Reflexiones sobre la natación sincronizada
Felisa Moreno Ortega
No sé por qué motivo en cuanto mis hijos se suben en el coche les entra unas ganas incontenibles de charlar, se quitan la palabra uno al otro, discuten, chillan y hacen ese tipo de cosas que no deberían hacer porque distraen al conductor, o sea, yo. Trato de mantener la calma y sin dejar de prestar atención a la carretera voy dando turnos de palabra y escucho con atención sus “interesantes” comentarios, preferiría oír música y conducir relajada, pero eso es mucho pedir.
Teniendo esto en cuenta, no es de extrañar que las mejores “joyas” del anecdotario familiar se produzcan sobre ruedas. Este verano, en plenos juegos olímpicos, en un corto trayecto, mi hija empezó a divagar sobre la natación sincronizada.
–Mamá, ¿por qué no hemos ganado la medalla de oro? A mí me gustaron más las españolas, tenían más ritmo, se movían más rápido que las otras.
–No sé, Irene, supongo que las rusas lo harían mejor, yo no entiendo.
–Yo sí, y te digo que las españolas eran mejores. Mamá, ¿yo puedo hacer natación sincronizada?
–Si entrenas mucho yo creo que sí, tienes cuerpo de nadadora –digo yo y ella sonríe satisfecha, mientras lanza una mirada aprobatoria hacia sus largas piernas.
–Mamá (mis hijos siempre empiezan las frases con mamá), ¿y los hombres pueden hacer natación sincronizada?
–Pues no sé, yo no he visto ninguno.
–Yo creo que no –dice ella– porque tienen muchos pelos en las piernas y se les verían cuando los sacaran fuera del agua.
Aquí tuve que reírme, al imaginar dos piernas peludas emergiendo de la piscina y moviéndose al ritmo de la música.
–Mamá, yo tengo pelitos –continúa– pero como son rubios no se ven, así que yo si puedo.
–Sí, hija. Ya puedes empezar a entrenar, que hemos llegado a la piscina.