Juan Manuel Rodríguez de Sousa
(Finalista Certamen Club Abuelos 2008)
El día que atropellaron a mi abuela el cálido viento inundaba el ambiente. El aire recorría los resecos, grasientos rostros de la gente, se colaba por entre las ventanas y los seres perezosos se entretenían respirándolo, sabiendo que sus negros pulmones se quemaban con cada suspiro y cada aliento.
Ese fue el verano en que, a mala hora, mi abuela fue atropellada; con el imperdonable y tórrido sol que alargó los terribles minutos de un perturbado sufrimiento.
La camioneta la arrolló, sin siquiera frenar, sin percibir que segundos antes una vieja cruzaba azarosa el paso de peatones. El conductor, quizás mordido por el remordimiento, desabrochó la cremallera de su bolsillo y sacó el teléfono móvil. Llamó a la ambulancia para avisar de un accidente que había ocurrido, como si fuese un elemento ajeno a él. Tan ajeno e igual a su comportamiento, pues no se paró. Disimuló no percatarse, como si hubiera aplastado una sencilla, miserable y desechable bolsa de plástico. Hasta una rata rabiosa le hubiera llamado más la atención. Pero mi abuela, semejante a muchas otras, era a veces tan invisible, tan fantasmal con aquel oscuro vestido de luto, mientras caminaba por el barrio, obnubilada en sus tristes pensamientos. En otros años, sin embargo, se la vio coger fuerte de la mano a su hijo Francisco, orgullosa y embadurnada con un enigmático áurea de mujer fabulosa. Eso me dijeron. Después dejó de sentir, de existir para los demás, incluso dejó de vivir para ella misma. Jamás volvió a ser feliz.
Lejos, se escuchaba la sirena de la ambulancia, cada vez más cercana con su eco sórdido rebotando en los grisáceos muros de los edificios.
Mi abuela quedó tendida en el asfalto ardiente, chillaba de dolor. Su cabellera de plata pegada al suelo negro resaltaba como una estrella bajo el cielo oscuro de una noche estival. Un hilo de rubíes teñía su rostro arrugado, la sangre le resbalaba conducida por los profundos y viejos canales de su frente. No había nadie, era la hora de la siesta y todos dormían placidos, agradeciendo el sueño en el verano infernal ante los baratos ventiladores. La ambulancia estaba cerca, unos segundos más y podrían intentar reanimarla, salvarla para comenzar el inicio de su última etapa en la tierra de los vivos.
Gritó pero nadie la oyó, nadie excepto las chicharras que entonaban su sórdido cante. Vieron a un ángel pasar entre las calles, al fantasma que nadie osaba mirar y que ahora sin vida parecía importarles a todos. Los médicos corrían, frenéticos y ordenados a un tiempo, pero no consiguieron ni tan siquiera rozarla cuando mi abuela expiró su último aliento. Ahora, muerta en el asfalto, y ante los ojos cegados de los demás, su velo negro e invisible quedó chamuscado por el sol estival. Eran las cuatro y cuarto de la tarde, las chicharras olieron la sangre, cesaron sus gritos. Sucumbió el cante.
Ese fue el verano en que, a mala hora, mi abuela fue atropellada; con el imperdonable y tórrido sol que alargó los terribles minutos de un perturbado sufrimiento.
La camioneta la arrolló, sin siquiera frenar, sin percibir que segundos antes una vieja cruzaba azarosa el paso de peatones. El conductor, quizás mordido por el remordimiento, desabrochó la cremallera de su bolsillo y sacó el teléfono móvil. Llamó a la ambulancia para avisar de un accidente que había ocurrido, como si fuese un elemento ajeno a él. Tan ajeno e igual a su comportamiento, pues no se paró. Disimuló no percatarse, como si hubiera aplastado una sencilla, miserable y desechable bolsa de plástico. Hasta una rata rabiosa le hubiera llamado más la atención. Pero mi abuela, semejante a muchas otras, era a veces tan invisible, tan fantasmal con aquel oscuro vestido de luto, mientras caminaba por el barrio, obnubilada en sus tristes pensamientos. En otros años, sin embargo, se la vio coger fuerte de la mano a su hijo Francisco, orgullosa y embadurnada con un enigmático áurea de mujer fabulosa. Eso me dijeron. Después dejó de sentir, de existir para los demás, incluso dejó de vivir para ella misma. Jamás volvió a ser feliz.
Lejos, se escuchaba la sirena de la ambulancia, cada vez más cercana con su eco sórdido rebotando en los grisáceos muros de los edificios.
Mi abuela quedó tendida en el asfalto ardiente, chillaba de dolor. Su cabellera de plata pegada al suelo negro resaltaba como una estrella bajo el cielo oscuro de una noche estival. Un hilo de rubíes teñía su rostro arrugado, la sangre le resbalaba conducida por los profundos y viejos canales de su frente. No había nadie, era la hora de la siesta y todos dormían placidos, agradeciendo el sueño en el verano infernal ante los baratos ventiladores. La ambulancia estaba cerca, unos segundos más y podrían intentar reanimarla, salvarla para comenzar el inicio de su última etapa en la tierra de los vivos.
Gritó pero nadie la oyó, nadie excepto las chicharras que entonaban su sórdido cante. Vieron a un ángel pasar entre las calles, al fantasma que nadie osaba mirar y que ahora sin vida parecía importarles a todos. Los médicos corrían, frenéticos y ordenados a un tiempo, pero no consiguieron ni tan siquiera rozarla cuando mi abuela expiró su último aliento. Ahora, muerta en el asfalto, y ante los ojos cegados de los demás, su velo negro e invisible quedó chamuscado por el sol estival. Eran las cuatro y cuarto de la tarde, las chicharras olieron la sangre, cesaron sus gritos. Sucumbió el cante.
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