos. En otros años, sin embargo, se la vio coger fuerte de la mano a su hijo Francisco, orgullosa y embadurnada con un enigmático áurea de mujer fabulosa. Eso me dijeron. Después dejó de sentir, de existir para los demás, incluso dejó de vivir para ella misma. Jamás volvió a ser feliz.

Lejos, se escuchaba la sirena de la ambulancia, cada vez más cercana con su eco sórdido rebotando en los grisáceos muros de los edificios.
Mi abuela quedó tendida en el asfalto ardiente, chillaba de dolor. Su cabellera de plata pegada al suelo negro resaltaba como una estrella bajo el cielo oscuro de una noche estival. Un hilo de rubíes teñía su rostro arrugado, la sangre le resbalaba conducida por los profundos y viejos canales de su frente. No había nadie, era la hora de la siesta y todos dormían placidos, agradeciendo el sueño en el verano infernal ante los baratos ventiladores. La ambulancia estaba cerca, unos segundos más y podrían intentar reanimarla, salvarla para comenzar el inicio de su última etapa en la tierra de los vivos.

Gritó pero nadie la oyó, nadie excepto las chicharras que entonaban su sórdido cante. Vieron a un ángel pasar entre las calles, al fantasma que nadie osaba mirar y que ahora sin vida parecía importarles a todos. Los médicos corrían, frenéticos y ordenados a un tiempo, pero no consiguieron ni tan siquiera rozarla cuando mi abuela expiró su último aliento. Ahora, muerta en el asfalto, y ante los ojos cegados de los demás, su velo negro e invisible quedó chamuscado por el sol estival. Eran las cuatro y cuarto de la tarde, las chicharras olieron la sangre, cesaron sus gritos. Sucumbió el cante.

sábado, 1 de marzo de 2008

EL curso Torrente Ballester concede 5 premios literarios

El Curso de Literatura Gonzalo Torrente Ballester culmina con la concesión de cinco premios literarios a sus alumnos, concedidos por un jurado del que formaron parte, entre otros, Antonio Pereira y Ángel Basanta. Los galardonados son, por este orden, Andrés Martínez Riveira, María Teresa Cameselle y Francisco Xavier Caamaño, en la modalidad de narrativa; y en poesía Jaime Pereira Maroto y Dulce María López Rivera.

http://www.lavozdegalicia.es/ferrol/2008/03/04/0003_6622478.htm