Puedes leer aquí la propuesta:
viernes, 31 de julio de 2009
¿Y quién se comió al gato? Propuesta de Mimi para el Sábado Literario
Puedes leer aquí la propuesta:
miércoles, 29 de julio de 2009
Poetas suicidas. Nuevo libro de Ricardo Fernández Moyano
Acaba de ser publicado un nuevo libro de Ricardo Fernández Moyano:
POETAS SUICIDAS:
sensibilidad o supervivencia
Un interesante trabajo sobre la relación entre la poesía y el suicidio.
Es posible adquirirlo en librerías especializadas de poesía y a través de la editorial Olifante:
http://www.olifante.com/index.php
Blog del autor: http://lavozenlamemoria.blogspot.com/
Lee la noticia en El Heraldo de Aragón: http://www.heraldo.es/noticias/0f939_por_que_suicidan_los_poetas.html?p=409767536
lunes, 27 de julio de 2009
El Diletante. A voz en grito
viernes, 24 de julio de 2009
¡Bragas, cuatro euros! Mimi conduce este Sábado Literario
Mimi nos propone tema esta semana y conduce el blog-bus del sábado.
Puedes leer aquí los relatos:
http://xqsabes.spaces.live.com/blog/cns!202B4EDE27472E09!11365.entry
Lola Sánchez Lázaro, seleccionada en el Certamen Microrrelatos Abogados mes de junio
jueves, 23 de julio de 2009
La infancia y los adultos. Francisca Alcover
miércoles, 22 de julio de 2009
Toda una vida, de Lola Sánchez Lázaro
martes, 21 de julio de 2009
Jesús Muñiz, finalista del Certamen Canal-Literatura 2009
El infarto
Jesús Muñiz González
(Finalista Certamen Canal-Literatura 2009)
Anoche mi madre sufrió un infarto.
Mi madre es diabética y de vez en cuando nos da algún susto. La doctora siempre ha dicho que su corazón es como el de una joven; por eso no te esperas un infarto. Todos pensamos que se trataba de un problema de glucosa y llamamos al hospital. A los quince minutos llegó la ambulancia y se la llevaron. Dos horas más tarde, el cardiólogo dijo muy serio:
-Se trata de una oclusión de la parte terminal de la rama interventricular anterior de la coronaria izquierda; es decir, un infarto apical.
Parecía grave; después afablemente nos explicó que el corazón de mi madre se había hecho vulnerable, que necesitaba mimos. Lo ocurrido era un aviso, cualquier contratiempo podía ser fatal. Quedó ingresada. Tras una noche a presión, a las seis de la mañana me fui a casa.
Es jueves, once de abril, un día muy largo. Son las cinco de la tarde y vuelvo a su lado, caminando: el hospital está a cinco minutos de casa. Todo está patas arriba en mi cabeza, ha sucedido mucho en poco tiempo, aunque las horas de angustia se desplazaron insoportablemente lentas. Creemos que la vida es un bien inquebrantable y apenas en un segundo se destruye nuestra fe. Recuerdo un cuadro que pinté hace años, que tardé semanas en acabar; trabajé mucho en él porque era un regalo. Al entregarlo, la destinataria no mostró demasiado entusiasmo, y lo destruí en segundos.
Parece que no ha cambiado nada, no es verdad, mientras camino pienso en otra madre distinta. No sé cómo explicarlo, es como si algo dentro me pinzara el estómago. En la calle la primavera lo engalana todo, soberbia de luz y belleza. Las flores de las macetas en balcones y ventanas coquetean con los parterres del paseo, se mandan besos de colores bajo el cielo. ¡Como si yo pudiera disfrutar de eso ahora! La vida es frágil, se marchitan pronto los pétalos quemados por el sol, los árboles al desnudarse se tornan agresivos, el cielo azul se vuelve gris en un momento. Caminas y la naturaleza indiferente te escupe su fiesta. Uno debe atiborrarse de optimismo cuando va de visita a un hospital, contrarrestar el olor irrespirable con el masaje fresco después del afeitado, impregnarse de todo lo que nace y disipar el vaho de lo que se pierde. Me pregunto a qué voy al hospital arrastrándome cargado a mis espaldas como un fardo. Estoy dislocado, mi pensamiento es irracional, los sentimientos están como aturdidos; no comprendía el dolor de los demás cuando lo razonaba con mi lógica aplastante, y ahora tengo que soportar un vacío inaguantable. Mi cerebro pone en fuga todas las palabras que no puede soportar.
Llego con la fatiga que fabrica mi ansiedad. En la entrada el tráfico de gente agobia; vienen, van, mezclados sudores y perfumes, el rebaño de visitantes fluye atropellado, conducido por gigantescos celadores. Tras las puertas de acceso se esparce el río humano por múltiples cauces, salpicado de médicos y enfermeras. Me sumerjo en aquella corriente de tribus y gremios, en aquella amalgama de cuerpos que circulan como hormigas, con una carga más sutil pero no menos pesada. Subo a pie, retardando la llegada, busco una sonrisa que no imagino. ¿Qué tengo que hacer cuando la vea? ¿Abrazarla, besarla? ¿Cómo hago si las lágrimas me brotan aunque no quiera? ¿Qué le digo? Es la primera vez que visito a mi madre después de un infarto. Siempre eran las madres de los otros, ahora es la mía. Intentas pensar que es un mal sueño y no consigues despertar.
La habitación de mi madre está a la izquierda, al fondo de un pasillo que termina en una ventana por donde el sol transmite su energía. No puedo detenerme, entro a pesar de no saber qué hacer ni qué decir, salto al vacío porque no queda otro remedio. Hay dos camas, mi madre está a la derecha, al verme abre los ojos en su carita de rosa.
-Hola, hijo.
Su semblante es encantador, me contagia, me da suficiente presencia de ánimo y seguridad para interpretar el papel de hijo simpático. A pesar de la confusión que padezco, la parte positiva de mi ser sonríe alegremente y habla con soltura y afecto.
-Hola, mami. Hay que ver cómo te sientan los infartos, tienes carita de fresa. ¿Para tener vacaciones has tenido que montar todo esto?
-Estoy muy bien, hijo, muy bien y en buena compañía. ¿Has visto qué bien acompañada estoy? Se llama Leonor y es un sol…
En la cama de al lado yace una chica extremadamente delgada que nos mira desde el azul intenso de unos ojos que le llenan la cara.
-¿Un sol? A mí me parece un cielo.
Leonor tuerce su boca en una mueca, se le enciende el rostro, sonríe con los ojos. Intenta hablar, apenas se le entiende; emite unos sonidos gangosos y entrecortados, como si su garganta fuera gelatina y por lengua tuviese una hoja de afeitar.
Mi madre se embala; increíblemente recuperada, habla y habla sin parar. Me lo cuenta todo, como si se le escapara el tiempo; me detalla las pruebas que le hicieron, cómo le dolía el pecho, lo bien que la atendió el médico, joven y guapo, las enfermeras saladísimas, y Leonor, bueno, Leonor algo especial…
-Está casada, tiene treinta y seis años, una hija muy linda y un marido guapísimo que está muy enamorado, y cuando tú te fuiste vino Ruth y estuvo mucho tiempo conmigo y…
No para, no para, es un torrente de palabras. Exhibe una energía envidiable. ¿Cómo me pude angustiar tanto? Es indestructible y disuelve todas mis angustias. La miro mientras me habla, la estoy queriendo y deseo abrazarla, sentir sus brazos. Me siento bien ahora, mi respiración se ha normalizado.
Entran dos enfermeras y me piden que salga un momento. Mientras espero llega Ruth y me cuenta. Ruth es mi hija, una enfermerita recién titulada.
-Pues nada, que hay que estar al loro, pero no hay peligro. Con que vaguee un poco y se de mimos, ya vale. Que después de este aviso, tiene que desacelerar la marcha, que la abuela iba como una moto y ochenta y cuatro tacos no son para tomarlos a cachondeo. Es una pasada como se recuperó. El médico flipa con ella.
-¿Qué le pasa a la chica que está al lado?
-¿A Leonor? Esclerosis múltiple, un alucine.
Me quedo mirándola con cara de bobo; y me explica, con ese lenguaje tan directo que tienen los jóvenes…
-La esclerosis múltiple se produce cuando se pierde mielina. La mielina es una cubierta protectora de los nervios. Al perderse, las comunicaciones entre el cerebro y el resto del organismo van chungas y se monta un lío del copón. Eso repercute en todo: los sentidos, los músculos, no puedes controlar nada. La de ella es una esclerosis progresiva que te cagas, la trajeron porque tuvo un brote muy violento y están probando un nuevo fármaco para intentar que no avance; la tratan con Interferón y mitoxantrona, combinándolos creen que se puede detener el desarrollo de la desmielinización. ¿Lo agarras?
-Es decir, que su cerebro y el resto del cuerpo están bien, pero la comunicación funciona peor que el tráfico en hora punta.
-¡Ay!, qué papi más listo tengo.
-Es que te explicas como un libro abierto, cariño.
Cuando entramos de nuevo en la habitación, están hablando de mí, una madre que presume de hijo.
-Es muy listo.
Y Leonor, una mujer coqueta al fin y al cabo.
-Y es guapo.
No tengo que esforzarme en sonreír, me contagia la mirada de esta chica. Apenas controla los movimientos de manos y brazos, y Ruth la ayuda con la merienda. Parece que hoy su marido se retrasa un poco. Qué fácil es tomarle cariño, llevo allí unos minutos y estoy encandilado mirándola. Me sorprende y se lo digo:
-Te miro porque eres muy guapa, Leonor. Tu mamá robó un poco de cielo para hacer tus ojos. ¿Sabes que tu nombre significa “bella aurora”?
Se relame de gusto, disfruta con los piropos. Parece increíble el bienestar que transmite. ¡Qué curioso!, creí que la primavera estaba fuera y que me lastimaba con su belleza, pero en realidad está aquí. Mi madre está un poco cansada pero feliz, como si llegara de un largo viaje del país de las hadas, y a su lado un ángel con el cielo en sus ojos.
Un poco más tarde entra en la habitación un joven, rubio, atlético, bien parecido, de esos que mi hija dice: “Qué tío más bueno”. Saluda amable y se va al otro lado de la cama. Leonor se transforma al verle, sus ojos deslumbran como lagos que reflejan el sol y su mirada es pura miel. Como un gentil caballero se acerca el guapo mozo a su dama, es mágico el encuentro de los jóvenes esposos. Quedo absorto, contemplando la escena de amor más real que haya visto, nunca creí que un ser humano fuese capaz de expresar tanta delicadeza y ternura. La acaricia, besa, todo a la vez, la envuelve en un abrazo con el mimo y cuidado que se pone en un bebé. Leonor, vibra y goza, es feliz. Con sencillez y armonía inventan nuevas formas de arrullarse, el tiempo se detiene para ellos y me doy cuenta de que soy un ser privilegiado, testigo de algo tan espléndido. Él, sentado en la cama, habla en susurros, ella escucha embelesada; tengo la impresión de que la luz que inunda la estancia viene de ellos. Todas mis angustias anteriores, mis dudas, son tan pequeñas… La vida es sorprendente, nada es previsible.
Más tarde me lo cuentan todo. Llevan casados seis años, Leonor ha sufrido varios brotes y en los últimos meses la enfermedad se agravó, aunque los médicos esperan detenerla. Mientras asean a Leonor y esperamos fuera, Moisés me cuenta entusiasmado cómo lo prepara todo para recibirla. Tienen una casita en las afueras, la hizo él mismo, ahora le añadió una piscina climatizada y un pequeño gimnasio para que Leonor pueda realizar sus ejercicios de rehabilitación en cuanto sea posible. Él me hace confidente de lo duro que fue asimilar un trago tan amargo. Lo pasó muy mal, le costó mucho reaccionar. Ella había sido la fuerte, era extraordinaria su fortaleza. Su entereza había sido ejemplar y él pudo sobreponerse. Hoy era feliz. Con los puños y los dientes apretados, luchando sin parar, pero feliz. No se podía explicar con palabras. Le di un golpecito cariñoso en el hombro; yo lo entendía, no sé cómo, pero lo entendía.
Llega el momento de marchar, me despido de Leonor con un beso, le doy la mano a Moisés, un beso a mi madre y me voy con Ruth.
-En unos días estará de vuelta en casa -dice mi hija-, no te comas el coco.
Yo me vuelvo por donde vine. Anochece, el sol es ahora un pincel impresionista mezclando vivos colores en los que prevalece el oro. Todo lo que a la ida no podía aceptar, que consideraba una ofensa, es ahora cálido abrazo. Los temores no se han desvanecido, pero mi corazón se fortalece. He aprendido algo en el hospital; y es que por encima del cielo gris siempre luce el sol, que si los árboles están desnudos es por reírse a carcajadas con el viento y los pétalos marchitos son el inicio del camino en una nueva vida. Ahora me arrepiento, no debí romper aquel cuadro.
lunes, 20 de julio de 2009
A voz en grito
Mi cuerpo desnudo calienta...
sábado, 18 de julio de 2009
Sábados literarios: Mi aspecto, mis costumbres
Las brasas de mi pasado aún arden en ese lugar llamado recuerdo. ¿Puedo pasar?, le pregunto al tiempo; y éste me deja traspasar de nuevo aquel umbral.
Apoyada en el quicio de la puerta, dejo que desfilen todos los momentos que hicieron de mí lo que soy, con todo lo bueno y malo que tengo, y permito que la luz de las brasas tomen forma, que sean mi voz…, la voz de mis recuerdos.
Mis pies se tronaron alas y emprendí mi vuelo… Ortuella, el pueblo de mi niñez, las campanas tocan a misa, colonia en el pelo y una sonrisa en la puerta:
—Recuerda, hija, no puedes comer nada hasta que comulgues; ni siquiera chicle, ya sabes que es pecado.
Pero el puesto de chuches camino de la iglesia te salía al paso, los chicles eran la tentación del diablo y tú luchas el chicle o el pecado. Y si alguna vez pudo el primero, recuerdo que lo tiraba antes de entrar en la iglesia y me frotaba las manos fuertemente contra la ropa como queriendo borrar la culpa..., aquella culpa que me inculcaron.
Acuden a mí palabras, miradas tiernas…, hurañas, frases detenidas en el tiempo, bailes… Y me doy cuenta de que los recuerdos han crecido conmigo, me ayudaron a formarme como persona; las costumbres, mis costumbres, los mayores dejaron en mi una semilla…
Mi ama me peina con dos coletas, me pone la ropa de los domingos y los zapatos de charol...
—Hoy te hacen una foto en el cole. —Y yo muestro la mejor de mis sonrisas. Mis dientes son de leche y algunos brillan por su ausencia.
Todos los niños del pueblo tenemos la foto, la misma estampa con distinta cara. Un boli en la mano, una sonrisa y gran mapa de España a la espalda.
Entornos, momentos, instantes que hacen mella se establecen en nuestro ser, se adhieren a nuestro cerebro y logran hacer lo bello más bello o trastocar nuestros sentimientos…
Los recuerdos, las costumbres se repiten una y otra vez… a lo largo de mi vida:
Es de buena educación tratar de Usted a nuestros mayores; un coche fúnebre desfila por el pueblo, debemos detenernos y santiguarnos; el Cara al Sol en el patio del colegio, te guste o no… Y al fondo las canciones de nuestros juegos luchan por salir, por hacerse un hueco…
Cantinerita, niña bonita,
si y o pudiera logra tu amor…
Emociones, imágenes que nos asaltan... Nos perturban y nos dejan sin aire, nos rompen el aliento y frenan nuestro corazón.
El Dios te Salve, el Padre Nuestro, el Yo Pecador se mezclaban con el juego del hinque, los campos quemados, tres navíos en el mar…, los chicos en un lado las chicas en el otro, miradas furtivas, caras rojas, risas a escondidas…
—Qué guapo es tu hermano, fulanita.
— Qué va, si es tonto el pobre.
—Pues tú dirás lo que quieras, pero yo le veo muy guapo.
Y la cara de tu amiga es un poema… ¿Guapo mi hermano?
Ahí está… mi ser late, permanece conmigo, porque de lo que me enseñaron aprendí a quedarme con lo bueno, con aquello que no hace daño, me educaron para saber escuchar, respetar y ayudar. Me inculcaron que mis actos debían de ser buenos nunca fugaces y perdidos en el tiempo, que aquel que da es más rico que el que recibe.
Guiaron mi vida por dos máximas que siempre me acompañan:
Si quieres que te respeten, respeta.
Y nunca olvides: Que allá donde fueres haz lo que vieres.
Las palabras de los míos me llegan como susurros, conviven y comparten mis momentos de vigilia y de sueño. Maduraron conmigo; no han muerto y a veces parecen dormidas en el baúl de mis recuerdos, pero siempre despiertan a tiempo.
Repito: Allá donde fueres haz lo que vieres.
En ese pequeño refrán se resume quién soy yo y cuáles son mis costumbres.
viernes, 17 de julio de 2009
Maat, finalista del Certamen Canal-Literatura 2009
Desde el balcón, Carlos veía alejarse la ambulancia que llevaba a su abuelo. Se desvaneció mientras lo afeitaban y el médico de urgencia aconsejó trasladarlo al hospital para hacerle algunas pruebas. Carlos nunca había vivido un hecho similar y se quedó impresionado. Sobre todo, el ver al abuelo inconsciente y a merced de otras personas. Su hermano Javier intentó consolarle:
-Ya verás como no es nada de importancia. En unas horas volverá a casa como nuevo.
Él no estaba muy seguro de eso y se quedó sentado a los pies de la cama recorriendo con la mirada cada rincón de la habitación. Por debajo de la almohada asomaba el transistor que cada noche colocaba allí el anciano para escucharlo sin molestar a los demás. Carlos comprobó que aún funcionaba. Lo apagó y fue a dejarlo en el escritorio. Allí vio unos folios escritos, con la letra inconfundible de su abuelo, de trazos grandes; y como si alguien, una vez escritas las palabras, hubiese movido el papel dejando el texto tembloroso.
Sintió curiosidad, tomó los folios y comenzó a leer…
Mi querida esposa: ¿Sabes? Ya no vivo en nuestra casa. Dicen que no puedo vivir solo, que se me olvidan las cosas, que soy un peligro para mí y para los vecinos. Parece ser que, en un par de ocasiones, se me olvidó apagar el gas; salió humo de la cocina y llamaron a nuestro hijo… Me contaron que algo hice con los grifos y con el vecino de abajo. Seguro que exageran para salirse con la suya. Quieren tenerme vigilado.
Pero lo peor fue mi caída. No sé que me ocurrió. Acababa de cenar e iba a ver un partido en la televisión. Medí mal la distancia al sillón y caí al suelo. Se me abrió una brecha en la cabeza y salí a la escalera a pedir ayuda. Me encontró Encarna, nuestra vecina, ¿Recuerdas lo que te quería? ¿Lo que se preocupaba por nosotros? Ella avisó a nuestro hijo, me curó y esa noche ya no dormí en nuestra cama. No me preguntaron ni si quería irme. Ahora no decido nada, lo disponen todo por mí. De momento estoy en la habitación de Javier, nuestro nieto mayor. Él está poco por casa. ¿Te acuerdas de los muebles que le regalamos cuando hizo su primera Comunión? Pues en esa cama estoy durmiendo yo ahora. Él lo hace en el cuarto que su madre usa para planchar.
Paco, nuestro hijo, nos ha dicho que con paciencia nos instalaremos mejor, que todos tenemos que poner un poco de nuestra parte. Pero yo quiero volver a nuestra casa. Allí me haces compañía. Ellos no lo entienden. Les he dicho que pondré más cuidado en las cosas…; no me creen. “No nos compliques más la vida papá -dicen-, ya está todo bastante enmarañado. Colabora, ¡haz el favor!”.
A partir de ahí, ya me tengo que callar. ¿Tú crees que tienen razón? Los días que disponen de tiempo (son pocos) damos una vuelta por nuestra casa. Está todo como tú lo dejaste. Bueno, te he dicho una mentirijilla; las plantas no están como tú las dejaste. También te echan de menos y están tristes. ¿Te acuerdas cuando por la mañana las regabas y les decías cosas? Yo te miraba y sonreía. Lo habías visto en un programa de la televisión. “Hay que hablarles -me decías- son seres vivos… y me entienden”. Te aseguro que tenías razón. Yo les doy agua, pero no les hablo. Y se les nota. Cada día más…
Poco a poco nos hemos ido llevando mi ropa, sólo la que tengo en uso. Lucía, nuestra nuera, me ha renovado algunas cosas. “Esto ya no está decente, abuelo”. Ella dispone lo que está apropiado para que yo me vista… En la habitación de Javier, donde duermo, se amontonan los libros, trofeos de sus campeonatos de fútbol, raquetas, discos y yo qué sé más. Ah sí, peluches. Muchos peluches. A veces me hace el efecto que desde su estantería me miran y se dicen unos a otros: “Y este tío, ¿de dónde ha salido?”.
¡Con lo grande que es ya nuestro nieto y el amor que le tiene a sus peluches! Es muy bueno, ahora está trabajando y preparando oposiciones. Por las noches se queda hasta muy tarde estudiando en el despacho de nuestro hijo. Y, antes de acostarse, entra a su habitación para remeterme la ropa de la cama; despacio, para no despertarme. Y me da un beso. Él no sabe que lo estoy esperando despierto, aunque me hago el dormido. Durante esos ratos, pienso en lo que he jugado con él cuando era pequeño, sobre todo al fútbol, y cuando me decía: “Abuelo, enséñame a chutar fuerte, como lo haces tú”. Y se enfadaba, porque el balón no llegaba todo lo lejos que él quería. Es al que menos veo de todos ahora, porque está muy ocupado. Por eso lo espero cada noche. Ese beso me sabe a gloria bendita.
Algunas mañanas me levanto cuando todos están aún durmiendo. Con poco que duerma tengo bastante. Ellos tampoco lo entienden. ¿Sabes a qué me levanto? Para ver a los pájaros, pasan bandadas de estorninos hacia los campos en busca de comida. Con las primeras luces del sol emprenden el camino. Me gusta observar su vuelo. Si entra Paco a la habitación y me ve detrás de los cristales del balcón contemplando ese espectáculo, se enfada conmigo
-Papá, ¿tú no ves que si te enfrías va a ser peor?
Y tengo que darle la razón. Yo me vestiría, tampoco me dejan. Dicen que a veces lo hago mal, que me pongo las prendas al revés. Si sabré yo vestirme…
Todos los días me tengo que cambiar de ropa. Y me duchan muchas veces a la semana. Me da un poco de vergüenza… Pero tengo miedo a caerme en la bañera y dejo que nuestro hijo lo haga. ¿Te acuerdas cuántas veces lloraba él porque que no quería bañarse? Tú me llamabas toda enfadada para que le convenciera…
-Francisco, ven por favor. Tu hijo no quiere lavarse.
-Papá, si no estoy sucio, ya me duché ayer….
Y siempre le convencía y acababa haciéndolo yo mientras tú te marchabas renegando a la cocina para tener su cena a punto en cuanto yo lo sacara del baño todo repeinado y guapo, oliendo a esa colonia que a ti te gustaba tanto que le pusiera. ¿A que se llamaba Nenuco? Luego dicen que no me acuerdo de las cosas…
Ahora yo soy el hijo y Paco se ha convertido en mi padre. Y es duro ¿sabes? Él se ha hecho cargo de mis pastillas y él me las administra. ¡Cómo va pasando la vida y cómo va cambiando todo! Me haces mucha falta. A veces me pregunto ¿Por qué te has ido antes que yo? A ti seguro que te hubiesen dejado tranquila en nuestra casa. A mí no. Y es que no se fían de mí. Tú me tenías muy mal acostumbrado y no me dejan hacer nada en casa. Si quiero quitar la mesa cuando acabo de comer, no me dejan. Creen que se me van a caer los platos o que voy a tropezar. ¡Qué sé yo! Me gustaría sentirme útil, ayudarles un poco… Pero no hay manera.
Todos los días como solo. Cada uno viene a una hora distinta. Lucía se amolda a todos. Nuestro nieto pequeño es el primero que llega a casa. Me gustaría que lo oyeses hablar. Es sesión continúa con él. Desde que entra por la puerta hasta que se vuelve a marchar no para de contar cosas. A mí me distrae mucho y me hace reír. Cuando comemos juntos los dos, quisiera que vieras cómo me cuida. Se empeña en partirme la comida en trozos pequeños
-Para que no te atragantes, abuelo -me dice.
Su madre lo mira y se ríe. Carlos ya tiene 12 años, es muy crío aún. Igual que a su hermano, le gusta mucho el fútbol. Pertenece a un equipo de infantiles del pueblo. Hay domingos que nuestro hijo me lleva a que lo vea jugar. Me encanta ir porque a veces coincidimos con otros abuelos y se me pasa la mañana más rápida; hablamos de nuestras cosas, que es algo de lo que más echo en falta, hablar con gente de mi edad.
Pero yo lo que quiero es estar contigo. Sin ti no sé vivir. Ni quiero. Si pudieras
arreglarlo…
Carlos casi no distinguía ya las letras. Las lágrimas acudían generosamente a sus ojos. Abrazó los folios contra su pecho y se dejó caer en la cama que tan sólo horas antes había ocupado su abuelo. Y evocó a su abuela. Siempre estaba contenta. Cantaba mucho mientras cocinaba; sus flanes eran deliciosos y el arroz a la cubana nadie lo hacía tan bueno. Le gustaba mucho el ganchillo; cada figura, jarrón o cenicero de su casa descansaba en un tapete hecho por ella. Entonces, le vino a la memoria un día en que pidió a su abuela que le enseñase a él a hacerlo y cómo se sorprendió cuando ella estalló en una carcajada, a la vez que le decía que eso era cosa sólo de chicas…
El ruido de la llave en la puerta de la casa sacó a Carlos de sus recuerdos. Saltó de la cama y fue corriendo hacia la puerta esperando ver al abuelo. Su madre se adelantó y le dio un abrazo a la vez que le susurraba: “El abuelo se ha marchado al cielo…”. Miró a su padre, caían lágrimas por su rostro.
Javier se unía al grupo a la vez que preguntaba:
-¿Qué ha ocurrido, papá…?
Antes de que su padre pudiera contestar, Carlos, con voz emocionada dijo:
-Ha ocurrido… que la abuela lo ha arreglado…
Y les entregó los folios escritos por el abuelo, de los que no se había separado…
jueves, 16 de julio de 2009
José Manuel Aparicio, finalista del Certamen Canal-Literatura 2009
El desierto
José Manuel Aparicio Hernández
(Finalista Certamen Canal-Literatura 2009)
Mis manos manchadas de sangre; fue lo primero que vi al abrir los ojos. Apenas podía respirar, mareado, desorientado, incrédulo por el milagro de seguir vivo. A mi derecha, el todoterreno era un amasijo de hierros humeantes en medio de un vasto desierto. El sol caía implacable: Necesitaba agua.
Tambaleándome, dejé atrás el rojo charco sobre el que había estado tendido y me acerqué a los restos del vehículo. Entre los asientos asomaban las solapas de una gran caja aplastada a la que resultaba imposible acceder. Un poco más allá, casi oculto por restos de plástico y metal, hallé una maleta que contenía varios cuchillos de trinchar y unos serruchos. Nada que beber, tampoco documentos que me indicasen quién era… porque no lo recordaba. Ni a dónde me dirigía, de dónde venía o a qué me dedicaba. Amnesia absoluta. Algo aterrador, pero no tanto como la idea de morir deshidratado. Allí no me podía quedar. Quizás encontrase alguna aldea perdida si seguía la dirección de los neumáticos, que serpenteaban bruscamente desde la distancia. ¿Qué otra alternativa me quedaba?
Avancé durante horas hasta que el desierto estepario dio paso a un mar de pequeñas dunas. Ya no había un rumbo lógico que seguir. Desesperado, me dejé caer al suelo. Tenía la boca acartonada, el sudor resbalando pegajoso sobre la piel, el aire entrando ardiente en mis pulmones. Apreté los puños para rogar a Dios que me acogiera en su seno… cuando lo vi por primera vez, a lo lejos, en lo alto de una cresta. Corría hacia mí, desapareciendo y apareciendo entre la arena. Un hombre…
—Ayúdeme —le rogué entre estertores cuando me alcanzó—… Déme agua…
Parecía un enorme bebé, bajito y calvo, de tez blanca; no llevaba ropa. Me observaba de pies a cabeza, pasándose los deditos regordetes por el mentón, como quien evalúa la calidad de una res. Al terminar su análisis esbozó una mueca parecida a una sonrisa.
—Bienvenido, ¿cómo estás?
Tenía la voz arrugada y afeminada, de vieja. Yo le miraba absorto; aquel sujeto no sudaba.
—Hace calor, ¿verdad? —prosiguió—. Uuuuuuh… ¿y esa camisa llena de sangre? Te has dado un buen batacazo, ¿eh? Aún eres joven e impulsivo, deberías conducir con más cuidado.
—Agua… —musité. El picor del sudor en los ojos me forzó a cerrarlos. Al volver a abrirlos el hombrecillo coronaba de nuevo una de las dunas; pensé que sólo podía tratarse de un espejismo.
—¡Eeeeeeh! ¡Aquí hay agua! ¡Aguaaaaaaa!—chillaba agitando sus bracitos para que le siguiese.
Todo me daba vueltas como un remolino. Más que correr me arrastré guiado por el instinto de supervivencia y aquella palabra fresca y cristalina.
¡Sí, la había, un oasis a la entrada de un pequeño palmeral en una vaguada! Me abalancé colina abajo, chapoteé y sorbí como un loco hasta atragantarme. El líquido rascaba la garganta como una lija. ¡Estaba tragando la arena!
El gran bebé rompió a reír.
—¡Maldito! —le grité entre arcadas— ¡maldito seas!
Entonces chasqueó los dedos. El desierto, las palmeras, el tremendo bochorno y él mismo desaparecieron. Me rodeaba la negrura, fría como una noche de invierno. No puedo describir la sensación de terror que me atenazó al comprobar que no podía moverme. Frente a mí se alzaba una imagen nebulosa. Poco a poco, en el silencio, se dibujó una cama en una habitación, tenuemente iluminada por una bombilla que colgaba del techo. La contemplé sin comprender, hasta que un brutal choque de calor me devolvió al desierto. Permanecí sentado, aterrado, babeando aún la arena. ¿Qué significaba aquella imagen? ¿Quién era aquel grotesco individuo? Una pesadilla, eso tenía que ser, una pesadilla terrible y muy real. Había cometido un error al abandonar el lugar del accidente; tarde o temprano alguien pasaría por allí, si lo intentaba podría acceder al interior del vehículo o rebuscar un teléfono entre los restos esparcidos. Quizás así despertase. Deshice mis pasos entre sollozos y plegarias al cielo.
Atardecía cuando llegué al amasijo de hierros, me deje caer a su sombra. No podía más, iba a morir en ese lugar. Aún sangraba de las magulladuras y las brechas, las piernas y los brazos me pesaban como elefantes, los ojos se me cerraban… y me dormí. Soñé con la negrura y con la habitación. Había una mujer desnuda sobre la cama, joven, de oscuros cabellos largos, muy hermosa. Me señalaba con el dedo. Luego comenzó a reír hasta que sus carcajadas se volvieron brutales y estridentes, de odio. Desperté de golpe. El silencio ensordecedor del desierto teñido de naranja me rodeó de nuevo. Acariciaba el sol el horizonte. Aquella mujer y aquella habitación me resultaban familiares… Un chirrido de metales a mi espalda me alarmó; era el esperpento, que, con una habilidad bufonesca, saltó desde los restos del todo terreno para caer de pie frente a mí.
—¿Tienes sed?
Lo miré indiferente, pensando ya en la muerte.
—Lo cierto es que no tengo agua —continuó—. Lo de antes tan sólo fue una broma. No me lo tengas en cuenta.
Un rumor viscoso a la derecha captó mi atención. Era el charco de sangre, que burbujeaba como una pócima en un puchero; repugnantes insectos zumbaban a su alrededor. La masa roja cobraba forma humana, las tripas desparramadas, infestadas de gusanos… Y comprendí: no había sobrevivido al accidente. Aquel cuerpo era el mío. ¡Estaba muerto! ¡Lo había estado todo el tiempo! ¡¿Qué significaba todo aquello?! ¡Si aún sentía el dolor, la asfixia, el sudor! El hombrecillo se había transformado: ya no era tan pequeño, era alto; y ya no tenía pies, sino pezuñas; y no piernas, sino patas de macho cabrio soportando un tronco de aspecto humano; y los brazos y dedos extremadamente largos y venosos. La boca era ahora un hocico en un rostro alargado de ojos rojos y mirada puntiaguda y dos enormes y afilados cuernos sobre la cabeza. Comenzó la tierra a temblar con un estruendo ensordecedor. Crujía el suelo, que se resquebrajó en un zigzag infinito. Me había tapado los oídos con las manos mientras asistía espantado a la evaporación de la bestia sobre el acantilado rojo bajo mis pies, que rugía como las entrañas de un volcán. Los hierros cayeron al abismo, yo permanecía suspendido sobre él, petrificado.
“El alma, como la carne, sufrirá al igual que en vida”; bramó una voz cavernosa. Inicié el descenso y grité en un intento vano asfixiado por infinitos llantos, chillidos y alaridos de las profundidades. ¡Quemaba el Infierno! ¡¿Por qué el infierno?! ¡¿Por qué?! Sobre el precipicio incandescente surgió de nuevo la escena de la mujer. Seguía señalándome entre carcajadas. Aquel rostro… ¡Era mi esposa! Un hombre apareció en la escena, blandía un cuchillo de trinchar. Me acerqué y la acuchillé no una sino dos, tres, cuatro, cinco, seis veces… Desgarraba la carne con pasión, hasta que su cuerpo dejó de agitarse. La troceé con un serrucho y guardé sus restos en una caja, la bajé al garaje y la metí en el asiento trasero del todoterreno. La llevaría al desierto para enterrarla, donde nadie encontraría su carne adultera. Ya lo recordaba todo…: la maté porque era mía.
miércoles, 15 de julio de 2009
La luna emperlada, de María José Gancedo, finalista del Certamen Canal-Literatura 2009 y Premio del Público
En aquel cuchitril, el oscuro vendedor me ofreció un té que murió frío en un estante mientras el collar me hechizaba más y más. Las sensaciones que sentía ante la belleza y la majestuosidad de las perlas eran similares a las de compartir un atardecer con la persona amada. Yacían tristes, muy tristes; pero aún vivas sobre el polvoriento expositor de terciopelo verde, observándome, como si me conocieran de toda la vida.
En esos momentos me invadió una profunda soledad; me reconocía sola, muy sola, tan sola como cada una de esas perlas dentro de sus conchas, a la vez que las luces irisadas que desprendían me completaban hasta llegar a sentir que no podría ya vivir sin tenerlas cerca, como si fueran para mi un talismán erótico el distintivo y homenaje a mi feminidad. Pequeña y a la vez inmensa; así me percibía ante aquel adorno; única y deseable como la perla negra. Oleadas de variadas emociones acudían en masa sobre mi interior ante esa obra grandiosa de la paciente naturaleza; pero… había algo más, me lo comunicaba mi intuición y sobre todo un salvaje apremio por poseerla. Invertí gran parte de mis ahorros en el reencuentro con mi origen lunar, con la mujer de los ciclos, con la valiente buceadora de simas, con la maga de las luces y la bruja de las sombras. Las veintiuna esferitas estaban extenuadas tras el largo tiempo de parálisis; ellas, tan acostumbradas al contacto del agua, al sabor de las algas, al masaje de las olas, al canto de las sirenas… Mientras, el vendedor del color del chocolate me miraba con sus ojos gigantes, aspaventados, con no poca sorpresa. Tuve la sensación de que parte de su asombro procedía de mi poco interés por flirtear con el precio. A la vez, tenía la percepción de que él me quería avisar de algo, aunque su inglés, parco en vocabulario y con un acento extraño, dejaba mucho que desear. Había algo importante que debía saber; pero nada interesante surgía de la limitada conversación; él estaba más ocupado en mi tarjeta de crédito que en perder el tiempo en explicaciones.
Me extrañó que para sacarlas del musgo polvoriento del expositor utilizara unos guantes de lana color canela hervida, que en su día podrían haber sido blancos. Me las entregó como si le quemaran; parecía que le asustasen las inocentes perlas. No le di al mercader ninguna posibilidad de aprisionarlas en una caja; las acogí como se recibe a un recién nacido. La cuna de mis manos las abarcó solemnemente y una corriente de energía recorrió mi cuerpo de los pies a la cabeza; sabía lo que eso significaba. Estuve acariciándolas sin tiempo hasta que se sumieron en un profundo sueño y las dejé invernar en un saquito de seda lila. A mi regreso a España; una vez en casa las deposité dentro del vientre de la drusa de amatista, no sin antes regocijarme en una detenida y concienzuda observación; como para no olvidar ningún detalle de mi tesoro.
Las perlas se repartían en series de cinco e iban desde el blanco virginal, pasando por el lechoso, hasta llegar a adquirir un bello tono achampanado. Se rodeaban las blancas de cinco bellezas redondas que se derramaban en tonalidades anaranjadas, rosáceas y rojas; tan rojas como el interior de la granada o el granate brillante de la berenjena; las verdes y azuladas me recordaron las aguas frías y generosas de la Isla Esmeralda; impregnada en sus tonos de océano y cielo toda la memoria de las profundidades de la Polinesia francesa; éstas enmarcaban el lateral de las blancas y sobre las rojizas se asentaban las grisáceas, de un color plomizo parecido al gris macilento de las tardes invernales de tormenta en alta mar. Y en el centro, la que hacía el número mágico, la veintiuna: una perla negra de Tahití, perfecta en su tallado, redonda como una canica; sus reflejos iridiscentes semejaban alas de libélulas salpicadas de gotas atravesadas por los rayos del sol del mediodía. Todas desiguales, destilaban los mismos tonos con los que yo concebía la vida; algunas parecían frutos y otras parecían capullos, incluso había una verde como un guisante y otra enlutada con forma de lágrima. La variedad de tallados y de destellos era un auténtico espectáculo para los sentidos y hacían del collar un ejemplar único e irrepetible. Se cerraba la gargantilla en el extremo opuesto a la perla del color del ébano, con un broche de turquesa verde egipcia y oro blanco; hebras del mismo metal enhebraban las nacaradas semillas de las ostras.
Y pasaban los días, el sol, las lluvias, y las fases de la luna. Mientras, las perlas dormitaban en la serenidad del cuarzo morado.
Una madrugada, como tantas otras; dejé caer mi mirada a modo de buenas noches sobre el cristal púrpura y… observé que lloraba, que el collar de canicas de nácar no estaba; en ese instante, se esfumó el sueño. No podía haber sido nadie; vivía sola, no recibía apenas visitas y a ninguna invitaba a traspasar mi templo. Ante lo inexplicable de la situación, me senté a meditar frente al gran ventanal desde el que veía la luna, que a esas horas brillaba en todo su esplendor. Entorné los ojos, me focalicé en el gigantesco medallón de plata que iluminaba la noche y cuál no sería mi sorpresa cuando descubrí que a modo de alzacuellos lucía la luna mi preciada alhaja. Durante un tiempo incontable me sentí paralizada ante la curiosa visión; no podía creerlo, incluso, llegué a percibir (o al menos así lo creí), que la luna me sonreía de una forma muy particular, como cuando encuentras a tu mejor amiga del brazo del chico que te gusta.
Me intrigaba qué pasaría con las perlas. En breve lo descubriría, ya que en el momento que el astro comenzara a menguar… Me asusté de mis propios y extraviados pensamientos… ¿Cómo podía ser tan surrealista de llegar a creer que un satélite pudiera haberme robado mi tesoro y además tuviera la cara dura de usarlo delante de todo del mundo? Cientos de preguntas aparecían en tropel, unas exigiendo justicia, otras invalidando mi cordura. ¿Cómo pudo la reina del inconsciente y de las emociones atravesar mi ventana y, sin darme ni cuenta, usurparme mi talismán?
Esa primera noche, en mis sueños me sentí invadida por premonitorias señales; aparecía desnuda y bella, y como único vestido: el collar. Exuberantes, en todo nuestro esplendor, las perlas rodeaban mi cuello, con la misma suavidad que el roce de los labios de un apasionado amante. Alrededor de mi cuerpo iba surgiendo un halo de luces arco iris, humanamente inexplicable; me veía viajando a través de inmensas montañas en las que se perfilaban, labrados sobre las piedras graníticas, esculturales falos que penetraban en la tierra, sin afán de dominio, en auténtica búsqueda de comunión con la naturaleza. Transcurrían las noches, descifrando incógnitas, desvelándoseme jeroglíficos, las más profundas dudas humanas y divinas que jamás alcanzara a plantearme. Y… la luna cedía sin lucha ante sus propias cambios, sin resistirse, aceptando los diferentes ritmos de plenitud y silencios. Así fue como aprendí de los míos propios, ella me invitaba a la soledad, a la escucha interna; escribía como una posesa y sin vergüenza lloraba y reía; sin perder de vista la luna emperlada.
Me consolaba disfrutando del curioso espectáculo, de lo bella que estaba con mis perlas, y me oscurecía cuando la deseaba que muriera en su negrura, con el riesgo que ello podría suponer para mi reliquia. A veces sentía rabia, envidia e impotencia. Salía de noche a la calle y preguntaba a la gente, como si estuviera haciendo una estadística para el manicomio, si podían observar el halo que rodeaba al decadente cuerpo celeste, y nadie llegaba a contestarme con firmeza. Me miraban, unos con desprecio; otros con pena, e incluso hubo quien me dio algo de dinero para que visitara al oculista. Se había juntado el sentimiento de verme estafada por mi fiel amiga, incondicional de mis fluidos y reina de mis mareas, y la chulería con la que se paseaba ante todo el universo y ante mi persona. Lo más frustrante, si cabe, era el sentimiento de haberle confiado mis más intrincados secretos y ver como ella, la luminaria nocturna, mi confesora particular, se exhibía así de descarada con mis perlas. La observaba con cierta obsesión, de día cuando se dejaba ver; en la noche oscura cuando ejercía de lámpara de la tierra. La admiraba y la amaba. Y ahí fue cuando decidí subir a la montaña y ponerme frente a ella. Tenía miedo, sí, lo reconozco; había jabalíes, culebras, escorpiones y no sé cuantos más bichos que provocaban en mi un pánico atroz; pero sobre todo había soledad, una creciente, deseada y odiada soledad, de vérmelas por fin a solas con ella, conmigo misma y saber de una vez por todas quién era yo en realidad. A fin de cuentas, el collar, la luna y todos los misterios se reducían al miedo de sentirme vulnerable y sola.
Subí en el funicular y después anduve cerca de dos horas adentrándome en el bosque de pinos. Ascendí hasta el pico más alto, en un collado en donde busqué refugio en un observatorio abandonado. A pesar de ser verano, iba abrigada, la brisa del mar se quedó atrás y el viento de poniente se me echaba encima de forma cada vez más virulenta. La vi salir, con profunda emoción y respeto, la saludé y sentí que ella me sonreía, serena y segura de saberse en su lugar. La respiré hasta llenarme de su inocencia; llegó un momento en que me dolía el cuello y me recosté sin perderla de vista. Desde esa posición parecía como si las perlas fueran aún más bellas. Me convertí en el sueño de ella misma; en sus tres fases, siendo Artemisa, la diosa valiente y certera, poseedora de un arco en forma de la luna nueva; me expandí en Selene, amplia, madura y rebosante de vida; y cayeron sobre mí las tinieblas de la muerte en forma de Hécate. Me sentí Cleopatra, Madame Pompadour y llegué a ser en los sueños la Reina de Saba. Me paseé en una carroza de plata, guiada por siete hermosos caballos blancos y me desperté con la suave caricia de los primeros rayos de sol. Al oeste se despedía la luna satisfecha de su trabajo; en mí, la libertad de saber que era capaz de cualquier cosa que me propusiera y, rodeando mi cuello, el collar se regocijaba del encuentro.
Algo sobre mi madre
lunes, 13 de julio de 2009
Juan Manuel Rodríguez de Sousa ha sido premiado con un Accésit en el Certamen María Pilar Escalera de Poesía
Juan Manuel Rodríguez de Sousa
(Accésit en el Certamen de Poesía María Pilar Escalera)
Indócil se me hace
buscarla
entre mares.
Incertidumbres en el barro
recojo
y no sus simientes
que tanto extraño.
Es infiel a la mentira
feligresa del dolor
y quizás,
de la desdicha
Está
aunque a veces parezca inexistente,
frágil,
intocable.
Fruto raro
quizás pretérito
de un reinado
sin recuerdos.
Feudo
que hallar en viaje
como Odisea
sin Ítaca donde arribar al mundo
las máscaras aguagrises
de los peatones que cruzan por las calles.
Cada vez más lejos
cada segundo menos certera,
éter,
polvo
entre las tierras
revueltas.
Inasible permaneces,
muda,
a veces.
Y si algún día te encontrara
me daría la vuelta
porque dueles.
Y si algún día te viera,
Verdad,
Espero verte caminando de puntillas
sin darme tiempo
a esconder los miedos,
cobarde,
tras las sábanas
embusteras.
Visita el blog del Juanma si quieres felicitarle o comentar la noticia: http://rodriguezdesousa.blogspot.com/
sábado, 11 de julio de 2009
Sábado literario misterioso: Algo sobre mi madre
jueves, 9 de julio de 2009
Marcelina, de Pablo de Aguilar, 3º Premio Certamen Canal-Literatura
Marcelina
Pablo de Aguilar González
(3º Premio Certamen Canal-Literatura 2009)
No mide más de uno cincuenta, de formas tan redondeadas que podría resultar atrayente como cojín. Sus manos, gastadas, muestran la rigidez propia de los engranajes oxidados. Y lo que más llama la atención, si se sienta a tu lado en el autobús, es su respiración trabajosa, bronquítica; y su aroma a Heno de Pravia.
En Espinardo, Marcelina ha gastado su vida junto a Ginés, más conocido como el Trapero, el Revueltos o, para los no pocos que le guardaban cierta inquina, el Cuernos. Calumnia, esta última, que hizo más daño a Marcelina que a él mismo, en forma de broncas y palos. Aun sin pruebas, para el Trapero siempre valió más un “por si acaso” que un “quién iba a pensar”.
El Revueltos murió el veinte de noviembre de hace dos años, el mismo día que su admirado Caudillo. Ocurrió en la taberna de Carmelo, ante dos vasos de revuelto vacíos, otros dos llenos, y su amigo y compañero de añoranzas: Yiyo. Le sobrevino de repente, como una flecha certera e invisible, un dolor agudo al costado izquierdo que provocó que Ginés tratara de agarrarse el corazón con su mano izquierda y estirara el brazo derecho intentando asirse al hombro de su camarada.
Fulminante.
En el entierro, Marcelina, Yiyo y Tomás, un gerifalte de Solidaridad Española, observaban cómo introducían el féretro dentro del nicho. Sólo la esposa derramó unas lágrimas, aunque sin derroche. La firmeza de las creencias de Ginés, que murió brazo en alto, despidiéndose de su camarada, se convirtieron a partir de aquel día en el tema de conversación preferido entre humo de tabaco y olor a anís. Tampoco faltaron las chanzas acerca de cómo tuvieron que quebrar varias articulaciones para que aquella extremidad pudiera entrar en el ataúd.
El Trapero dejó una montaña de revistas viejas y un carro en el almacén, una pensión ridícula y unos frascos de mistela en el armario de la cocina.
A la vuelta del cementerio, Marcelina, desorientada por aquella repentina soledad, cogió la botella de aguardiente. Todavía, al hacerlo, le invadía la preocupación de tener que encontrar una excusa para el líquido faltante. Tomó el primer vaso de un trago y, después, al ser consciente de que a partir de entonces no tenía por qué explicar nada, terminó con la botella. Con la poca pena que le zumbaba en el corazón, se acostó achispada, más bien beoda, con una gran sonrisa adornándole los labios.
Por la mañana, percibió el silencio de la casa y cayó en la cuenta de que, desde la muerte de Ginés, exceptuando el “Cara al sol” de sus amigos en el cementerio, todo había sido silencio. Silencio reconfortante y sin reproches. En vida del Trapero, el silencio solía ocultar cierto peligro… Marcelina es consciente de que lleva dos días pensando, sin abrir la boca. Sonríe, abre el armario prohibido del rey de la casa, extrae otra botella de mistela y llena un vaso hasta el borde, que se echa al gañote de un trago después de haber brindado al cielo a la salud de su difunto. Contradicción ésta que le provoca una sonora carcajada.
Ahora, puede pensar sobre lo que le parezca…
Tres días y cinco borracheras después, por fin se decidió a bajar al viejo almacén del Trapero. Un lugar casi desconocido para ella, misterioso, tan prohibido como la manzana lo fue para Eva. Ginés, tan celoso para sus asuntos, nunca dejó que nadie se adentrara en el taller más allá de las dos sillas de anea que disponía en la entrada, junto a una garrafa de aguardiente que se vaciaba entre antiguos camaradas y añoranzas de tiempos pasados. Pero ni siquiera los viejos camisas azules traspasaron jamás aquella montaña de papeles antiguos.
No es que Marcelina pretendiera disfrutar de más sitio. Sin embargo, bien podría sacar unos céntimos de todo aquel papel y alquilar el almacén como cochera. Una ayuda así no vendría mal.
El trabajo comenzó con las revistas; después, los cartones y, por último, montones de periódicos preconstitucionales. Por fin, cuando todo aquel papel se limitaba a unos cuantos ejemplares de “El Alcázar” y “¡Arriba!”, extrañamente bien conservados, Marcelina sintió que un escalofrío de temor le recorría la médula espinal. Tocar esos diarios bien podría provocar que su difunto se revolviera en la tumba. Aquéllos habían sido los idearios del Trapero; guardados con devoción religiosa, bien apilados sobre una plataforma de madera para evitarles la humedad. Tratar aquellos periódicos sin el debido respeto equivalía (bien consciente era de ello la viuda) a retorcerle los testículos a Ginés hasta reventárselos.
Tras un leve titubeo y una sonrisa maliciosa, desafiando las leyes de la gravedad que rigen para las personas de cierta edad, se encaramó a la plataforma y taconeó el tango al que el trapero nunca quiso invitarla a bailar. Y fueron tan fogosos los pasos de baile, que el nudo corredizo de una cuerda que sujetaba la plataforma a una viga no pudo resistir y se desató. Los tablones comenzaron a inclinarse sobre uno de sus extremos, sujetos por unas bisagras ocultas, y Marcelina deslizó sus nalgas, como si de un tobogán se tratara, hasta terminar sentada en el suelo observando con la boca abierta lo que aquel mecanismo había dejado al descubierto.
En realidad, se trataba de una portezuela que ocultaba el acceso a un pequeño sótano. Los periódicos continuaban perfectamente distribuidos sobre los tablones ahora inclinados y una escalera oscura se asomaba al hueco que quedó al descubierto.
La viuda, extrañada, enseguida sintió curiosidad por aquello que su marido había ocultado durante tantos años en la zona prohibida del almacén. Corrió escaleras arriba, en busca de una linterna. Abrió el cajón, comprobó que las pilas disponían de carga, se echó otro trago al gañote; y volvió abajo, con la emoción agitándole el pulso y el aguardiente calentándole el ánimo.
Una vez dentro, no tardó en descubrir un interruptor que hizo inútil la linterna (no así el trago). Una bombilla iluminó la estancia; se trataba de una habitación pulcra, con estanterías que cubrían las tres paredes que rodeaban la entrada. En medio, un taburete invitaba a descansar como lo hacen en los museos para observar las obras de arte que cuelgan de los muros. Sobre las lejas, se distribuían unos cofres y, bajo cada uno de ellos, un letrero que los databa. Se agachó a observar el más antiguo. La etiqueta indicaba un par de años antes de su boda, antes de que Ginés y ella se comprometieran; además, un nombre: Luis.
En un primer momento, aquel nombre no le dijo nada y siguió estantes arriba, comprobando fechas y referencias. El tercero coincidía con la fecha de sus nupcias y el nombre (tío Lucrecio) sí que le recordó a alguien a quien había olvidado tiempo atrás: el lenguaraz hermano de su madre. Aquel al que llamaban “el Mero” porque por la boca muere el pez y él siempre se buscaba disgustos por no saberla mantener cerrada.
La viuda se preguntó qué relación tendría la fecha de su boda con el tío Lucrecio y, poco a poco, algunos recuerdos fueron desperezándose en su cabeza; en seguida, aparecieron dentro de ella el hermano de su madre, tres botellas de aguardiente, las risas de su tío acerca de la difícil belleza de la novia y algunos comentarios obscenos sobre los motivos de aquella boda. De pronto, recuerda a Ginés apretando los labios, secándole las lágrimas y llevándola a casa. No se volvió a ver al tío Lucrecio y nadie lo echó de menos.
Al regresar del pasado, Marcelina decidió desentrañar el misterio que guardaba aquel cofre y, ralentizada por el miedo, abrió la tapa. Apareció un papel amarillento que descansaba sobre un trapo de fieltro azul. Lo tomó con cuidado y leyó:
“Ese conocido como el Mero por no saber cerrar la boca, hoy ha cometido el gran error de deshonrar a mi queridísima esposa…”.
Marcelina se detuvo a enjugarse las lágrimas, que le brotaban de los ojos al conocer la tierna reacción de su marido. Después, pudo terminar la última frase:
“… Ningún español de raza puede permitir algo semejante. Por tal causa, aquí yace. ¡Viva el caudillo! ¡Arriba España!”.
La boca de la viuda se resistía a cerrarse. Sus manos, llevadas por una fuerza invisible que ella no podía contener, se dirigieron a apartar el fieltro añil y, una vez despejado el contenido, los dedos se posaron veloces sobre los labios para evitar sin éxito un grito ahogado: una calavera le sonreía macabramente desde el interior.
Los temblores apenas la dejaban respirar; no obstante, era incapaz de apartar la vista del resto de los cofres. Entonces recordó a Luis, aquel que se pavoneaba en la taberna mintiendo sobre sus conquistas. El que aseguraba que había desflorado a Marcelina una primavera entre los naranjos de Tomás García y que, poco después, desapareció sin desmentir tal falacia.
Dentro del cofre, otra nota y otro fieltro:
“Luis, el de los Antonios, ha injuriado la honra de la que, aunque ella no lo sepa, será mi mujer. Ningún español de raza puede permitir algo así. Por tal causa, aquí yace ¡Viva Franco! ¡Arriba España!”.
Marcelina apretó el papel contra su redondo y voluminoso pecho y volvió a secarse las lágrimas. Perdió la noción del tiempo y no salió de aquel sótano hasta que hubo descubierto, una por una, las treinta y dos calaveras sonrientes y leído sus respectivas explicaciones.
Contra lo que se podía pensar, sólo dos de ellos (Vicente y un tal Agustín) fueron ajusticiados por rojos en exceso. Entre el resto, se podían contar diez morosos, un conductor de autobús que siempre se retrasaba, un carretero que blasfemaba en demasía incluso para su oficio, una pareja de guardias civiles que se negaron a arrestar por falta de pruebas al violador de la pequeña de los Canos, y el violador de la pequeña de los Canos. El pecado de los quince restantes fue faltarle al respeto a Marcelina.
Salió del sótano cuando la oscuridad de la noche ya había invadido todo el local. La viuda, no tan aterrorizada por lo que acababa de ver como conmovida por el amor callado del que había sido objeto, regresó a la cocina a repasar de nuevo, frente a la botella de mistela, las quince notas en las que Ginés declaraba su cariño; tan grande como el que tuvo para su patria y su caudillo. Así permaneció hasta el amanecer, releyendo una y otra vez mientras acababa con el aguardiente. Hasta que la borrachera y el sueño la vencieron, y su cabeza se desplomó encima de los pliegos desperdigados sobre el hule de cuadros azules y blancos.
Al despertar, irguió la cabeza; todavía mareada, despegó un papel amarillento adherido a su frente; y volvió a fijar la vista en aquellas quince cuartillas. Esperó a ser capaz de incorporarse de la silla, se despejó arrojándose abundante agua fría sobre la cara, y bajó de nuevo al sótano; esta vez con paso firme y decidido. Colocó cada una de las notas dentro de su cofre, apagó la luz, volvió a dejar la plataforma de madera como la había encontrado y, por fin, permaneció unos instantes leyendo los titulares de los periódicos del expositor.
Decidió que eran otros tiempos: sacó tres billetes del bote de las alubias, los enfundó en su escote y se dirigió al quiosco de la calle Mayor. Allí compró todas las revistas que fue capaz de pagar con sus escasos ahorros; con todo aquel papel multicolor bajo el brazo volvió a la vieja trapería a actualizar la plataforma.
Hoy, Marcelina, de vez en cuando, peina sus rizos violetas, se lava con “Heno de Pravia”, y toma el autobús 44. Un par de veces ha llegado hasta Nonduermas, donde, según ella, fabrican los cofres más duraderos.
En ocasiones, si alguien se obstina en mantener un comportamiento inadecuado, un halo de misterio circunda su oronda sonrisa encarnada y comenta: “Creo que mañana tomaré el 44”.
miércoles, 8 de julio de 2009
Un aire familiar, de Felisa Moreno Ortega, Mención especial en el Certamen Amor en el tiempo 2009
La primera vez que los vi en el barrio tuve la sensación de que ya los conocía. Tenían sus rostros un aire familiar, desgastado por el tiempo. Me llamó la atención su forma de mirarse, descubriéndose a cada parpadeo, y la manera de enredar sus manos, como un racimo de uvas pasas, arrugadas pero dulces.
Desde entonces me dedico a espiarlos. Deben de sobrepasar los ochenta, pero aún se mueven con cierta agilidad. A ella le cuesta subir los escalones y él suele ayudarle mientras que, con disimulo, le da un pellizquito en el trasero y se ríe travieso, como si los años no hubieran sido capaces de destruir sus ganas de vivir, de estar juntos.
Conforme descubro más cosas sobre ellos, más familiares se me hacen. Un día los sorprendí dándose un beso en el rellano; yo salía de mi piso, bajé la vista y pasé sin saludarlos, muerta de vergüenza; escuché unas risas nerviosas, de chiquillos pillados en falta.
Lo más extraño del asunto es que nadie más en el edificio parece haberlos visto. Sólo yo los escucho cuando suben por las escaleras dedicándose palabras de amor. Se lo he comentado a mi marido; no ha parecido extrañarse, dice que tengo la cabeza llena de historias, que debería hacerme escritora. Sólo son un par de ancianos, no te obsesiones, dijo antes de darme un beso y marcharse a trabajar. Mientras lo veía alejarse, pensaba, ¿llegaremos nosotros a ser como ellos, nuestro amor permanecerá intacto hasta el final?
Hoy he decidido pasar a la acción. Voy a subir a su piso para invitarlos a tomar café, así calmaré mi curiosidad. Llego un poco ahogada y me encuentro la puerta abierta. Pulso el timbre, nerviosa e impaciente. Nadie responde a mis llamadas. Entro. Recorro la casa. Me sorprenden los muebles de diseño futurista, me recuerdan a un reportaje que echaron hace poco por televisión, trataba sobre el aspecto de las casas en las próximas décadas. Sobre una mesa, abandonado, descubro un sobre de color crema. Dudo. Por fin lo abro. Es una carta, una carta de amor. Me falta el aire. No es por el nombre que leo arriba, mi nombre. Ni por la firma inconfundible del que la ha escrito, la de mi marido. Lo que me ha dejado trastornada, fuera de mí, es la fecha, esa fecha; 14 de febrero de 2039.
martes, 7 de julio de 2009
A voz en grito
—¡Ave Cesar! Los legionarios no quieren permanecer en las Galias.
—Pues que se replieguen inmediatamente, no faltaría más.
El Remendón dice que España ha cumplido sobradamente, pero si hace falta que se queden un poco más, que se queden, o si el Amo desea un incremento del esfuerzo bélico en Afganistán, por eso no vamos a regatear. Ira y frustración por nuestros gobernantes.
Certamen UNED de Narración Breve
http://portal.uned.es/portal/page?_pageid=93,644264&_dad=portal&_schema=PORTAL&id_noticia=1039
lunes, 6 de julio de 2009
Breve crónica murciana
Y estuvimos en Murcia...
Quizá ahora toque asumir realmente lo que los finalistas habéis logrado, que es mucho. Es un privilegio estar ahí, y felicito de nuevo y debo decir que me siento muy orgulloso de Felisa, Pablo, Paco, José Manuel, Jesús, Lola, Lupe, María José y Mercedes. Igual que me siento orgulloso de todos los que participaron, algunos de los cuales, sin ser finalistas, se desplazaron hasta Murcia y vivieron la entrega como si también hubieran sido ganadores (se sentían ganadores, todos nos sentíamos ganadores por estar ahí). Y también mi agradecimiento para todos los acompañantes y a todos los que, desde lejos, estabais con nosotros.
Finalistas en el certamen "Amor en el tiempo", con María Luisa, Salvatore, Carlos Marzal y Carmen Posadas.
Al llegar a la ciudad, disfrutando de la gastronomía murciana.
Los finalistas del certamen de narrativa, con Luis Alberto de Cuenca
Parte de la comitiva desvanera
Parece que los rumores son ciertos y que Ramón Alcaraz cuenta con varios clones que son los que le permiten el don de la ubicuidad (en la foto, con su clon Jesús Muñiz)
sábado, 4 de julio de 2009
Las horas..., esas horas, por la noche o por el día. Sábados de Mercedes
Se está fraguando tu muerte. Allá no tan lejos. El viento me trae sus susurros cuando pronuncia tu nombre.
Qué distantes y a la vez cercanos me parecen esos tiempos en que no intuía tu final. Ahora soy la única que sabe cuándo será el fin de tu historia, quince días y todo habrá acabado para ti, eso me corrompe el alma.
Por tu mirada sé que intuyes la cercanía del fin y decides compartir conmigo las horas... Esas horas, por la noche o por el día; y me cuentas tu vida, grandes pinceladas de tu mundo desfilan por mis ojos. Quieres que te conozca, que sepa lo que fuiste , lo que no llegaste a ser y me cuentas retazos de historia donde los niños nunca fueron niños pues debían ser hombres, el amor a tu madre, tu primera cabra y tu vaca coja…. De eso hace tanto tiempo... Estás cansado, demasiado para querer seguir en este mundo. No puedes y aun sabiendo lo que dejas pides que la muerte venga pronto a mecerte en sus brazos...Y yo me llevo guardado en el bargueño de mis recuerdos aquellas horas…, esas horas, por la noche o por el día que compartimos; es mi herencia más preciada, mis raíces, lo que nadie me podrá arrebatar y aunque quiera jamás podré deshacerme de tu legado hablado, allí donde esté permanecerá conmigo para lo bueno o lo malo
Te vi luchar cada día de tu vida, le robaste a la existencia horas haciendo de cada jornada un mundo nuevo por el que merecía la pena luchar. Le despojaste tiempo al tiempo… Viviste.
Aquellas horas, las horas…, esas horas, por la noche o por el día en que me decías:
¾ Quiero descansar.
¾ ¿Por qué, papa?, no nos veras más.
¾ Estoy cansado, no puedo, necesito dormir eternamente.
¾ ¿Y nosotros? No te veremos cada día, no echarás un vistazo al cielo, a los campos verdes…
Y tus ojos grises me miraban y me hablaban… Juntos creamos un universo inmenso de amor y confesiones, miradas cómplices y palabras de cariño.
Lentamente cerraste los ojos. Respirando serenamente escuchaste… Era ella, que venía a buscarte. El silencio se volvió contundente y adquirió significado, ya no había ansiedad ante el desenlace.
Dejaste de luchar… Estaba todo dicho. Tu voz,… las voces de tu pasado, de tu historia, habían hablado. Escuché claramente tus pensamientos en las horas...; esas horas, por la noche o por el día…
Ahora sabía que estabas en paz.
De haber tenido lágrimas hubiese llorado. No podía. Te preparaste para el final y me aleccionaste a mí con tu partida ¿Qué haré ahora? Seguiré la sombra de tu senda, buscaré los colores y los sonidos que pintaste para mí, esas imágenes que quedaron plasmadas en mi memoria, la belleza de una época que no conocí pero que me invitaste a soñar.
Las horas..., esas horas, por la noche o por el día que pasé contigo se convirtieron en esperanza y en hadas de fantasía.
Ya oscurece, el día se apaga… Lentamente abandonaste este mundo.
viernes, 3 de julio de 2009
A voz en grito
Vivir solo significa fundamentalmente vivir cubierto por un gran manto de silencio, no disponer de alguien a quien contar tus penas, alegrías, preocupaciones, tus pensamientos. A cambio, no soportas las estupideces ajenas; y en el cambio sales ganando.
Como vivo en el campo disfruto del canto de los pájaros, del murmullo del viento meciendo chopos y bambúes, del croar de las ranas y del maullido, o ronroneo, de mi gata cuando me ordena algo. Y eso es todo, excepto cuando alguna gentil sudamericana intenta venderme algo por teléfono, regalo algún monosílabo a la cajera del supermercado o escucho el eco de mis pasos enmarcado en el pasillo de casa.
El gran manto del silencio está cuajado de diamantes y rubíes, aunque también tiene algún roto por el que se escapa mi voz tonante:
—¡EPA! —grito como un poseso.
—Minondas —me contesto bajito.
jueves, 2 de julio de 2009
Mi testamento. Primer premio "Paseos por el alambre"
Relato ganador del certamen "Paseos por el alambre"
(Sábados literarios de Mercedes)
1.- Dejo a mis hijas y a mi marido algo que no es tangible, que no se puede pesar; pero que si lo tienes, eres la persona más feliz de éste mundo; mi “amor” para que esté con ellos hasta el último día de sus vidas.
2.- Lego a mi familia mis obras de arte, (un poco rimbombante, quiero decir mis cuadros) que es lo más preciado para mí, espero que lo sepan valorar.
3.- Dejo a mis hijas, mis caricias; para que sientan mi tacto cuando se encuentren deprimidas y piensen que siempre estaré con ellas. Espero que les ayude a fortalecerse frente a las adversidades.
4.- Dejo a mis amigas un reloj muy especial, con el que puedan parar el tiempo en el momento que quieran, y entonces, se acuerden de todos los instantes felices que hemos pasado juntas.
5.- Regalo a mis amigas un cuadro a cada una, para que tengan un pedacito de mí en su corazón.
6.- Dejo a mis sobrinos- que aunque políticos- los quiero igual como si fueran de verdad, un cuento a cada uno, para que encuentren a su tía reflejada en cada una de las palabras del mismo.
7.- Regalo a cada miembro de mi familia, una frase dedicada, en la que les transmito mis sentimientos más especiales hacia ellos.
8.- Regalo a mis amigas una máscara sonriente, para que se la pongan cuando les invada la tristeza.
9.- Dejo a mi marido una cinta con los viajes que hemos realizado juntos, y se acuerde; -pero no con tristeza, sino con alegría- de esos días tan bonitos
10.- Dejo a mis hijas un libro con todos los consejos que les he dado a lo largo de su vida, y lo conserven, como algo que les pueda ser útil alguna vez.
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Blog de Carmen Andújar: http://carmenandujarzorrilla.blogspot.com/