La reconocí enseguida. Tan delgada y pecosa como siempre. Y, como siempre, rodeada de personas que reían sus gracias, hipnotizadas por su mirada azul. Aunque siempre sola. Ausente pese a todo. Como cuando la conocí. [...]
domingo, 30 de diciembre de 2007
Veronika
La reconocí enseguida. Tan delgada y pecosa como siempre. Y, como siempre, rodeada de personas que reían sus gracias, hipnotizadas por su mirada azul. Aunque siempre sola. Ausente pese a todo. Como cuando la conocí. [...]
Alba de Montnegre
El caso del cadáver sonriente
(Novela Ganadora X Premio F.García Pavón)
Se trata, según ha explicado el editor Jesús Egido, miembro del jurado en representación de la editorial Rey Lear que va a publicar las obras ganadoras del premio de Narrativa Francisco García Pavón y del premio de poesía Eladio Cabañero, “El caso del cadáver sonriente” es una novela muy en la línea de Eduardo Mendoza. Una novela “un poco enloquecida”, ambientada en Barceloma, que cuenta la historia de una búsqueda de un robo desde los barrios bajos de La Mina, en Barcelona, hasta los más elitistas de la Ciudad Condal, con una especie de ex-policía, de detective privado al que ayuda un japonés nacido en Barcelona. “Esta trama enloquecida –asegura Egido- nos parecía original, con una extensión breve y una estructura bastante bien compuesta”.
http://www.estudioenescarlata.com/fichalibro.php?id=978-84-935531-8-0
Felisa Moreno gana el Certamen de Novela Diputación de Jaén
El círculo de los nombres
El riesgo es un misterio
–Oye, Fran, se gana mucha pasta ¿no?
–Sí, mucha pasta.
Y sin añadir una palabra más dio una voltereta hacia atrás y con el impulso, de un salto, se quedó en equilibrio sobre el alambre. Su amigo levantó la mano a modo de saludo y se fue. Su trabajo solo estaba a diez minutos. Mientras ascendía lentamente, sentado sobre una viga metálica, viendo como se alejaba el suelo y los objetos disminuían de tamaño, pensaba en su amigo Fran; todo un tipo, jugándose la vida en el circo para llevar el sustento a su familia. Se lo imaginaba haciendo piruetas en el cable: él nunca se jugaría la vida de aquel modo, aunque tuviera que pasar estrecheces. Seguro que su esposa vivía más tranquila, sin la zozobra de esperar en cualquier momento que el sufriera un fatídico accidente. Sonreía reflexionando en lo difícil que resulta ganarse la vida para algunos, mientras caminaba con soltura por la estructura metálica, a doscientos veinte metros del suelo.
Mar de arena
De pronto se abrió la puerta. Un vómito de sol inundó la recepción del hotel y el viejo Molina, movido por un resorte, llevó la mano al rostro para protegerse del resplandor. Un cliente, pensó con cierto fastidio; no esperaba a Huatac hasta el anochecer.
El viajero se detuvo sin cerrar la puerta, tratando de acomodar sus ojos a la penumbra interior. Al fin distinguió al viejo en camiseta, acodado sobre el mostrador de madera haciéndose sombra sobre los ojos abotargados. Tenía los dedos hinchados por la mala circulación y la piel seca como un lagarto.
―Entra o lárgate, pero cierra la maldita puerta.
Si quiso ser brusco, lo consiguió sólo a medias: su garganta acusaba la sequedad de muchas horas sin articular palabra. La puerta, al retornar, improvisó un fugaz espejismo de brisa. Adentro se restableció una oscuridad de cuarenta y tres grados. El viajero se quitó las gafas oscuras. Molina advirtió que llevaba dos pares superpuestos y supuso que se trataba de un veterano del desierto. Le observó a sus anchas, mientras las plegaba y las guardaba en la mochila que acababa de dejar en el suelo con tintineo de hebillas y cremalleras. Aún no había dicho ni una palabra. Molina desentrelazó las gruesas piernas del taburete alto que ocupaba y desapareció por la puerta trasera de la recepción. Volvió al cabo de un rato, con un vaso de cristal a medio llenar con agua lechosa que depositó sobre el mostrador de madera renegrida. Los ojos del viajero brillaron. Tomó el vaso con una leve inclinación de cabeza en señal de agradecimiento. Después lo elevó, como en alguna suerte de ofrenda religiosa y por fin lo llevó a la boca. Le había reventado la piel de los labios en varias grietas y aún tenía pequeños restos de sangre seca en algunos puntos. Bebió con delectación, consagrando el momento, sin importarle la falta de transparencia. Aún permaneció unos segundos con la nuca hacia atrás cuando hubo terminado el líquido. Después, depositó el vaso sobre la madera con un golpe de punto y final y se quitó el sombrero de pajillas requemadas. Pidió una habitación sin preguntar el precio. Molina observó sus ropas polvorientas. Sin dejar de mirar al viajero, sacó el libro del registro del hotel, un libro gordo y apaisado con remaches dorados y tapas de cuero sobre las que se leían, entrelazadas las iniciales del hotel, H M, Hotel Molina, lujoso establecimiento que en otro tiempo le hizo de oro y ahora era su único lazo con la vida.
―Tendré una habitación si tu tienes con qué pagarla.
Acostumbraba a tutear a todos, como si estuviera por encima de los demás o como si no le importara que sus clientes se quedaran o se marcharan. El viajero le contempló sin expresión.
―¿Es usted el dueño?―remarcó sus palabras para mantener la distancia. Aún conservaba la fe en sí mismo.
El viejo apenas inicio un asentimiento. Un palillo muy viejo le colgaba del labio reseco. Tomo el documento que le tendía el viajero y lo leyó con parsimonia por ambos lados. Garrapateó sin ganas el nombre del viajero sobre la primera línea vacía del registro. Luego se levanto con la pesadez de un elefante y se acercó a los casilleros de madera que cubrían toda la pared del fondo. Escogió una llave y se la ofreció al viajero.
―La escalera está al fondo.
―¿No hay ascensor?
―Hay―. Señalo con el pulgar hacia una esquina de la estancia. El viajero levantó su mochila y dio unos pasos en la dirección indicada. Echo una ojeada al interior de la cabina. Un espejo con caries le devolvió la imagen deslavazada de su rostro sin afeitar. Luego tanteó la plataforma con el pie. En las esquinas se acumulaba arena y suciedad de muchas semanas.
―¿Es seguro?
―No―dijo una voz suave―. El fluido se corta cada poco. Utilice la escalera.
El viajero giró la cabeza y su mirada tropezó con la de la mujer. Estaba sentada en una silla, con las piernas abiertas y extendidas. Era muy flaca y llevaba el pelo recogido en un moño de varios días. Se abanicaba sin fe con un pedazo de cartulina gris.
―Me llamo Edna―dijo buscando con los ojos su mirada. No quería dejar escapar su oportunidad de unas cuantas frases con alguien que no fuera el viejo Molina.
―Hugo de Sao-Cruz―Su voz sonaba a extranjero. La penumbra comenzaba ya a relajarle los ojos. Un abanico de rayas blancas delataba el guiño continuado al que había sometido su rostro en el exterior.― Pasé por aquí hace dos días. Camino al puerto.―Aún tenía la garganta seca y le costaba hablar seguido.― Me extravié. Y... decidí volver.
La mujer movió la cabeza con resignación.
―No se extravió. ―Le pareció menos cruel que decir que no existía el puerto.
Una chispa de sobresalto se encendió en los ojos del hombre. Enseguida se repuso. Volteó la espalda a la mujer, como único conjuro de las malas noticias.
―Más tarde le subiré la cena―. El viajero apenas siseó un mustio gracias y se dirigió a la escalera. La mujer observó la camisa empapada pegada a la espalda del viajero. A salvo de su mirada, se enjugó el sudor de debajo de los senos con el propio vestido floreado. Minutos más tarde, escuchó el lamento de las cañerías y se le antojó que temblaban como los huesos de un esqueleto atormentado. Joder, escuchó imprecar al viajero, desde su habitación, ante la falta de suministro. Joder, pensó también ella y se levantó arrastrando los pies, consciente de su deber de subirle un balde de agua. Salió al traspatio y se aplicó en la tarea de sacar agua del pozo, a la manera de su bisabuela, con un cubo y una cuerda. Cuando hubo llenado dos cubetas, tomó cada una en una mano y subió cargada como una mula. El viejo no se había movido de su sitio, ni había cambiado su expresión indiferente. Cuando estaba a dos pasos de la puerta, sonó un disparo irrectificable en la habitación del viajero.
―¡¡Jesús!!― se sobresaltó la mujer. Soltó los cubos, derramando parte del liquido en el suelo. Golpeó la puerta con la palma, con una urgencia innecesaria.
―¡Señor Sao-Cruz! ¡Señor Sao-Cruz! ¿Ocurre algo, señor? ¡¡Abra, por Dios!!
El viejo Molina subía con otra llave. El contoneo que imprimían los pasos cortos y apurados a su cuerpo desacostumbrado a las prisas, le daban un ambiguo aire de marica. Al abrir la puerta, lo primero que vieron fueron los sesos desparramados del viajero. Estaba acostado en la cama, como si su última voluntad de sentenciado hubiera sido conceder una tregua a su cuerpo maltrecho. De su mano derecha colgaba el arma, una beretta del nueve extraplana. El viejo Molina le destrabó sin ningún pudor los dedos inermes y se apropió de ella. Después, abrió la mochila y la volteó para registrar su contenido: un par de botas antiguas, unos pantalones de algodón oscuro, tres o cuatro camisas arrugadas, dos pares de gafas negras, una linterna y una navaja multiusos. La fetidez de las ropas sudadas se dejó sentir. Con la punta de la bota separó un poco las prendas, buscando lo que consideró que podía venderse. De pronto pareció recordar algo muy importante. Le tanteó los bolsillos de la camisa y extrajo una cartera muy gastada. Después, dobló con dificultad su barriga voluminosa para recoger del suelo el despojo y lo lanzó sin ceremonias sobre el cuerpo del viajero. La mujer lo miraba sin atreverse a intervenir, apoyada en el quicio de la puerta. A través de las rejillas de la persiana penetró una vaharada de aire caliente y el olor se hizo más espeso. Cuando hubo terminado de registrar la cartera, Molina hizo un gesto para que se acercara.
―Toma de aquí―le ordenó, mientras le tendía dos puntas de la colcha. Entre ambos envolvieron el cuerpo pero era evidente que pesaba demasiado. Después de dos intentos fallidos de moverlo, la mujer puso palabras al pensamiento de ambos.
―Habrá que esperar a que regrese Huatac para que nos ayude a bajarlo.
Huatac llegó, como siempre, con la noche. Edna lo estaba esperando, despatarrada sobre el escalón de la puerta trasera.
―Hoy llegó un viajero. Se disparó porque no había agua― resumió con la voz rota.
El indio subió, guiado por su instinto, sin preguntar en qué habitación lo habían alojado. Lo cargó sobre su hombro y lo bajó sin esfuerzo aparente. Salieron al traspatio. Al dejar el bulto en el suelo reparó en que había ido perdiendo parte de la carga: la mujer recogía las ropas que habían quedado por el suelo, como camisas de serpiente recién mudada. Después comenzó a cavar. Sólo la mujer lo acompañaba. Molina hacía horas que dormía.
―¿Por qué vendría a morir aquí, Huatac?
Él no contestó y siguió cavando. Después de un rato, dijo:
―El calor lo volvió loco.
Un perro aulló en alguna parte.
―Nosotros también nos volveremos locos― sentenció la mujer. Y, luego, con la voz amarga, explicó: ―¡Ese hombre, Huatac! Vino del sur, buscaba el puerto. ¿Te lo imaginas, Huatac, allí, sobre los restos del entarimado de madera, y, en lugar de agua, encontrar más arena? ¡Yo estuve una vez allí! Los barcos encallados, aún sujetos al puerto por los amarres, como si se hubieran ahorcado todos a una. ¡Y ese olor, Huatac! El horrible olor a pescado muerto corrompiendo el aire.. No tuve valor ni palabras para decirle que el mar se había retirado... Y él... él se mató porque no había agua...―Su voz se hizo un sollozo ininteligible. Él soltó la azada y la tomó por los hombros.
―En algún momento tendrá que llover... ― susurró sin convencimiento. Ambos sabían que no había escapatoria: pertenecían a una especie animal voraz que no había tenido ningún respeto por el planeta. Y ahora la Naturaleza les devolvía, multiplicado, el azote recibido.
Si no fuera porque con el calor extremo los cuerpos se hinchan como cactos y retienen el poco agua que les queda, llorarían.
Pero ni siquiera podían contar con ese desahogo. Era demasiado tarde para llorar.
El hacedor de miércoles
Se había enterado de que existían otros países y que, en algunos, era diferente. Estaba harto de la uniformidad. Veinte duendes por fábrica. Todos funcionando como un reloj, coordinados como las patas de un milpiés.
Fabricar, ensamblar, descansar, no pensar.
Fue por eso que Duendelirio se marchó. Buscando un cambio. Un ambiente en el que poder desarrollarse de verdad.
Era un duende nórdico. El primer destino que le fue asignado al llegar a la mayoría de edad, allá en su Noruega natal, fue en Semanadag, la fábrica de semanas. Le hizo mucha ilusión. De pequeño, le encantaba bajar a las vías del tiempo y disfrutar de la velocidad con que se sucedían los días y las semanas, con ese ruido ensordecedor e imparable de maquinaria ferroviaria que tanto le impresionaba. Cuando llegó, le asignaron la fabricación del tercer día, Onsdag. Comenzó haciendo un boceto en su cuaderno. Unas cuantas líneas de delimitación, luego un bosquejo global y básico, después fue afinando formas y concretando detalles. Estaba poniendo mucha pasión en su Onsdag. Pensó hacer algunas variantes, no fueran a ser todos los días iguales. Y cuando más absorto estaba poniendo colores a su boceto, fue llamado al despacho del Coordinador.
Duendelirio se emocionó un poco. Pensó que su idea de Onsdag debía de ser tan fenomenal que había transcendido a sus jefes y que iba a ser felicitado por ello. En lugar de eso, el Coordinador le advirtió con su voz nasal:
¾Tu trabajo se limita a producir dos letras: On. En la sala contigua, algunos de tus compañeros trabajan tallando sdag. Cuando tengas tus On terminados, se los entregarás al duende ensamblador. No te llevará mucho tiempo. Después, podrás hacer lo que te venga en gana, hasta tu próximo turno.
El coordinador lo llevó al taller. Una fila de enanos tallaban letras en madera. Al otro lado de la máquina ensambladora, una ristra de Mandag, Tirsdag, Onsdag, Torsdag, Fredag, Lordag y Sondag, todas iguales en forma, tamaño y color, era seguida por otra ristra de Mandag, Tirsdag, Onsdag, Torsdag, Fredag, Lordag y Sondag, y luego por otra, otra y otra.
Duendelirio estaba un poco desconcertado. Le hubiera gustado al menos que le permitieran tres letras. Ons era, al menos, algo más sonoro que un simple On. Y después de todo, estaba todo ese trabajo absurdo de serrar una S y pulir el corte para acoplar bien la pieza a la mitad de los días de la semana.
Se atrevió a contar su idea a un par de compañeros y fue llamado de nuevo al despacho del coordinador.
¾Tu trabajo se limita a producir dos letras: On. ¿Qué es lo que no logras entender?
¾Pero si...
¾Nuestro equipo funciona como un reloj. No trates de mejorar nada. Ya estamos en la cresta de la ola.
Quedaba todo claro. Era un duende, pero no le permitirían nunca desarrollar al máximo sus facultades. Agachó las orejas, tragó saliva y se puso a trabajar. ¿Qué otra alternativa le quedaba?
Pasaron unos años. Duendelirio procuraba obedecer las indicaciones de la Fábrica de Semanas. Sobre todo, en lo concerniente a no pensar. Porque cuando lo hacía, un tremendo malestar se apoderaba de sus vísceras. Hasta que no pudo más. Estaba asqueado de que los duendes Sdag remataran su trabajo. Se sentía constreñido. Pensó en marcharse. Después de todo, Semanadag no sería la única fábrica de semanas del mundo, se dijo.
Hizo averiguaciones y sí: se enteró de que existían otros países y que en algunos, era diferente. Contactó con un viejo duende jubilado que le dijo que con su currículum bien podía colocarse en una fábrica de semanas en afrikaans o incluso holandés, donde el equipo de remate se limitaba a un seco Dag. O, también, en la próspera Alemania, donde con una ligera variación de su técnica, podría fabricar Tag. Al Duendelirio no le pareció muy significativo el cambio . Indagó en otras culturas. En Japón podía dedicarse a la construcción de Yobis, o Päev estonios, o Feiras portuguesas. Claro que si lo que quería era un cambio de verdad, podría pasar a esas fábricas exóticas, donde la desinencia se situaba al principio: juma en swahili, il en maltés o Po en hawaiiano. A Duendelirio aún no le pareció suficiente. Buscaba culturas más caóticas, donde cada día de la semana fuera único y no un compuesto prefabricado tipo prefijo-sufijo. ¡Necesitaba libertad creativa! Y, decididamente, no quería depender de nadie que le ensamblara sufijos, que decidiera cómo acababa su día.
Al fin, en un anuario de Productos de la Competencia, encontró el idioma de sus sueños: Ante sus ojos apareció una ristra de Lunes, Martes, Miércoles... Miércoles le dejó prendado. Era incombustible, luminoso y sonoro. Tan entusiasmado estaba que no pudo mantener más tiempo callado su proyecto. La noticia corrió y sus compañeros le hicieron el vacío enseguida. ¿Quién se cree el imbécil éste que es para crear su propio día de la semana? ¡Y sin ayuda de nadie! ¡Fantasma!
Miércoles. ¡Sí!
No lo pensó más. Presentó su solicitud de traslado y el funcionario de turno le dio curso. El Coordinador montó en cólera. ¡Ya era el segundo desacato! ¡Un mequetrefe que se resistía a sus órdenes! ¡Que no respiraba al ritmo unánime de la fábrica! ¡Un tipo con ideas propias! ¡Eso no podía ser! Le concedieron el traslado de inmediato.
Sin mirar hacia atrás, emprendió viaje al sur y llegó a Semanario. Le recibieron bien. Aquí solo vienen los mejores, le dijeron. Aceptaron su solicitud de hacedor de Miércoles y le dieron libertad total. Solo tenía una restricción. Tenían que ser Miércoles, pero Miércoles auténticos, inequívocos Miércoles, que no se pensara que cualquier cosa valía para salir del paso. Duendelirio se aplicó en su cuaderno: Los diseñó de látex que inflaría como globos con forma de salchicha; de cristal espejado; con virutas metálicas entrelazadas; en forma de rompecabezas de cubos de cartón; con flores de jardín; se le ocurrió que también podría hacerlos con sonidos musicales o incluso con sabores, pero siempre, siempre, serían amarillos. Como auténticos Miércoles. El coordinador le felicitó, le condujo al taller y le mostró su banco de trabajo, la panoplia donde se colgaban las herramientas, la zona de descanso, los alrededores de la fábrica... Luego señaló la típica luz rosa del viernes que, a modo de crepúsculo, comenzaba a iluminar el horizonte y le pidió que se diera prisa.
¾No nos quedan Miércoles en stock.
¿Ni uno sólo? ¿Cómo era posible? En Noruega trabajaban con más margen, desde luego. Duendelirio se imaginó el desastre, el caos, el apocalipsis que provocaría si, amaneciendo el Martes, no había un Miércoles ya preparado. Y, desde luego, no quería ser el culpable de un parón en el tiempo y que el mismísimo Saturno bajara a pedirle cuentas. Se le erizaron los pelos solo de pensarlo.
Duendelirio se remangó. Quería iniciarse con un buen Miércoles, un Miércoles que diera que hablar, que nunca se olvidara. Le pareció buena idea hacerlo en piedra. Salió al monte a buscar una del tamaño adecuado. Arrastrarla hasta el taller supuso un buen esfuerzo. ¡Uf! Quizá no había medido bien sus fuerzas, pensó cuando un crepúsculo rojo anunció el comienzo del nuevo Domingo. Pero ya tenía su proyecto en marcha y no iba a volverse atrás. Cuando consiguió colocarla sobre su banco de trabajo, Duendelirio estaba agotado. Pero no le importó. No quería que la inspiración se marchase, así que puso manos a la obra. Con la gubia cortó los picos que le estorbaban y dio la forma deseada, una especie de almendra gigante. Se detuvo unos minutos para secarse el sudor y beber agua, pues tenía la garganta reseca del polvillo. Después, continuó tallando, primero el contorno general, y luego, poco a poco fue descendiendo hasta los detalles más precisos. A veces se alejaba unos pasos para ver la obra en su conjunto y aprovechaba para recuperar el resuello. O giraba alrededor para comprobar que el estilo era homogéneo y, de paso, se masajeaba las manos y los dedos para evitar los calambres por la carga muscular del trabajo. Por fin, dio dos manos de lija a la obra, para eliminar cualquier aspereza al tacto y, muy satisfecho, colocó su primer Miércoles en la plataforma de entrega.
¡Había terminado! Estaba cansadísimo; no sabía exactamente cuánto tiempo llevaba trabajando sin parar, pero estaba feliz y eufórico así que no quiso irse a dormir con tanto desorden. Recogió el utillaje, tiró al bote los restos de piedra que salpicaban el suelo del taller, afiló las gubias, barrió el suelo, abrió un poco la ventana para ventilar y fue en ese momento cuando, con gran desesperación, vio surgir en el horizonte la luz crepuscular naranja oscuro que anunciaba el comienzo de un nuevo sábado, señal de que debía ponerse, en ese mismo momento y sin que diera tiempo a nada más, a fabricar un nuevo Miércoles para la próxima semana.
En este pueblo no hay ladrones
A punto de aparcar el coche, me di cuenta de que no podía volver a casa. La bolsa debía de contener unos trescientos mil euros, superando con mucho el mejor botín que hasta entonces había logrado. Por eso no podía volver. La policía no dejaría el caso así como así. Yo sabía que era fundamental continuar como si nada, sin hacer grandes gastos que levantaran sospechas entre los vecinos. Ni siquiera podía fiarme de mi novia. Una lástima, porque Silvia me gustaba. Pero no podía arriesgarme a que me denunciase. La conocía bien. ¡Ay, Silvia y su terrible sentido del deber! Así que continué por la autopista y dejé atrás la ciudad donde había vivido tres años con ella, en busca de un lugar donde comenzar de nuevo.
Después de conducir durante horas, aparqué en una plaza empedrada de un pueblo sin muchos atractivos y recorrí sus cuatro calles a pie La principal, que era, además, la carretera general. La mayoría de las viviendas eran casitas bajas con un poco de terreno donde cada vecino tenía su cachito de huerto y su granja. Los terrenos circundantes, hasta donde alcanzaba la vista, eran terrenos de labor. A lo lejos, la sierra. Comercios había muy pocos. El viento traía olor a tierra mojada, estiércol y pan. Fue por eso por lo que me gustó.
Mediada la tarde entré en la Taberna del Ausente. Los labriegos, todos a una, posaron su vaso de vino en la barra y se volvieron a mí. Me sentí examinado; lo importante era ser aceptado pronto. Me presenté como un empleado de baja por crisis nerviosa que buscaba un lugar tranquilo donde reponerse, lo cual tenía pocos puntos en común con la verdad, pero justificaba perfectamente mi estancia allí.
Por suerte, allí la gente no hacía preguntas. Tras unos minutos de charla con los compadres, pregunté si conocían en el pueblo a alguien dispuesto a alquilarme una casita. Pablo, el Terco, dio un capirotazo sobre el mugriento mostrador, dirigiéndose al mozo:
-Coño, chico, tu patrona.
El chaval, un gordito de unos veinte años con un aire entre atontado y burlón, no sabía de qué le hablaban.
- ¿Mi patrona, qué?
- Que tiene la casa de la calle del Pozo cerrada desde que se ausentó el Braulio, chico, que estás atontao. -El Terco me ponía en antecedentes a mí-. Está toa la carretera palante, casi orilla con el camino del cementerio, que sube pal monte. Hace que la tiene cerrada casi dos meses...
- Tres -le interrumpió el Caracoles.
- Dos, Caracoles, dos meses que se ausentó el Braulio.
- Tres, joé, me acuerdo que mi señora estaba esperando y me llegó la noticia cuando me nació el chaval.
El Terco hizo como si no hubiera oído y para zanjar la cuestión me aseguró, subrayando sus palabras con un gesto de sus manos que no dejaban lugar a dudas de que en el pueblo le llamaban el Terco por algo:
- Dos meses que la tiene cerrada y sólo va a dar de comer a las gallinas. Dicho así, parece que está abandonada; pero... ¡qué va! Habrá que adecentarla un poco, digo yo, pero pa una persona sola ya le vale, ya.
Tras unos chatos más, el Terco mismo me acompañó a casa de doña Esperanza a cerrar el trato. Vaya, si se le había metido en el coco que yo alquilara la casa de las gallinas, seguro que lo conseguía.
Doña Esperanza, la Esperanza para los del pueblo, vivía en una casa nueva de la plaza. Era una señora mayor, de pelo blanco y múltiples arrugas en el rostro que aparentaba, incluso, más edad porque toda una vida bajo el sol había estropeado su cutis más de lo natural. Nos recibió con amabilidad, ofreciéndonos enseguida una taza de café, que el Terco aceptó por los dos.
Pasamos a la sala. La vivienda , aun siendo nueva, soltaba un cierto tufillo a casa antigua, sin ventilar, rebosante de recuerdos. La salita era pequeña, demasiado pequeña para los muebles que contenía: una mesa camilla en el centro, bajo una lámpara de cerámica de gusto dudoso; un sofá de dos cuerpos y otro de tres, donde se suponía que debíamos sentarnos, aunque quedábamos ridículamente bajos con respecto a la mesa; un aparador que contenía mil minucias, que quedaba oculto por el tresillo; y una vitrina donde se exhibían varias colecciones de cristalería y vajilla, de ésas que a algunas mujeres les gusta coleccionar para no usar jamás. Para confirmar mi impresión, doña Esperanza trajo una bandeja con un juego de café de la cocina, el de diario, a juzgar por lo desportillado de algunas piezas. Trajo también una botella de Chinchón de la que ella misma se sirvió un chorrito diluido en el café negro.
Hablamos, o mejor dicho, habló el Terco por mí. Estaba claro que me había adoptado como su representado y he de decir que no me hizo mala representación, para haber sido un recién conocido. Obtuvimos el arrendamiento de la casita de las gallinas por un precio razonable. Doña Esperanza me contó que la casa le daba mucho trabajo y además le recordaba a su Braulio. Una lágrima pugnaba por escaparse y resbalar por su mejilla.
- ¡Qué bárbaro! -pensé-. Tres meses y aún le llora. Esta mañana me separé de Silvia y ya ni me acuerdo de ella.
Se enjuagó con un pañuelo muy arrugado y nos contó que había comprado el piso cuando lo construyeron cuatro años atrás porque era mucho más caliente en el duro invierno que los hielos de la casa baja.
- En invierno, ¿sabe usted?, el suelo se hiela y sube el frío por los pies hasta ponerse una mala. Claro que dicho así... Pero usted es joven, estará bien.
El piso de doña Esperanza me daba repelús. Pero lo que me llamó la atención es que, entre tal variedad de recuerdos, no guardaba ni una foto con su Braulio. Curioso, dado que aún lloraba al mencionarlo. El Terco me aclaró después que el tal Braulio, mucho más joven que doña Esperanza, un buen día se hartó de ella y se largó a América y que nunca más supieron de él.
El Terco se ofreció a enseñarme la casa para evitar a la señora salir. Era el mes de octubre, cuando las tardes comienzan a ser más breves, a ojos vista. En la calle se habían encendido ya las farolas. Caminamos un trecho por la cuneta hasta una verja verde. Me sorprendió que la cancela no estuviera cerrada con llave.
- No es costumbre. En un pueblo pequeño no hay ladrones. Aquí tós saben lo que hace ca cual.
El terreno era llano: un rectángulo de unos quinientos metros cuadrados. La casita estaba al fondo, haciendo pared con la del lechero, explicó el Terco. Como para corroborar sus palabras, una vaca se hizo sentir. El gallinero quedaba a la derecha de la finca. Era bastante amplio. Conté cinco bultos durmientes en los palos. El jardín estaba bastante descuidado. Las hojas que llevaban los árboles mudando más de un mes, permanecían esparcidas por el suelo, probablemente cubriendo las de años anteriores. Se notaba que hacía mucho que nadie se ocupaba del mantenimiento de la casa. El Terco abrió. Tuvo que encender el mechero para atinar con la llave. Dentro no había corriente, así que hicimos la inspección bajo la luz del gas. En la primera pieza había una cocina de hierro, como la que yo recuerdo que tenía mi abuela, de ésas de carbón. También había un fregadero de piedra y un ventanuco alto con el vidrio roto. Al entrar, recibimos el olor hueco y triste que no tardaba en envolverte, hálito cadavérico de polvo, humedad y cerrazón, previsible en una casa que llevaba mucho tiempo sin habitar. Después había dos habitaciones más y el baño. En conjunto no me pareció mal. Una casa de pueblo es una casa de pueblo. Por descontado que, dada la edad de la propietaria, tendría que adecentarla yo por mi cuenta, me aclaró el Terco, con la voz de quien sabe que está diciendo una obviedad. Acepté enseguida. Expliqué al Terco que de momento paraba en la pensión de un pueblo próximo y que me corría una cierta prisa instalarme. Quedé en volver a la mañana siguiente para pagar la primera mensualidad y tomar posesión de la casa. Le pedí que buscara a una mujer para que me ayudara con la limpieza. Quería entrar a vivir en un par de días. Después de todo, la casa no era muy grande y no harían falta grandes arreglos.
Al día siguiente recogí las llaves en casa de doña Esperanza y le pedí que me dejara entrar en el baño para cambiarme de ropa. Fue tan amable que me colocó el traje en una percha para que no se arrugara. Tuve la precaución de llevarme un chandal viejo para la faena, pero no caí en el calzado. Como ella se dio cuenta, -debía de llamar bastante la atención en chandal y zapatos de vestir- me ofreció unas botas de su Braulio. Debía de ser un tío enorme el tal Braulio, porque yo calzo un cuarenta y tres y los pies me bailaban a su gusto en las botas prestadas.
Como no me había acordado de pedirle a la dueña que restableciera el contrato de la luz y el agua, y el interior de la casa estaba como boca de lobo, comencé por el jardín. ¡Lo que tuve que sudar! Rastrillar hojas no es de las tareas que mejor se me dan. Me tropezaba con las piedras y, cuando ya tenía un buen montón, el viento me lo esparcía. Cuando había quitado la primera capa de la cosecha de hojas más reciente, venían las del año anterior, enlodadas, podridas. Ésas eran mucho más difíciles de rastrillar. Para esta tarea había comprado una escoba metálica de las que se abren en abanico. Las púas de aluminio se atascaban en el suelo húmedo, salpicando goterones de barro en todas direcciones; parecían cobrar vida propia, como si se tratara de una araña gigante, o de una mano que emergiera de la tierra para aliviarse la desazón producida por el lodo putrefacto. Cuando vi que rastrillando no iba a terminar nunca, me tiré al suelo a recoger hojas a manos llenas. Un excremento de perro me quitó la idea y volví a la posición erecta. Me dolían las manos, los riñones y los pies, que comenzaba a sentir helados. En cuanto se fue la luz tuve que dejarlo. Me salieron algunas rozaduras en las manos y acabé todas las bolsas de basura del paquete. Me acerqué a la vaquería de al lado para presentarme a mi vecino y preguntarle dónde era conveniente tirar las hojas. Él ya sabía de mí: que venía de la ciudad, que quería alquilar la casa a doña Esperanza, que había reñido con la mujer... Me intrigaba cómo podía circular tal cantidad de información a esa velocidad; especialmente, porque no recordaba haber mencionado a Silvia. Como un eco, me vino a la memoria la tosca voz del Terco: Aquí tós saben lo que hace ca cual.
Mi vecino me indicó el vertedero.
- Aquí no hay servicio de recogida de basuras para esas cosas. Hay que llevarlo uno mismo.
Cargué el maletero del coche y en un par de viajes estaba solucionado. Aunque el reloj solo marcaba las ocho y media, ya era noche cerrada. No sabía si importunaría a doña Esperanza, así que me marché a la pensión sin el traje y con las botas de su Braulio. Total, al día siguiente volvería temprano. Tan cansado estaba que ni pasé por la Taberna del Ausente para reponerme, como era tradición en el pueblo. También porque me temía que, de hacerlo, todos se enterarían de que me había llevado puestas las botas de Braulio.
Adecentar la casita fue cosa de un fin de semana. La mujer que el Terco había contratado para mí la dejó habitable en pocas horas. Otra cosa fue el jardín. ¿No he hablado del coche del Braulio? Junto al corral de las gallinas y bajo una enorme mata de adelfas, había quedado abandonado el coche. Era un ochocientos cincuenta de un horrible azul celeste que la lluvia y el sol, por turnos, se habían encargado de afear aún más. Le faltaban varias piezas, entre ellas el motor y las ruedas, de modo que no pudo ir al desguace por sus propios medios. Al principio doña Esperanza se opuso a deshacerse de él, pero en eso me mostré firme: ya me parecía demasiado la paliza que me estaba dando para limpiar la casa como para soportar un vertedero en el jardín. Si no se quería deshacer del coche ya podía buscar otro inquilino, le advertí. El Terco medió entre nosotros y al final doña Esperanza cedió. Pero puso como condición que por nada del mundo desarraigara la adelfa.
- Una de dos -dije -. O la pobre chochea o me ha tomado por un salvaje. A mí no me estorba la planta, sólo la mierda. Por cierto, quizá más adelante hablemos del corral.
Tuve que buscar una grúa que me quitara el trasto. Me cobró veinte mil por llevarlo hasta el cementerio de coches que había junto a la misma carretera, a cuatro kilómetros. Se me ocurrió deducir el importe del alquiler, pero al final la pobre mujer me dio lástima y me sacudí yo el bolsillo. Después de todo, dinero me sobraba.
El invierno transcurría tranquilo para mí. Me iba acostumbrando a mi nuevo tipo de vida. Mis nervios agradecieron poder dormir de un tirón, sin ruidos de autobuses, camiones de basura, motos ni sirenas y temí que mis pulmones se ulceraran de la rara sensación de respirar oxígeno puro en lugar del monóxido al que se estaban adaptando peligrosamente.
Al fin llegó la primavera. Los días se hicieron más largos y más alegres. En la taberna prepararon cuatro mesas a modo de terraza de verano y cada tarde nos instalábamos los parroquianos a charlar de nuestras cosas, principalmente de fútbol.
Una tarde doña Esperanza se cayó al suelo, rompiéndose la cadera. Entre el Terco y yo la llevamos al Hospital Provincial. La operaron; la primera noche permitían a un familiar quedarse con ella, pero doña Esperanza no tenía parientes, desde que la dejó el marido. El Terco se ofreció a quedarse, pero antes debía de arreglar unos asuntos en el pueblo. No me pidió nada, pero se mostró contrariado porque la pobre se iba a encontrar sola cuando la trajeran del quirófano. Me vi en una encerrona. Ella no era nada mío, pero, ¿quién podía negarse? Me prometió volver en el autobús de las nueve para darme el relevo. Bajé al kiosco y compré una novela de Agatha Christie para entretenerme. La tarde prometía ser larga.
A doña Esperanza la subieron a las seis y media. La enfermera me indicó que debía hablarle para sacarla de la anestesia y que no le diera agua aunque ella me lo pidiera.
A falta de mejor conversación, le leí en voz alta la novela. Un par de hojas más adelante descubrí que la estaba durmiendo más. Tenía que sacarle de la anestesia y lo mejor era hacer que hablara ella.
Pasé unos minutos a base de tortitas en las mejillas y unas cuantas preguntas repetitivas, del tipo ¿me recuerda?, ¿quiere que venga El Terco?, ¿a qué hora hay que dar de comer a las gallinas? No se me ocurría nada más. Entonces, para mi sorpresa, doña Esperanza comenzó a hablar. Eran palabras inconexas, sin significado alguno. Me preocupó que estuviera delirando. Llamé a la enfermera, que me ayudó a despertarla por completo. La incorporó en la cama y me dejó allí con ella. La pobre señora miraba al infinito sin ver. Yo rezaba porque volviera pronto el Terco y me sacara del atolladero. Doña Esperanza seguía desgranando extrañas palabras en sus labios.
- Braulio, no debí hacerlo, Braulio. Eras muy burro, Braulio. Mala persona. Robaste a todos, atropellabas a todos. Pobre chica, tuvo que marcharse del pueblo. Qué vergüenza Braulio. Te lo merecías. Tós lo sabían. ¡Que no me toquen la adelfa!. Venenosa como tú.
La enfermera irrumpió en el cuarto y preparó la otra cama donde instalaron a una nueva paciente que enlazaba un ay con otro.
Desde la interrupción, doña Esperanza se quedó callada, callada, como en trance.
Tres días después de la operación de mi casera tuve un atranco en la casa. Pensé que desaparecería solo y me fui a pasear sin volver a acordarme en toda la jornada del incidente. Sin embargo, cuando volví el lavabo seguía lleno con el agua que había utilizado para afeitarme. Ni una gota había bajado por la cañería. En una de las tiendas del pueblo compré un desatrancador y un alambre. Me apliqué dándole al desagüe con uno y con otro, sin resultado. Probé entonces con lo que yo llamo métodos extremos, que son los que te dan los lugareños cuando conocen tu problema y a los que sólo recurres cuando la lógica te ha fallado por completo: posos de café, cocacola, incluso los orines de una vaca, que me acercó amablemente mi vecino, el de la vaquería. No había manera. El lavabo apestaba y estaba a punto de desbordarse. Tenía un problema. Un verdadero problema al que era incapaz de dar solución. En el pueblo no había fontanero, de modo que tuve que ir a buscarlo a otra localidad.
En cuanto llegó me dio su experta opinión. Las raíces de los árboles habían penetrado por una fisura en las tuberías y habían crecido en el interior de éstas, hasta dejarlas casi macizas, impidiendo el paso del agua. Mal asunto. Habría que cambiar las tuberías, desde luego. Y, como la dueña no estaba, me veía en un brete: no podía esperar una semana a su regreso, ni me parecía adecuado tratar con ella el asunto por teléfono. Pero, por otra parte, tampoco iba yo a costear la obra de reparación. De vez en cuando, me veía en la necesidad de regatear: no quería levantar sospechas sobre mi envidiable situación económica. El fontanero me dio una solución intermedia: yo mismo podría cavar para descubrir la tubería, desmontarla y limpiarla. Él me ayudaría a montarla de manera que la haríamos funcionar hasta que la dueña de la casa autorizara el presupuesto del cambio del conducto por otro nuevo, para evitar el problema en lo sucesivo. Estudió el jardín y me dijo que la adelfa era el más probable invasor de tuberías. ¡ Vaya! ¡Precisamente la adelfa que doña Esperanza me hizo prometer en una ocasión que no tocaría! Pero esto era una emergencia y yo después podría plantar otra en un lugar más adecuado.
Devolví al fontanero a su pueblo; fue tan amable de prestarme un pico, una pala y un hacha para empezar a trabajar.
Me pasé la tarde dale que te pego en el jardín de las narices. Me fastidió especialmente, porque había partido en la tele, pero estaba claro que tenía que limpiar de una vez por todas toda la mierda que había echado en el lavabo.
Me prometí un descanso cuando hubiera cavado durante una hora, para controlar el partido. Paré unos minutos para tomar una cerveza, justo lo que duraba el segundo tiempo. Encendí la tele a tiempo de ver cómo nos colaban un gol, un gol injusto, árbitro vendido...; en fin: volví a la tarea un poco más cabreado si cabe.
Hacia las siete de la tarde tenía prácticamente fuera el cepellón de la adelfa. Entre las raíces, enterrada todavía, vi una piedra alargada y con un color muy peculiar. Fue mi curiosidad infantil la que me hizo agacharme a recogerla. Quité la tierra de alrededor . La piedra, o el objeto, era muy largo. Tras hurgar unos minutos entendí lo que estaba tocando.
Se trataba de un dedo. Un dedo humano.
Un escalofrío corrió por mi espalda. Sin saber muy bien por qué, mi primer impulso fue echarle una palada de tierra y esconderme en el interior de la casa. Quise lavarme las manos, pero el problema original me lo impidió. Estaba bastante confundido. No podía pensar con claridad, pero no quería que nadie supiera lo que había enterrado en mi jardín.
¿Y qué había enterrado en mi jardín? ¿Se trataba de verdad de un dedo humano? ¿O quizá era simplemente un guante? También podría ser una mano completa, ¡o incluso un cadáver! ¿Qué se hace en estos casos? Si hubiera pasado alguien por la carretera, yo hubiera podido gritarle oye, ven, ¿qué te parece lo que he encontrado? Y el otro me hubiera contestado, anda, mira, el dedo que el Emeterio perdió con la segadora, lo habrán enterrado los perros. O algo así.
Pero, desde luego, no va uno a la Guardia Civil de Carretera, autoridad más próxima con sólo seis kilómetros de distancia, para hacer venir al furgón de atestados y que te diga un cabo:
- Un guante, mire usted qué bien. Procure no leer tantas novelas de Agatha Christie, me hace el favor.
El ridículo sería espantoso, y además difícil de guardar. Ya lo dijo el Terco. Aquí tos saben lo que hace ca cual.
Eso por no hablar de la alergia que cualquier clase de autoridad me producía. Nunca me habían pillado, pero convenía ser cauto. No sabía qué hacer. Como además estaba anocheciendo, me marché dejándolo todo empantanado. Tenía muy claro que no iba a dormir con un cadáver en el jardín. Pero tampoco sabía adónde ir. Decidí coger el coche y largarme de copas. Di tumbos por varias carreteras, varios pueblos, varios pubs y varios pensamientos. Las palabras de doña Esperanza me martilleaban la cabeza: Braulio mala persona. La adelfa es venenosa como tú, Braulio. ¿Y qué historia era ésa de que una chica tuvo que huir del pueblo, muerta de vergüenza? Lo que había oído de Braulio en otras bocas no me tranquilizaba más. Braulio, llamado El Ausente, el que se había marchado de buenas a primeras y del que no habían vuelto a tener noticias.
Y si no las habían tenido, ¿cómo podían afirmar que se había largado a América? La única respuesta posible surgía en las tinieblas de mi alcoholizada mente: doña Esperanza había matado a Braulio y lo había enterrado bajo la adelfa. Por eso la adelfa olía tan raro. Por eso la tierra no estaba tan dura y por eso el coche sobre la tumba clandestina. Por eso su miedo a que cavara precisamente allí.
A mí, que detestaba la violencia y utilizaba solo un arma de juguete para intimidar, me ponía los pelos de punta pensar que una mujer de aspecto tan frágil y ya entrada en años hubiera sido capaz de matar a Braulio. Sólo pensaba en lo mal bicho que tuvo que ser el hombre para impulsarla a ella a un acto criminal. Por eso ninguna foto del marido. Por eso la lágrima en su mejilla. Todo cuadraba. Todo.
Pero acto seguido me decía: no. No puede ser. En mi borrachera estoy inventando todo esto. Esto no está pasando. No hay un cadáver. No he estado durmiendo junto a un cadáver, asesinado además por una vieja. Es mi mente. Es el estrés.
A las dos de la mañana la curiosidad y el alcohol pudieron más que la prudencia. Me oculté bajo la chaqueta la botella de ron Negrita que había sobre la barra del último pub y volví a la casa. Acerqué el coche lo más que pude al hoyo y me alumbré con los faros. Si alguien me veía, tenía una explicación perfecta a mi comportamiento: estaba borracho; podía hacer lo que me diera la gana sin dar más explicaciones.
De vez en cuando, le daba un tiento a la Negrita, para mantener mi coartada en perfecto estado de revista. Y también porque de otra manera me hubiera puesto a llorar de miedo: era un cadáver. Un cadáver completo. Era un hombre. Hedía, como no podía ser de otra manera. Ahora sí que podía llamar a la Guardia Civil.
Llegué como pude al cuartel. Me tomó declaración un cabo primera...
Preguntado por la identidad del cadáver, dice que la ignora.
Preguntado por la causa de su muerte, dice que lo ignora.
Preguntado por el tiempo transcurrido desde la muerte, dice que lo ignora.
Porque nadie en mi situación contaría a un cabo que se trataba de Braulio, el Ausente, que había sido asesinado por una vieja hacía dos meses, o quizá tres, según versiones, y que todo eso yo lo había descubierto iluminado por Agatha Christie y ron Negrita al cincuenta por ciento.
Al final nos pusimos en marcha hacia la casita. Se negaron a dejarme conducir, así que volví en la parte de atrás del Nissan. A medida que nos acercábamos al lugar, mi corazón latía más fuerte. Esto no me está pasando, me decía una y otra vez. El frío de la noche y los sacudones del todoterreno me iban despejando las ideas. Cuanto más consciente era de la situación, más me decía a mí mismo: esto no me está pasando; es una confusión o una pesadilla. No he estado durmiendo siete meses con un cadáver. Me zumbaba la cabeza, tenía una espantosa sequedad de boca y el corazón parecía estallar. Los síntomas del estrés volvían.
- Aquella primera es, junto al camino de arena - les dije al entrar en el pueblo.
Entramos con el Nissan. Con las prisas, me había dejado la cancela abierta de par en par. Yo preferí quedarme en la seguridad del furgón. No quería volverlo a ver.
Un guardia bajó a la fosa con una linterna.
- Es un cadáver -fueron sus palabras-. Un cadáver de perro.
***
Estuve en tratamiento durante algún tiempo. Cada mañana visitaba al psiquiatra en el Hospital Provincial. Al cabo de cinco meses me encontraba bastante recuperado.
Doña Esperanza murió de un paro cardiaco, a consecuencia de la operación. Mi situación fue un tanto extraña, pues ella no había dejado herederos. Durante varios meses estuve depositando el importe del alquiler en un despacho notarial.
Al comienzo de la temporada de pesca, mi amigo el Terco me llevó a un paraje magnífico, al que dan el romántico nombre del Lago de la Luna. Quiso enseñarme el lugar para que lo conociera, antes de un campeonato de pesca al que quería que lo acompañara. Rodeamos, caminando, el inmenso lago. Hacía calor. El agua, transparente y fresca, era demasiado tentadora. Me mostró una peña y me dijo que podía zambullirme desde allí sin miedo a chocar contra el fondo. Estuve buceando un ratito. El agua estaba helada, aunque sólo se notaba al entrar de golpe y al salir al aire. El fondo del lago era precioso. Pude ver bandadas de pececillos y algas de muchos colores. El sol se filtraba a través del cristal líquido del agua provocando un delicioso juego de luces y sombras. Yo estaba feliz. Me sentía vivo. Atrás quedaron las tensiones, los miedos.
El Terco ató una soga a una rama. Dejó el otro cabo resbalar al agua antes de zambullirse junto a mí.
-Es la única manera de salir , ¿sabes? Las peña están demasiado empinadas y resbaladizas. Un verano el Perniches vino a bañarse solo y se ahogó porque no pudo salir. Nunca lo encontramos.
Ganas me dieron de preguntarle por qué sabía que se había ahogado allí si nunca lo encontraron. Pero desistí. La frase del Terco lo explicaba todo: Aquí tos saben lo que hace ca cual. Nadamos durante un buen rato, hasta que el Terco se situó muy solemne frente a mí:
- Ahora que estamos solos, voy a contarte una historia. Aquí sólo el agua puede oírnos y el Lago de la Luna guarda todos los secretos. Ya murió la Esperanza; poco importa que lo sepas. Y así te quedarás tranquilo: no fue tu imaginación. Había un cadáver.
Se me heló la sangre en las venas. ¡El Terco sabía todo! ¡Sabía lo del cadáver y nunca me dijo nada!
- El Braulio era un mal bicho. La Esperanza era doce años mayor que él y se casó obligada por su padre, por una cuestión de tierras. Pero era un mal bicho. Todos en el pueblo conocíamos sus puños; al hermano de la Esperanza le arrebató sus tierras con engaños. Más de uno podría decir lo mismo, de tierras o ganado. Y alguna moza se marchó del pueblo abultada por su culpa. Era el tabernero más borracho que hayas podido conocer. Una noche llegó a casa bebido y violento. Comenzó a insultar a la Esperanza; los gritos alertaron a un vecino. Entró justo a tiempo de impedir que golpeara a la pobre mujer. Al muy bestia no le detenía ni que ella fuera mujer ni la diferencia de edad ni nada. Hubo pelea: el vecino fue más fuerte: empujó al Braulio y lo desnucó contra la cocina de hierro. Al día siguiente, por encubrir a su salvador, la Esperanza dijo que el Braulio la había abandonado, que se había marchado de repente. Dos días más tarde, tenía una adelfa nueva en su jardín. Compréndelo. Si la Guardia Civil hubiera encontrado al Braulio, hubieran hecho preguntas y a la Esperanza le quedaba poca vida ya. ¿Pa qué remover nada? Te vi cavar en el jardín a la luz de los focos de tu coche. Desde la ventana de mi casa no te quitaba ojo, pero tú no te diste cuenta de nada. Entonces, descubriste al Braulio; por suerte, te alejaste de la casa y pude llevarlo a un sitio seguro. Ya no olerán mal las adelfas.
Se me erizó la piel de la nuca. Creí que iba a vomitar.
-¡Entonces, Braulio fue asesinado! ¡Y tú lo sabías! ¿Cómo es que lo sabias, Terco?
Él asió la soga. Vi sus músculos tensarse con el esfuerzo de trepar la roca y salió del agua. Se sentó sobre sus talones y una vez más sentenció:
-Aquí tos saben lo que hace ca cual.
Pero esta vez a mí no me bastó la respuesta. Tenía una sospecha, una terrible sospecha sobre mi amigo y tenía que disiparla cuanto antes:
-¡Ya está bien con la frasecita! ¡Parece ser el lema del pueblo! Fuiste tú, ¿verdad? Tú el defensor de doña Esperanza, tú el que mató a Braulio...
El Terco se incorporó de un salto. Lanzó una risotada feroz
- ¿Yo? No, a mi no me tocó esa vez. Fue el Negro, el carbonero. Luego, entre el Tío Lindes, Mauro el cartero y yo lo enterramos. Sabino, el propietario de la tienda, nos consiguió la adelfa. Después, cuando lo descubriste tú, nos toco desenterrarlo de nuevo.
-Metimos el cuerpo en mi furgoneta -explicó una voz.
-Lo subimos hasta las peñas -continuó otra.
-Y lo arrojamos sin piedad -cada vez era uno diferente el que hablaba.
-Por ladrón.
-Por ladrón.
-Por ladrón.
Miré espantado alrededor. Junto al Terco se encontraban todos los del pueblo. Los que él había ido nombrando y otros más. Estaban sobre las peñas, rodeándome como los indios de una vieja película del oeste.
Un escalofrío me recorrió la médula. Las algas que me acariciaban hacía rato se convirtieron de golpe en los dedos de un hombre asesinado que buscaba venganza, unos dedos descarnados que recorrían las plantas de mis pies y querían subir más arriba, por mis tobillos y mis piernas... Noté el frío de la muerte en mis venas, en mis labios, como si alguien estuviera dibujando mi cuerpo con un lápiz de hielo. Tratando de mantener alejado un presentimiento atroz, vi como retiraban la soga del agua y me daban la espalda, alejándose de mi, mientras comentaban:
- Haremos buena pesca. Los peces estarán bien alimentados.
El secreto del jefe indio
Todo el mundo recuerda su primer viaje en tren, en particular cuando los trenes recreaban el paisaje y los largos trayectos daban para imaginar historias de indios y exploradores. Viajar es una buena forma de rastrear la superficie para nutrir las raíces. Con nueve años la aventura estaba garantizada.
"Cuida de tu madre y no te apartes de ella en ningún momento", fueron las palabras con las que mi padre me bautizó como jefe de la tribu en el exilio. De lo poco o mucho que logré atrapar al hilo de las puertas, me enteré de que en Madrid nos esperaba mi tía Clotilde; la que cuidaba desde hacía cinco años de una vieja loca con dinero. Una anciana que debía de estar muy chiflada, la pobre, porque mi tía nos contó que una tarde, mientras oían misa, sacó unas bragas del bolso y se las puso en la cabeza. Y es que, en Madrid, la gente anda majareta. El hermano de mi amigo Seba vino de allí con una enfermedad rara, soñaba sueños de muertos y no quería salir a la calle. También escuché que viviríamos en casa de la señora de un médico, que estaríamos muy bien y que íbamos a comprar un piso para que mi padre se viniera con nosotros. [...]
Sigue leyendo en
http://www.tallerliterario.net/relsecretoindio.htm
¿Quién la quiere?
A su marido, un hombre cualquiera, lo mataron los otros, que ella no sabe quién.
Le cortaron la lengua y después, con un machete, el pene.
Ella llegó tarde, pero temprano para ver la boca abierta y la sangre bañando los pies.
Su hija, la única que su vientre amasó, se la llevaron los unos, que ella sí sabe quién.
Se la devolvieron vacía de himen y con heridas en su chiquilla piel.
La violaron y, una vez abierto el animalito, la torturaron mil veces dejando el semen en sus labios,
su boca de miel…
Y la madre ha venido huyendo de su país. En una barca asquerosa preñada de agua y orín. Solo quiere un nido donde abrazar a su hijita.
Y probablemente,
muchos,
no la quieran aquí…
Ha sido sin querer
Ella se cae al suelo sin saber qué fuerza la arrancó de la silla.
Él se sienta encima de sus pechos para orinarse entre sus lágrimas.
Ella tiene la cara fija en la vergüenza y el amor. La bofetada, le ha roto la vida.
Se encogerá dentro de sus piernas para no empaparse de sus gritos. Ya no oye nada,
sólo el silbido de su cremallera.
Él montará su futuro hasta gastarlo, para que no le quede a ella ni un sueño barato entre las piernas.
Mientras dure la montura en su perdido juicio, le llenará el oído de crueldad, y la bañará
de saliva borracha.
La luz se muere en su pelo y bebe la baldosa la sangre de su cuerpo.
Ella no llora,
se le secaron los sueños.
Mañana, en la tienda que hace esquina con su vida, al comprar el pan, la miraran los codos de las vecinas.
Ella esconderá su desprecio para vestirlo de perdón.
Él la esperará a la salida del trabajo
con la cremallera subida de posesión…
Steps
Las escaleras de Escher no van a ningún sitio. Ni vienen de parte alguna. Suben, bajan, se entrecruzan en ángulos inverosímiles y sorprendentes. Se tiene que estar loco para trepar o descender por ellas.
O estar soñando. Como yo.
No he terminado el maldito puzzle. Y estoy obsesionado por esas escaleras, definidas sin lógica aparente; que me atraen, que me enloquecen y pueblan mis sueños los últimos días.
Ahora camino por una de ellas. Autómatas plateados se cruzan en mi camino mientras asciendo los escalones grises. Me observan como al extraño que soy. Me hablan en un idioma que no comprendo. Me hacen observaciones, indicando puntos inconcretos con sus brazos articulados.
—¿Por allí? — pregunto, remedando sus gestos.
Insisten. Marcándome un camino que no alcanzo a concebir.
Alcanzo un rellano y, cuando me dispongo a continuar, la escalera se ha invertido. Estoy boca abajo. Pero no me caigo, las leyes gravitatorias se han olvidado de que existo.
Ahora, la escalera desciende y ya no son androides plateados los que siguen señalándome la ruta. Enormes escarabajos mecánicos han tomado su lugar. Siento un escalofrío al notar, cercanas a mi cuerpo, afiladas sierras en sus bocas repugnantes. Acelero el paso. Un inesperado muro me impide continuar. Pero, de inmediato, una nueva escalera ascendente se dibuja a mi izquierda, ¿o es a mi derecha? hacia una bóveda virtual suspendida en la altura. Los escarabajos trepan el muro. Yo subo de dos en dos los escalones, hacia una puerta que he adivinado al final de mi confusión geométrica. Una puerta tosca, enorme, cerrada. Empujo con todas mis fuerzas sin resultado.
Los autómatas, al fondo del laberinto que he abandonado, me han descubierto. Sus manos, como pinzas, se agitan, animándome a traspasarla. Empujo de nuevo. Ya casi sin resuello, consigo abrir un resquicio en la descomunal estructura.
Al otro lado de la puerta el paisaje es distinto. Perfiles cambiantes de nubes en movimiento dibujan un universo blanco y luminoso. Una nueva escalera desciende hacia un fondo que no alcanzo a ver. Escalones de cristal, iluminados por una potente luz azulada, me invitan a continuar. La luz es cegadora a ese lado de mi sueño. Unicornios azules vuelan en bandadas entre los nimbos, ¿o son, quizá, cúmulos? ¿Dónde duermen mis conocimientos sobre naturaleza?
Tras de mí, la puerta se cierra con un ensordecedor ruido y, al momento, se oscurece, en un ocaso espectacular, el firmamento que me deslumbraba hacía unos instantes.
Desaparecen los unicornios y, en su lugar, pegasos alados montados por los autómatas metálicos que habitaban al otro lado se enzarzan en cruel batalla contra los escarabajos mecánicos que blanden, amenazadoras, sus patas escalofriantes.
— ¡Papá! ¡Papá!
Escucho, lejanas, las voces de mis hijos, que saltan sobre mí, agitando frente a mis ojos, aún entornados, el unicornio de Barbie y uno de esos bionicles de Lego de desproporcionadas pinzas lanzadera.
—¿Vamos a ir al cine?
Despierto dolorido. Me he quedado dormido en el sofá. Mi mujer, con un enorme puzzle de dos mil piezas extendido sobre un tablero, grita, victoriosa.
—¡Lo hice!, y mira que era difícil, con tantas escaleras. Debía de estar loco el tal Escher y tú no me has ayudado nada. Anda, despierta de una vez y vámonos al cine con los críos antes de que te enrolles con el fútbol.
Pinto, el desván de la memoria
La bolsa de basura
Yolanda Sáenz de Tejada
(Ganador 2º Premio Certamen "Palabras de Mujer" Radio Almenara 2007)
Puedes escuchar aquí a la autora leyendo su relato en la entrega de premios:
http://es.youtube.com/watch?v=JG7yLqy19WA
Aún es de noche y ella me espera en la puerta. Me abraza, me ayuda a coger la bolsa y me limpia las lágrimas con su camiseta. Es guapa, tiene los ojos claros y la sonrisa morena. Me da la mano y me abre la puerta del coche. Al doblar la esquina sale Carlos. El coche frena. Ahogo un grito con un trozo del color negro de la noche. Voces y golpes en el cristal. Empiezo a temblar. Intento bajarme para que él no siga llorando y entonces ella me sujeta fuerte y acerca su boca a mi mano. Me besa y me mira. Me veo en sus pupilas. Son verdes y no hay miedo, me baño en su iris y aún mojada salgo al exterior. Miro a Carlos con angustia. Está pegado a la ventana y llora. Su agua inunda mi fragilidad. Me ama, eso dice. Me cuidará toda la vida. Se matará si me voy. Lo creo pero no puedo moverme del asiento. Sigo aferrada a mis sueños apiñados en la bolsa de basura y no quiero dejar de coger la mano de ella. ¡Acelera!, grita su voz y el coche avanza mientras pisa los gritos de Carlos, sus promesas, sus lágrimas, su amor...Llegamos a un edificio sin color. Pequeño y aislado. No sé donde estoy. Llevo dos días viajando y no he hablado. De la bolsa solo he utilizado las bragas. Su mano me sigue guiando. “Esta es tu habitación, esta es tu casa”. Me siento en la cama y por fin mis labios se mueven. “gracias”, susurro y mis pestañas abren paso a las lágrimas. Miles y miles. Carlos ya no está, no siento sus caricias, no siento sus besos, no siento sus golpes...