Clara García Baños (Finalista Certamen Civilia 2005)
Bruno echaba de menos el golpeteo de su bastón blanco. Era un sonido sereno, el cronómetro que marcaba su vida. Pero el brazo escayolado le limitaba mucho y había preferido al perro. Su madre se quedó más tranquila. No porque temiera que aquellos salvajes del instituto se atrevieran a atacarlo en el juzgado, ni tampoco porque Thor tuviera aspecto fiero, que no lo tenía en absoluto. Pero un perro siempre es un perro, había dicho, poniéndolo como condición para permitir que Bruno se presentara solo a la vista.
La tarde anterior, eso sí, habían acompañado ambos al hijo ciego, a conocer la sala del juzgado y sus accesos. Ahora, Bruno cruzaba el vestíbulo en diagonal para dirigirse a la escalera: contar veinticuatro, giro a la izquierda, cuatro pasos y otros veinticuatro escalones. La sala número tres estaba al final del pasillo, junto al tercer radiador. Era un pasillo largo, pero eso no le daría problemas. Gracias a su capacidad de observación, no tenía que contar siempre los pasos; se guió por las fuentes de calor. Era un truco, una de las muchas habilidades aprendido en el internado de la ONCE. Así aprendió a atarse los cordones, a ensartar cuentas, a recortar papel y también a vestirse, desenvolverse en el cuarto de baño, caminar sin tropezar... No era solo su destreza lo que ejercitaba. Entonces, claro está, no podía saberlo, pero comenzaba a construirse como persona. Ahora se felicitaba por su perseverancia que le llevó a ser autónomo, pues los últimos meses en el instituto terminaron por convencerle que no podía vivir esperando nada de los demás. Estaba solo en medio de un mundo que no podía ver.
La moqueta de la sala cedía bajo sus pies y amortiguaba los tibios pasos de Thor. No percibió ni un murmullo siquiera. ¡Bien! Había conseguido llegar el primero. Se acomodó en su asiento, hizo tumbarse a Thor y esperaron en silencio. Después, alguien entró en la sala y el mundo alrededor de Bruno se llenó de murmullos, de pisadas y de presencias, algunas tímidas, otras feroces. Le llegaban retazos de conversación, la voz de un adulto muy seguro de sí:
—Tú, hijo, no te preocupes. La cosa no puede ir mal.
El otro le respondía en voz baja, al principio algo apocado. Luego fue subiendo el tono a medida que se fue calentando. Un semitono por encima de lo normal denunció que había descubierto a Bruno. No le hablaba a él, sino para que lo oyera:
—¿De qué va el gilipollas éste, eh? ¿De qué va? ¡Que con el brazo roto ha perdido los ojos!—y añoñaba la voz de una forma ridícula— ¡Si tú eres ciego, imbécil! ¿Qué te he hecho perder yo?
Un ujier anunció la entrada de Su Señoría. Poco a poco, los murmullos cesaron; sólo en algunos carraspeos sueltos se palpaba la tensión del ambiente.
En aquel momento, Bruno comenzó a dudar. Ganas le dieron de salir de allí, de abandonarlo todo. Siempre sería igual: ellos eran más. Ellos, los fuertes, los que veían, los que le juzgaban ridículo e indigno por su ceguera innata; los que iban a clase cuando no tenían más remedio y despreciaban la oportunidad de aprender que se les brindaba sólo por tener ojos. ¡Dios! Ninguno de ellos sabía lo que había pasado Bruno hasta aprender a leer, a escribir, a distinguir texturas, formas, tamaños... Ninguno tenía la más remota idea de lo difícil era para él las matemáticas. Manzanera, Reaño, Pascual... Todos iguales, no había manera de distinguirlos, tan brutos, con sus bromas fáciles, ciego, tienes la bragueta abierta, cuando había una chica cerca; ciego, que te caes, y ponían un pie delante de los suyos, hasta que por fin ocurrió, se les fue la mano y Bruno rodó escaleras abajo, con el tiempo justo de oírles galopar en retirada, pero esta vez sacó el valor de donde no lo tenía y los denunció.
Pero ahora, pasado el impulso del momento, su confianza en la justicia se desvanecía en el aire. La denuncia se basaba en que, con el brazo escayolado, le era imposible leer y presentarse a los exámenes finales. Después de tanto esfuerzo, un curso perdido. Un año más a oscuras. Mientras rodaba por las escaleras le pareció que nadie dejaría de entenderlo. Pero ahora, en la sala, a oscuras en el centro de su soledad, rodeado de enemigos, alientos furibundos, vibraciones hostiles, le pareció una quijotada y su abogado, un iluso inexperto. Seguía siendo un ciego en un mundo de no-ciegos incapaces de ver.
Y entonces, un murmullo alarmado nació en la sala. Bruno no necesitó de los ojos para entender lo que estaba ocurriendo. Por la puerta del estrado, precedido del tic-toc de un bastón blanco, había entrado el Juez de la sala...
La tarde anterior, eso sí, habían acompañado ambos al hijo ciego, a conocer la sala del juzgado y sus accesos. Ahora, Bruno cruzaba el vestíbulo en diagonal para dirigirse a la escalera: contar veinticuatro, giro a la izquierda, cuatro pasos y otros veinticuatro escalones. La sala número tres estaba al final del pasillo, junto al tercer radiador. Era un pasillo largo, pero eso no le daría problemas. Gracias a su capacidad de observación, no tenía que contar siempre los pasos; se guió por las fuentes de calor. Era un truco, una de las muchas habilidades aprendido en el internado de la ONCE. Así aprendió a atarse los cordones, a ensartar cuentas, a recortar papel y también a vestirse, desenvolverse en el cuarto de baño, caminar sin tropezar... No era solo su destreza lo que ejercitaba. Entonces, claro está, no podía saberlo, pero comenzaba a construirse como persona. Ahora se felicitaba por su perseverancia que le llevó a ser autónomo, pues los últimos meses en el instituto terminaron por convencerle que no podía vivir esperando nada de los demás. Estaba solo en medio de un mundo que no podía ver.
La moqueta de la sala cedía bajo sus pies y amortiguaba los tibios pasos de Thor. No percibió ni un murmullo siquiera. ¡Bien! Había conseguido llegar el primero. Se acomodó en su asiento, hizo tumbarse a Thor y esperaron en silencio. Después, alguien entró en la sala y el mundo alrededor de Bruno se llenó de murmullos, de pisadas y de presencias, algunas tímidas, otras feroces. Le llegaban retazos de conversación, la voz de un adulto muy seguro de sí:
—Tú, hijo, no te preocupes. La cosa no puede ir mal.
El otro le respondía en voz baja, al principio algo apocado. Luego fue subiendo el tono a medida que se fue calentando. Un semitono por encima de lo normal denunció que había descubierto a Bruno. No le hablaba a él, sino para que lo oyera:
—¿De qué va el gilipollas éste, eh? ¿De qué va? ¡Que con el brazo roto ha perdido los ojos!—y añoñaba la voz de una forma ridícula— ¡Si tú eres ciego, imbécil! ¿Qué te he hecho perder yo?
Un ujier anunció la entrada de Su Señoría. Poco a poco, los murmullos cesaron; sólo en algunos carraspeos sueltos se palpaba la tensión del ambiente.
En aquel momento, Bruno comenzó a dudar. Ganas le dieron de salir de allí, de abandonarlo todo. Siempre sería igual: ellos eran más. Ellos, los fuertes, los que veían, los que le juzgaban ridículo e indigno por su ceguera innata; los que iban a clase cuando no tenían más remedio y despreciaban la oportunidad de aprender que se les brindaba sólo por tener ojos. ¡Dios! Ninguno de ellos sabía lo que había pasado Bruno hasta aprender a leer, a escribir, a distinguir texturas, formas, tamaños... Ninguno tenía la más remota idea de lo difícil era para él las matemáticas. Manzanera, Reaño, Pascual... Todos iguales, no había manera de distinguirlos, tan brutos, con sus bromas fáciles, ciego, tienes la bragueta abierta, cuando había una chica cerca; ciego, que te caes, y ponían un pie delante de los suyos, hasta que por fin ocurrió, se les fue la mano y Bruno rodó escaleras abajo, con el tiempo justo de oírles galopar en retirada, pero esta vez sacó el valor de donde no lo tenía y los denunció.
Pero ahora, pasado el impulso del momento, su confianza en la justicia se desvanecía en el aire. La denuncia se basaba en que, con el brazo escayolado, le era imposible leer y presentarse a los exámenes finales. Después de tanto esfuerzo, un curso perdido. Un año más a oscuras. Mientras rodaba por las escaleras le pareció que nadie dejaría de entenderlo. Pero ahora, en la sala, a oscuras en el centro de su soledad, rodeado de enemigos, alientos furibundos, vibraciones hostiles, le pareció una quijotada y su abogado, un iluso inexperto. Seguía siendo un ciego en un mundo de no-ciegos incapaces de ver.
Y entonces, un murmullo alarmado nació en la sala. Bruno no necesitó de los ojos para entender lo que estaba ocurriendo. Por la puerta del estrado, precedido del tic-toc de un bastón blanco, había entrado el Juez de la sala...
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