viernes, 30 de diciembre de 2005
María
Iris
Aquel asesino siempre escapaba…
Era un anochecer de invierno sombrío. El cuerpo de la chica se escondía
entre las hojas húmedas y castañas. La muerte atenazaba su piel desnuda
y la policía volvió a llegar tarde.
Fue la mañana siguiente del invierno descarado y de la muerta desnuda
cuando detuvieron a aquel hombre en el restaurante. Ni un asombro
en sus manos manchadas de aceite, ni una huella en su sonrisa torcida.
Nada, pero aquel asesino había sido descubierto.
Debería de haber cerrado los ojos de su última víctima.
En ellos estaba perfectamente impresa su cara…
Un millón de rosas
Mercedes Martín Alfaya (Finalista Certamen Pompas de Papel 2005)
Le sobraba categoría, pero no aprendió a leer. Le daba vergüenza
confesarlo, y por eso dedicó su vida a comprar rosas; un ramo para
cada lápida del cementerio donde enterraron a su padre.
Genocidio
Dios, encolerizado por la corrupción reinante en el mundo, lo destruyó
con un diluvio que duró 40 días y 40 noches. He aquí un ejemplo del
primer genocida de la historia.
Tanilo Guyo
Tanilo Guyo era un hombre con una rara enfermedad: sed permanente. Cada mañana, Tanilo salía de casa con una botella de dos litros de agua para el camino; durante la jornada laboral, acababa otras tres.
El día de la huelga general, Tanilo fue a trabajar. En la puerta, varios piquetes le impedían el paso.
Camino a casa, volvió la sed.
Buscó un bar por los alrededores, pero estaban todos cerrados; lo intentó en bancos, comercios; llamó a los timbres. Nadie quiso abrirle.
Tanilo Guyo fue la única víctima de la huelga general; murió delante del Ministerio del Interior, donde sólo pretendía que le dieran un poco de agua.
Parpadeo
En ese instante su reflejo, dándose la vuelta, fue corriendo hacia la calzada, como si el tiempo transcurriera y simultáneamente, para él, estuviera detenido. Permaneció allí, inmóvil, paralizado, mientras su propia imagen cruzaba la calle, en el mismo momento en que un autobús, saltándose su parada, le arrolló.
Sintiendo la electricidad recorrer su espalda después de presenciar su propia muerte, al abrir los ojos pudo comprobar que nada de aquello era verdad.
Fue hacia el lugar donde tuvo lugar su propio atropello, pero allí no había nada, salvo su sombrero. Se encontraba agachado para recogerlo cuando oyó un bocinazo y un grito. Nada más.
Un latido en el tiempo
-Se ha clavado el manillar de la bicicleta en la ingle, comenta el extraño a través del aparato.
- ¡He dicho que no estoy de servicio!; llévenlo al hospital.
La ambulancia no tardó en llegar, pero la gravedad era extrema. Ninguno de los transeúntes que se acercaron a socorrerle, consiguió detener la hemorragia.
Han pasado muchos años pero, aquel médico, aún siente un latigazo en el corazón cuando escucha el sonido del portero automático. "Quizás sea él, con su gorra torcida, sus vaqueros caídos y sus pecas sobre la nariz, diciendo ¡Papá, baja y me ayudas a subir la bici!
Alimañas
–¿De dónde vienes tú, a estas horas? – Marcial se seca las manos con un paño que cuelga luego con cuidado del alambre que atraviesa el patio, repleto de pinzas que aguardan la colada, como gorriones posados en un cable. [...]
El mundo invisible
La tarde anterior, eso sí, habían acompañado ambos al hijo ciego, a conocer la sala del juzgado y sus accesos. Ahora, Bruno cruzaba el vestíbulo en diagonal para dirigirse a la escalera: contar veinticuatro, giro a la izquierda, cuatro pasos y otros veinticuatro escalones. La sala número tres estaba al final del pasillo, junto al tercer radiador. Era un pasillo largo, pero eso no le daría problemas. Gracias a su capacidad de observación, no tenía que contar siempre los pasos; se guió por las fuentes de calor. Era un truco, una de las muchas habilidades aprendido en el internado de la ONCE. Así aprendió a atarse los cordones, a ensartar cuentas, a recortar papel y también a vestirse, desenvolverse en el cuarto de baño, caminar sin tropezar... No era solo su destreza lo que ejercitaba. Entonces, claro está, no podía saberlo, pero comenzaba a construirse como persona. Ahora se felicitaba por su perseverancia que le llevó a ser autónomo, pues los últimos meses en el instituto terminaron por convencerle que no podía vivir esperando nada de los demás. Estaba solo en medio de un mundo que no podía ver.
La moqueta de la sala cedía bajo sus pies y amortiguaba los tibios pasos de Thor. No percibió ni un murmullo siquiera. ¡Bien! Había conseguido llegar el primero. Se acomodó en su asiento, hizo tumbarse a Thor y esperaron en silencio. Después, alguien entró en la sala y el mundo alrededor de Bruno se llenó de murmullos, de pisadas y de presencias, algunas tímidas, otras feroces. Le llegaban retazos de conversación, la voz de un adulto muy seguro de sí:
—Tú, hijo, no te preocupes. La cosa no puede ir mal.
El otro le respondía en voz baja, al principio algo apocado. Luego fue subiendo el tono a medida que se fue calentando. Un semitono por encima de lo normal denunció que había descubierto a Bruno. No le hablaba a él, sino para que lo oyera:
—¿De qué va el gilipollas éste, eh? ¿De qué va? ¡Que con el brazo roto ha perdido los ojos!—y añoñaba la voz de una forma ridícula— ¡Si tú eres ciego, imbécil! ¿Qué te he hecho perder yo?
Un ujier anunció la entrada de Su Señoría. Poco a poco, los murmullos cesaron; sólo en algunos carraspeos sueltos se palpaba la tensión del ambiente.
En aquel momento, Bruno comenzó a dudar. Ganas le dieron de salir de allí, de abandonarlo todo. Siempre sería igual: ellos eran más. Ellos, los fuertes, los que veían, los que le juzgaban ridículo e indigno por su ceguera innata; los que iban a clase cuando no tenían más remedio y despreciaban la oportunidad de aprender que se les brindaba sólo por tener ojos. ¡Dios! Ninguno de ellos sabía lo que había pasado Bruno hasta aprender a leer, a escribir, a distinguir texturas, formas, tamaños... Ninguno tenía la más remota idea de lo difícil era para él las matemáticas. Manzanera, Reaño, Pascual... Todos iguales, no había manera de distinguirlos, tan brutos, con sus bromas fáciles, ciego, tienes la bragueta abierta, cuando había una chica cerca; ciego, que te caes, y ponían un pie delante de los suyos, hasta que por fin ocurrió, se les fue la mano y Bruno rodó escaleras abajo, con el tiempo justo de oírles galopar en retirada, pero esta vez sacó el valor de donde no lo tenía y los denunció.
Pero ahora, pasado el impulso del momento, su confianza en la justicia se desvanecía en el aire. La denuncia se basaba en que, con el brazo escayolado, le era imposible leer y presentarse a los exámenes finales. Después de tanto esfuerzo, un curso perdido. Un año más a oscuras. Mientras rodaba por las escaleras le pareció que nadie dejaría de entenderlo. Pero ahora, en la sala, a oscuras en el centro de su soledad, rodeado de enemigos, alientos furibundos, vibraciones hostiles, le pareció una quijotada y su abogado, un iluso inexperto. Seguía siendo un ciego en un mundo de no-ciegos incapaces de ver.
Y entonces, un murmullo alarmado nació en la sala. Bruno no necesitó de los ojos para entender lo que estaba ocurriendo. Por la puerta del estrado, precedido del tic-toc de un bastón blanco, había entrado el Juez de la sala...
Tacirupeca
Memorizar el cuento de Caperucita al revés le costó un berrinche de interminables ensayos.
–Bai tacirupeCa por el quebos y jodi el bolo: ¿Dedon vais tacirupeCa…?
Repitió y repitió, hasta que no tuvo que hacer esfuerzos para soltarlo de un tirón en la fiesta de fin de curso. Y lo hizo tan bien, que sus padres estiraron el cuello y la profe añadió un positivo a su boletín de notas.
Con disciplina, hijita, con disciplina –le decía su abuelo–, así es como se consigue ser alguien de provecho.
Hoy, es una persona adulta, –una perfecta bombillita entre la guirnalda de luces amarillentas suspendidas en el gigantesco escenario de la existencia–, pero cuando nadie puede verla, danza descalza entre los árboles color helado de pitufo que esconde bajo su almohada.
Poquito a poco
Materia prima
Muy pronto me enamoré de ti. Tu pelo rubio y crespo, tan adorado en tu tierra, me envolvió como una cortina de humo, tus ojos me mostraron un mundo lejano del que quiero aprender; pero lo que más me cautivó fue tu sonrisa, cascada que penetra todo mi interior. Tu belleza, tus sentimientos, tus pensamientos... me iban atrapando como fina tela de araña, que poco a poco ibas tejiendo con caricias y amor. Me confundí, todo eso carece de valor, no sirve para nada. Antes de fijarme en esas frivolidades, debí rebuscar, cual amante celoso, en lo más profundo de tu cartera y comprobar si tenías papeles.
Pensaba que Dios nos había creado a todos por igual, no es eso lo que piensan algunos de sus valedores, aquellos que le ponen una vela y otra al diablo. Ahora te quieren alejar de mí. Yo les creí cuando pontificaron que el mundo era uno, pero solo se referían a sus mercancías y consideran que no eres materia prima; será que no te conocen: tú eres capital. Te envían a tu país del que no rechazarán sus frutos, que viajan con toda libertad. Expoliarán tu tierra y no me dejan explorar tu cuerpo, ni navegar por tu mente...
Cuando regreses dile a tus parientes que solo os quieren para sus fastos, para que les limpiéis sus retretes sucios; para que le cambiéis todos vuestros productos por espejos rotos y cuentas de vidrio; ahora lo llaman armas, máquinas, tecnología...
Un día partiré hacia ese horizonte que ahora surcas; pero antes he de convertirme en producto terminado, solo soy un hombre que le queda mucho camino por recorrer hasta poder abrir las aguas, como Moisés, de ese océano que tanto y tanto nos separa.
Su olvido
Una mañana de julio, muchos años antes de la desgracia, Olvido me pidió un libro de psicología positiva que había visto en mi estudio. Era muy joven pero descubrió que el optimismo es la savia de la felicidad. Desde ese día, se dedicó a buscar el origen de su distancia con el mundo, el fundamento esencial que le obligaba a vomitar sentimientos de odio hacia los demás. Desde aquel instante de luz, Olvido cambió su rumbo y decidió reinventar su vida…
Cuando llegué a Madrid, aquel verano de su boda, ella tenía 22 años. Frente a un whisky y alucinado aún por la situación trágica que siguió a la fiesta, la camarera del bar donde trabajaba, me contó su vida:
Olvido apareció en Madrid con la grasa pegada en la carne, con la vista nublada de sueños y con el miedo pintado en los pies. Llegó tan cargada de miseria que a ella se le contagió su sonrisa simple y la amó… Al cumplir los 17, era la chica más guapa del barrio y a los 18 fue miss Vallecas. Trabajaba de camarera en ese bar. Todas las noches ligaba y ella, coqueta y caliente, aprovechaba cualquier manoseo verbal y físico. Siempre, antes del coito, sus lágrimas afiladas le impedían continuar. Avergonzada por su reacción, al día siguiente ignoraba a los jóvenes que volvían una y otra vez a tocarla babosos y a sentir esa piel cálida y cercana.
Hasta que apareció Raúl. Su marido.
Todo fue rápido y pasional. Tan real y vertiginoso que Olvido perdió el blanco de su voz. Solo le hizo cumplir una promesa: "sería virgen hasta el día de la boda". Durante seis meses se besaron en las esquinas mientras ella descubría el coito anal; durante seis meses prepararon la boda con ansiedad casi enfermiza. Y en una noche, la noche de bodas, él se suicidó…
Y es que alguien tenía que haberle dicho a Raúl que Olvido, antes de salir de su pueblo, se llamaba Marcos...
Chocolate dealer
La necesidad te aguza los sentidos, "eres más listo que el hambre". Los españoles lo tienen todo, por eso están embotados: nadie habla bien el español. Todo mundo sabe liarse un canuto...
Obtengo mi visa de estudiante montando proyectos de investigación, ya no soy un sin-papeles cualquiera, los académicos no quieren trabajar.
Consigo curro en "La Revista": comercial. Me vuelvo el líder en pocos meses porque nadie quiere trabajar ni un minuto más. El dueño de "La Revista" vende hachís de muy alta calidad. Él y su ayudante de setenta tacos se meten 15 porros al día. ¿Farlopa? Toda. Si es "ala de mosca" mucho mejor. Frescos como lechugas.
Voy a una fiesta. Se corre el rumor de que puedo conseguir buen chocolate porque trabajo con el Director de "La Revista". Mi último trabajo: en México, traigo chocolate azteca a mis amigos. No confundir con hachís. Se tergiversan las cosas. Yo no sabía que así nombran al hachís.
—Oye, ¿tú tienes chocolate?
—¡Claro!
—¿Cuánto traes?
—Como dos kilos.
—¡Ostia, puta !, ¿Puedes venderme un pelín?
—No mujer, te lo regalo.
—Ni de coña, pásate por casa, invito unas cañas y unos porritos, y me vendes ¿vale?
—Venga.
El mismo malentendido con varios españoles. Lo aclaro. A todos termino vendiéndoles chocolate (hachís); me lo pasa el Director de "La Revista". Me invitan a sus casas; cuando van a por las cervezas a la cocina les pico un pedazo del chocolate y armo otra barra para venderla. Visión empresarial. Todos se quejan de que no hay trabajo, que la situación está jodida; acaban de regresar de la India, Sudamérica, Tailandia... No faltan cervezas, comida, porros, vacaciones. No encuentran trabajo, todos los extranjeros sí. No quieren dar un palo al agua. Los está infectando el virus de la comunidad europea: "eurociosus society".
Casi sin mover un dedo ya tengo más de 20 clientes: 200 euros. El pago de la renta.
La belleza incompleta de la luna
A su padre le gustaba presumir de hija cuando, a los dos añitos era capaz de distinguir los números que identificaban los autobuses del barrio. Por eso, los domingos por la mañana, en la parada más próxima al kiosco de periódicos, el hombre fingía no identificar el número del transporte para que su retoño se luciera, Papá qué autobús tenemos que coger, El cinco, pero aún es pronto para que venga, Pues ese es el tres, ya falta poco. La gente no podía evitar volver la cabeza ante semejante desparpajo y, Manuel, más ancho que largo, les dirigía una mirada indiferente asumiendo su privilegio, Qué años tiene la cría, Acaba de cumplir dos, pero habla desde los dieciocho meses. Claro que, esa no era la cuestión muchos niños parlotean con esa edad pero pocos se saben la numeración hasta el diez. Sin embargo, lo que peor llevaba el padre era esa especie de lógica innata que fluía de una mente tan diminuta haciendo de cada pregunta una cuestión existencial, Papá si el autobús vale duros y nosotros pagamos el billete, ya mismo es nuestro ¿no?, No, cariño, eso no es así, Por qué no, Porque el autobús no se vende, Entonces de quién es... [...]
El puente
—Puta guerra.
Y continúa vigilando el horizonte. La pradera sigue amarilla, pero no del amarillo vivo y dorado de los trigales de su pueblo. Es un amarillo muerto, el amarillo de la nicotina en los dedos, el amarillo de los dientes de los viejos, de la orina de los perros y los soldados en las tapias de los cuarteles. Pero el centinela sabe, sobre todas las cosas, que es un amarillo muerto porque nunca cambia. Siempre igual. Ocho meses vigilando el puente y no ha visto reverdecer la tierra ni siquiera en los cambios de estación. Quizá por el hábito ha tardado en descubrir el carro, avanzando por el polvoriento camino. Y cuando, al fin, ha reparado en él, se ha puesto de pie, ha amartillado el fusil y se ha asentado bien sobre sus talones. Con el carromato a diez metros del puente, avanza para darle el alto.
—¡Compañero! —grita el arriero desde el pescante, con el puño en alto—. Traigo unas viajeras.
Con la punta del fusil, el centinela levanta la cortina de tela raída. Dentro, una niña se abraza, asustada, a su madre. La mujer clava en el centinela unos ojos de brasa de carbón, que él no sabe interpretar. La mujer aprieta contra su pecho un hatillo de tela y por la forma de sujetarlo, el centinela adivina un bebé.
—¿Quiénes son?
—Madrileñas. Bombardearon su casa. Quieren llegar a Priego —hablan los hombres, las mujeres callan, no son personas, son animales o aún peor: son objetos sobre los que se está decidiendo una venta.
—¿Tienen familia?
—Supongo.
Al evocar la palabra tabú se hace el silencio. ¡Familia! Familia tenemos todos y no tenemos nadie, piensa uno. La familia está desperdigada por todo el país y uno no sabe si volverá a encontrarla, piensa el otro.
—No pueden quedarse aquí.
—El campo es de todos, compañero. Aquí las dejo. Yo sigo para Beteta.
La mujer baja del carro con agilidad. Después, tiende la mano a la niña, que da un salto hasta el suelo. El movimiento levanta sus faldas, dejando al descubierto una piernas regordetas. La niña tiene un único zapato. Se abraza a la cintura de la madre y así permanecen largo tiempo las tres, inmóviles, como si mirar atrás las fuera a convertir en estatuas de sal.
El centinela vuelve a su garita y se acomoda como puede en el taburete de tres patas, mientras piensa que la mujer no ha dicho ni una sola palabra. Pasa un minuto y luego dos. Va acabándose la tarde, entre tranquila y muerta. El centinela a veces echa la cabeza para atrás y entorna los ojos. Parece que dormita, pero está alerta: busca un ángulo cómodo para mirarlas. La mujer ha limpiado de cardos un espacio pequeño y el centinela se acuerda ahora de las golondrinas de Carrizosa, mientras removían pajillas con el pico para construir su nido. Igual la mujer. Puta guerra. Acabada la tarea, se sienta con la criatura en el regazo. La saya se le revuelve y deja ver parcialmente los tobillos, cubiertos con una medias gruesas, a pesar del calor. Los refugiados llevan su casa a cuestas, piensa el centinela, y se le ocurre cuánto tiempo piensan estar allí. Se le ocurre también que no deben de tener comida. Rebusca en su zurrón y encuentra un mendrugo del tamaño de una granada. La niña juega con las chinitas del suelo, a pocos metros de su madre. Aún no se han atrevido a pisar su puente, de modo que el centinela va a su encuentro. Pero, de súbito, la mujer llama a la niña, ¡Carmen! , y Carmen corre a abrazarse a la madre. En los ojos de ambas descubre el centinela el miedo de los animales acorralados y se retira muy despacio. Él comprende. Ahora es un soldado y el uniforme y las armas asustan a las mujeres. Puta guerra. Si esa mujer le hubiera conocido antes, en sus años de molinero, no le hubiera temido. Y se imagina a la mujer de medias gruesas en la puerta de su molino, una mujer más que viene del pueblo a comprarle el pan y quiere imaginarse a si mismo ofreciendo una rosquilla de anís a la niña. ¡Puta guerra! Aún tiene el mendrugo de pan entre sus atenazados dedos, sin saber qué hacer. En el suelo no lo dejará, que las hormigas andan también hambrientas. Al fin, opta por dejarlo sobre la sucia baranda y se aleja despacio. Antes de llegar a la garita, se vuelve a un grito de alarma de la niña y alcanza a ver una urraca en vuelo rasante, que ha sido más decidida que las mujeres y ha encontrado el sustento de hoy. Pero el bocado, con ser escaso, es demasiado para pico tan breve y enseguida cae con un chof al río, donde un barullo de truchas se lo disputan a muerte. El centinela no lo piensa y dispara dos veces. Sólo dos, no puede malgastar ni siquiera la munición. Mira con atención al río y descubre el cadáver ensangrentado y panzón de una trucha varado entre las rocas filosas. Nunca antes lo había hecho: disparar a los peces. Baja por su presa, cuidando de no escurrirse en las peñas, y, entonces, sin venir a cuento, se acuerda de su abuelo, de su barba blanca y sus manos nudosas revolviéndole el pelo. ¿Será por que el abuelo siempre le inculcó amor a la naturaleza y respeto a los animales? Lava un poco el pez destrozado y las tripas le rugen. Trata de recordar si es época de veda y no se acuerda. Nunca ha sido cazador. De todas formas, ¿a quién le importa? Están en guerra y tienen hambre.
Guarda el pez en un bolsillo y busca un buen agarre en la pared casi vertical. Asegura bien cada bota antes de apoyar el peso y avanzar, pero se escurre y pierde pie, con tiempo justo de agarrar una raíz gruesa y salvar el tipo. Levanta la vista para calcular la distancia y su mirada tropieza con la de la mujer, que se santigua. Más arriba, en lo alto del cielo, se recortan las siluetas de tres o cuatro buitres.
Han pasado tres noches y la paciencia se le acaba. Ningún carro acepta llevar a las mujeres. Se volvieron inhumanos con la guerra. El centinela no puede más; no soportará volver a bajar a río a pescar a tiros para traer un pez roto a las mujeres. Ni quiere soñar que tiene las rosquillas de anís al alcance de sus dedos cuando, en la noche, le despiertan los gemidos de hambre de la niña y del bebé. Suena el traqueteo de un carro y esta vez, el centinela no es el salvoconducto lo que pide.
¾Esta familia se va contigo. Déjalas en Priego ¾hace un gesto a la mujer, un gesto que no admite réplica. Ella obedece sin soltar palabra y suben a la trasera del carro.
El arriero se mide con la mirada con el centinela. Luego escupe y grita, desafiante:
¾En el primer recodo, las bajo.
La mujer se asusta. Nunca ha visto al centinela violento, pero esta vez, sí. Amartilla el fusil y sitúa la boca del cañón en el bigote del arriero:
¾¡Hazlo y te mato!
Y antes siquiera de terminar su amenaza, el carro arranca, los caballos al trote, el corazón de la mujer al trote también, el del arriero no se sabe, quizá no tenga o no haya tenido nunca, pero cumple y no las baja.
El sol está bajo en el horizonte, las sombras se prolongan frente a los castigados mulos, las moscas molestan una y cien veces. Un grajo grita desde una rama. La niña, sentada en cualquier rincón, tiene fija la vista en el suelo. Las viejas tablas encajan mal y faltaban clavos. A través de las juntas se puede ver el camino, polvoriento y con mala hierba crecida, pasando muy deprisa frente a sus ojos. El ronroneo cíclico de las ruedas de la carreta se le mete en el cerebro y ahora forma también parte de ella, como sus mejillas con churretes, sus ojillos vivos o su pelo negro, que su madre ha trenzado para el viaje, tres días atrás, para prevenir los piojos.