sábado, 31 de enero de 2009
Premio DEFENSOR DE LA PASTA 2009
viernes, 30 de enero de 2009
Una de medicina azteca prehispánica
En este blog se intercambian opiniones, inquietudes, dudas, curiosidades sobre la salud y todo aquello que interacciona con ella (estilo de vida, actitudes mentales, alimentación, etcétera).
miércoles, 28 de enero de 2009
Jack Forlan
Jack abre el puerto a las ondas provenientes del procesador de sabores olores y texturas (otra adquisición del catálogo mensual) , dirige las pupilas hacia el icono del café con leche; mueve un poco las pestañas: es un gesto reflejo, que no puede evitar, cuando fuerza a su mente a confirmar la elección. Después, al azúcar: cuatro pestañeos. Y termina casi con un guiño.
lunes, 26 de enero de 2009
El desierto de las almas silentes
sábado, 24 de enero de 2009
La vida de las cosas
Desde entonces, herida y desorientada, la palabra deambula sometida, sigue prisionera y aún se resiste a la manipulación. Pensadores, escritores, poetas, creadores y guerrilleros del arte luchan sin descanso para su completa y definitiva liberación.
Los cuentos del Desván en la Voz de Galicia
http://www.lavozdegalicia.es/ferrol/2009/01/23/0003_7480154.htm
Y en el blog de Teresa:
http://teresacameselle.blogspot.com/
jueves, 22 de enero de 2009
Antonio Giménez presentará en Valencia el libro de Charlie Miralles
miércoles, 21 de enero de 2009
Hábitos de salud para vivir cien años
Un hombre de 84 años escribió sobre hábitos de salud para tener una vida larga y feliz.
lunes, 19 de enero de 2009
viernes, 16 de enero de 2009
Al ras
Como si fuera el objetivo de una cámara de fotos el ojo enfoca, unos centímetros más allá, la suela de una bota con refuerzos plateados en los tacones y las puntas. Si pudiera girar su único ojo útil como si estuviera articulado, la vista ascendería por el caño de un tejano de un color indefiniblemente negruzco.
La vibración en el suelo le hizo comprender que la estaba insultando, pero le produjo más miedo pensar que no oía nada, ni una voz, ni un grito. Sólo el leve temblor. Intenta levantar la cabeza pero la leve descarga eléctrica que causa la tensión del cuello, produce un efecto similar en las piernas que tiene frente a sí, tensándolas, a la espera de un nuevo movimiento que justificara volver a ponerle la mano encima. Aguanta ese instante de rigidez mientras siente que una nueva gota roja recorre los centímetros que separan su ceja de la baldosa blanca de la cocina.
No puede recordar lo que pasó justo antes de ese momento, excepto que se encontraba frente al fregadero de la cocina, aclarando la espuma de unos vasos, cuando oyó un fuerte taconeo que se le acercaba por detrás. Al girarse se produjo una combinación de circunstancias por las cuales el dolor y el calor intenso y repentino de la mejilla se mezclan con el ruido del cristal roto al chocar contra el suelo, todo ello suspendido en el tiempo, al ralentí. Lo que le resultaba más familiar era el olor a grasa y humo de bar combinado con el de la cerveza que se escapa del cuerpo tras haber recorrido su interior; y de esa visión a la actual podría haber pasado un segundo o una eternidad, le resultaba imposible averiguarlo.
Desconocía las reglas de ese juego, pese a haberlo jugado muchas veces en lo últimos quince años. Ignoraba si debía seguir intentando alzar la cabeza, aunque el peso de la bota podía acabar presionando sobre ella. Movió las manos en busca de un extraño y misterioso sitio en el cual, al apoyarlas, sería capaz de ponerse en pie y seguir con lo suyo, pero no lo encontró. Sin embargo, a medida que las gotas seguían cayendo con la regularidad del segundero de un reloj, parte de la sangre siguió circulando por su cabeza y eso le ayudó a recordar. Y el recuerdo tensó todos sus músculos. Era necesario avisarle. Debía acercarse a su habitación e impedirle que saliera de allí. No podía verla en ese estado. Otra vez no.
El par de botas que remataban los tejanos se movieron un par de pasos como si pretendieran evitar que la luz y la esperanza cubriesen su cuerpo, y ese movimiento permitió alinearse la visión del único ojo útil con el espacio dejado entre ambas botas. Haciendo un esfuerzo por enfocar la vista, lo vió. Allí estaba.
Quince años de matrimonio, catorce años y seis meses de maternidad. Su peor error y su mayor triunfo. Infierno y cielo separados por esa fina línea, difusa e inasible, como la del horizonte cuando divide cielo y mar. Ambos ahora frente a ella, alineados, uno detrás del otro. El más próximo, con olor a humo, alcohol y sangre. El que estaba detrás, enmarcado por la uve invertida de las piernas separadas, inmóvil y rígido, mirando sin ver, o sin creer. El joven cerebro no ha juntado las fichas hasta hoy. Ruidos. Gritos. Golpes. Morados. Excusas. Piezas de un puzzle con poco sentido cuando están separadas, pero constituyen una foto fiel cuando las encajas una junto a la otra.
Quiso mover levemente la mano para decirle que se fuera de allí. Que no viera más. Sufría al pensar que esas otras lágrimas se mezclasen con las suyas, pero no podía permitir que sus gestos la delataran. Detestaba pensar en la posibilidad de que otra sangre se mezclase en el suelo con la propia. Sobre todo la sangre joven que un día fue suya y que ahora corre por otras venas, por otro cuerpo. Un cuerpo que inició un ligero movimiento, estirando el brazo despacio, en cuidadoso silencio, hasta asir el mango del cuchillo con tanta fuerza que parecía formar parte de su mano, como si fuera la misma extremidad. Las lágrimas salían del ojo útil, impidiendo que lo hiciera la voz por su garganta, en lo que hubiera sido un grito no para avisar al de las botas, sino para evitar que la joven mano se manchara también de sangre; inmóvil en el suelo vio el avance de su hijo hasta quedar prácticamente tapado por el hediondo cuerpo de su marido y, en ese momento, supo que todo había terminado para ella, para su hijo, y también para el cerdo.
miércoles, 14 de enero de 2009
El espíritu de Avelino
El primer día que fui a clase con él iba preparado; mis compañeros ya le conocían de otros años y me advirtieron de que era un poco tonto pero muy bueno, pues no castigaba a nadie. Digo: que el primer día nos preguntó algo que a un niño de 11 años, como yo, le dejaba estupefacto: “¿Sabríais decirme cuál es la diferencia entre lo que vale una cosa y el valor que tiene?”… pongo puntos suspensivos porque fue como nos quedamos todos en clase: suspendidos de algún alero de nuestro cerebro. El empollón de clase, ya sabéis, el que luego se dedica a escribir estas chorradas, es decir: yo, que fui el único que reaccionó, le conteste: “Esa cosa puede valer 5 pts, sin embargo, costar 10”, “Muy bien”, dijo Avelino para mi regocijo, “Y también puede ocurrir al revés, que tenga un valor de 10 y cueste 5” añadí ya lanzado, “Vale, vale”, me calmó.
Aquellos días, cuando también empezaba la liga de Futbol, había un partido de máxima rivalidad regional, el Real Madrid jugaba contra el Atlético de Madrid. Avelino utilizó esto para seguir su clase: “A ver ¿cuántos sois del Madrid?” y levantaron la mano la mayoría, “¿Y cuántos sois del Atlético?” y levantamos la mano menos pero no pocos. Avelino se acercó a Pablito, el único que no había levantado la mano para ninguno de los dos equipos, queriendo saber: “¿Y tú de qué equipo eres?”, un poco tímido, dijo: “del Barça”; se formó un alboroto de protesta que duró un segundo, lo que tardó Avelino en girarse y mirarnos: “Muy bien Pablo”, y dirigiéndose a todos: “Lo que importa no es lo que uno escoge sino lo que respeta las decisiones de los otros. Y él no ha protestado ni ha puesto mala cara cuando habéis dicho vuestra preferencia”. Y continuó: “Bueno sigamos. Los del Madrid que se pongan a un lado y los del Atlético a otro, y tú Pablo ven conmigo”. Nos separamos como dijo, y Pablo en el centro de la clase con él. “Imaginaros que la entrada de futbol cuesta mucho dinero, por ejemplo 1000 pts”, de verdad era una exageración ese precio y el murmullo de desaprobación que expresamos lógico. “Vale, sólo es un ejemplo. ¿Cuántos comprarían la entrada para ir a ver a su equipo?” y muchas manos se levantaron, y unas pocas se quedaron abajo. “Que se separen los que sí comprarían la entrada de los que no, sin juntarse con los del equipo contrario. Así tendremos cuatro grupos, sin contar a Pablo, claro”. Lo hicimos, y nos permitió que corriéramos las sillas-mesas (que ya no había pupitres), para que tuviéramos sitio. “Bien. Ahora sin mezclaros de los dos equipos, separarse los que penséis que queréis la entrada a cualquier precio, de los que penséis que tampoco es tan importante un equipo de futbol como para pagar tanto dinero”. Realmente nos estábamos divirtiendo, ya que algunos se cambiaban de grupo sin saber a dónde iban, y hasta alguno se cambiaba de equipo. Pero ahí no acababa la cosa: “De los que sí compraríais la entrada a cualquier precio; imaginaros que sois pobres…”, risa general porque todos éramos pobres, “y tenéis que decidir si compráis la entrada a pesar de que vuestra familia no coma y os falte dinero para vivir, de los que por ésta no pasarían”. El follón fue colosal, porque si las cuentas no me fallan ya éramos ocho grupos, aparte de Pablo y el maestro. “Un poco de tranquilidad. Ahora quiero que miréis a los otros grupos, que miréis a vuestro propio grupo. Ya sé que todos os conocéis, pero ¿os imaginabais que vuestros amigos y compañeros estarían en el grupo que están?”. Claro, nos hizo pensar. Y miramos, por supuesto que miramos, y nos llevamos sorpresas desagradables y agradables. Consiguió que miráramos a nuestros amigos de otra forma. “Pues ahora sólo tenéis que imaginar que podríamos dividir estos grupos, todavía más, incluso hasta el infinito: ¿pediríamos un préstamo en un banco para comprar la entrada? o ¿nunca jamás haríamos un sacrificio tan grande por nuestro equipo? o ¿y si fuerais invitados… por una mala persona, cuán mala debería ser esa persona para rechazarla? o ¿y si pretendieran compraros con esa entrada, en una causa poco justa, dónde pondríais el límite?”. Después de dejar un tiempo para que las palabras llegaran a nuestros oídos… internos, su cabeza se agachó como si se mirara los zapatos; este gesto, que lo aprendí después, significaba que iba a decir algo importante para él. “Podéis sentaros”. Recuerdo que a Pablo lo sujetó por el hombro y lo dejó a su lado. “Acabáis de comprobar la diferencia entre lo que vale una cosa (1000 Pts. por ejemplo) y el valor que tiene para vosotros. Hemos hecho ocho grupos y podríamos haber hecho tantos grupos como cada uno de vosotros”. Se podría decir que aquel día comprendí la sutileza de la vida, aunque tardara 20 años en asumirla en mis escritos. “Y además, habéis visto que en los grupos contrarios al vuestro estaban vuestros amigos, vuestros compañeros con los que os lleváis bien, y que a lo mejor en vuestro mismo grupo teníais a alguno que no os gusta demasiado. Porque después de todo, cuando creáis que habéis visto todo, que habéis comprendido todo, que conocéis todas las respuestas, surgirá alguien o algo que os hará replantearos vuestra verdad. Como Pablo, que es de otro equipo distinto al vuestro, pero que no se diferencia en nada de vuestras decisiones, sería el noveno de nuestros grupos, y sin embargo es amigo de algunos, compañero de otros y no se lleva muy bien con varios; igual que todos vosotros.”. El maestro lo miró y él se emocionó y se puso colorado porque todos le mirábamos. “Puedes sentarte Pau”. No creo que nadie se diera cuenta que le llamó Pau, en catalán, pero él sí y lloró por dentro con los ojos vidriosos, que por fuera era de poco hombre.
Recuerdo que algunos padres, al final de curso, vinieron a protestar porque su hijo había suspendido aquella “estúpida” asignatura. Avelino les contestaba que él enseñaba, no aprobaba, y que si no había aprendido, cuando otros alumnos sí, no podía “visarles” la misma. Eran carcas del régimen, exhibiendo sus carnés de la Guardia de Franco, o despechados inconscientes que argumentaban: “si no aprueba el curso, lo tendré que llevar a uno privado o a un internado para que apruebe”, como si la educación se comprara igual que una entrada de fútbol.
domingo, 11 de enero de 2009
Al otro lado del espejo
—“Señoras y señores, buenas noches. Estamos aquí hoy, en este acto de entrega de premios, acompañados de las más destacadas personalidades del periodismo y la comunicación, para otorgar un premio galardón muy especial, el reconocimiento a la labor de un compañero que es un modelo a seguir para todos nosotros...”
Ignacio contemplaba la escena con el temor —y la certeza— de que en unos minutos todo el país estaría observándole.
—“... Pero los más audaces también sueñan con que su trabajo consiga cambiar las cosas, mejorar la vida de los demás.”
Silencio. Las miradas convergían en el escenario, aunque algunas de esas miradas buscaban contactar con la suya. Sus ojos se resguardaban de la curiosidad de los demás gracias a unas gafas de sol pasadas de moda, bastante grandes y oscuras como para que nadie penetrase a través de las ventanas de su alma.
—Esta noche vamos a entregar un galardón reconocimiento especial a alguien especial. Un compañero que ha conseguido que todos nosotros, desde nuestras casas, hayamos deseado ayudar a esos pequeños, los niños de la guerra; hayamos soñado con evitar que las niñas de muchos países de África sufran mutilaciones sexuales; hayamos reaccionado ante catástrofes de la humanidad como las de Darfur, Somalia, Haití...”.
Ignacio contenía el aliento como si se hubiera olvidado de respirar, sus manos agarraban los brazos de su butaca dejándole los nudillos blancos. Tal vez intentaba mantener su cuerpo presente, ya que su mente volaba lejos.
— “... El fotógrafo y periodista que ha aguijoneado nuestras conciencias y nos ha hecho pensar que lograremos cambiar las cosas. Con todos ustedes, el ganador del premio Atkins de comunicación visual, nuestro querido y admirado compañero, ¡Ignacio Ayala!”.
Una fuerte ovación arrancó de repente y mantuvo su intensidad mientras Ignacio luchaba por despegarse de su butaca, que ejercía sobre él un poder de atracción casi invencible, igual que el condenado a muerte se veía adherido al suelo imposibilitando que su cuerpo se moviera ni un milímetro camino del cadalso. Consiguió avanzar hacia el escenario,se levantó de la tercera fila y, alentado por las palmadas y apretones de manos que recibía a su paso de gente anónima para él. En lo alto de ese Olimpo le aguardaba avanzó hacia el escenario donde el Presidente de la Academia le espera con una pieza escultórica en cuya base figura el nombre del galardón.
La pantalla gigante bombardea con una selección de sus imágenes más impactantes y reconoce el repertorio de caras infantiles que le han hecho famoso. Él sube los pocos escalones que elevan la tarima donde recogerá el dichoso premio. Recordó fugazmente cuando, pocos años después de la facultad, fotografió los desórdenes producidos en Palestina con motivo de la visita de un Ministro. Bajo ese eufemismo se escondían el saldo de varias familias completas que fueron aniquiladas, incluidos los niños más pequeños. Sus fotos gustaron al director y pronto le encargó cubrir un conflicto en los barrios más duros de Sudáfrica, cuando Soweto y Apartheid eran términos que todo el mundo conocía. La foto del niño negro recibiendo latigazos por su patrón blanco fue su primer trabajo premiado y el pasaporte a los conflictos más importantes de África y Asia.
Desde el estrado Ignacio se dirigió a un público cuyos ojos chispearon de emoción al pensar que el esfuerzo de ese hombre había salvado vidas. Sus fotos llegaron a exhibirse en las Naciones Unidas como argumento para una intervención militar que, pocos meses y varios miles de vidas después, se produjo. Ignacio leyó un breve discurso, bastante formal, que contrastaba con la denuncia gráfica contenida en sus fotos. Parecía como si no quisiera colisionar cara a cara con nadie, como si prefiriera no ser objeto de atención.
La timidez de Ignacio no era fingida; era, aunque más bien se trataba de un retraimiento que le acompañaba al visitarcuando se encontraba en su país y al estar junto a los que decían ser los suyos. A lo largo de estos últimos años llegó a encontrarse más a gusto cuando estaba lejos, en alguno de esos remotos destinos que parecían de otro mundo. Su vida cambió al comprarse un riad en que compró en Marrakech.
Se divorció pocos años después de aceptar este trabajo. Las ausencias eran largas y frecuentes y los regresos se fueron convirtiendo en un trago amargo; Volvía mostrabacon un el humor cada vez más alterado, hablaba poco y parecía distante. Su familia veía como la mente de Ignacio se iba alejando más con cada viaje, con cada clic de su cámara, como si lLo atribuíanas imágenes que tenía que cacaptadasptar se imprimieran no sólo tanto o más en la película sino que también en su propia conciencia. Pero lLas ausencias de Ignacio continuaban incluso en su presencia, quedando cada vez menos restos que rescatar. La situación, sufrida por unos y percibida por el otro, se hizo insostenible, hasta que Ignacio no volvió a su casa. QuisoSe instalarseó en un país que siempre intentó fotografiar, pero que las autoridades no le permitieron nunca hacerlo a sus anchas. A cambio de respetar la prohibición, toleraronle permitieron que viviriera allí sin que nadie le molestara. Eso era exactamente lo que él esperaba del lugar donde residiera, de su mundo particular y privado, reservado sólo para sus sueños. Un refugio inaccesible para la vista y el juicio de los demás, un lugar donde guardar su tesoro más preciado.
Bajo una llamarada de flashes descendió del escenario y se dirigió a su asiento, repitiéndose los movimientos de aproximación de algunos que le conocían y otros muchos que no. Ignacio respiró: la atención ahora se centraría en otros personajes que deseaban obtenerla.
Al acabar la velada se despidió de todos y se fue al hotel. Ni siquiera quiso pasar la noche en casa de su madre, que vivía sola desde que enviudó pocos años atrás. Tampoco quiso quedarse en la ciudad más que hasta el día siguiente, cuando tomaría un vuelo de Air Maroc de vuelta a su nuevo hogar. Allí le esperaba alguienalguien.
Fue poco tiempo atrás. Él necesitaba a alguien que le ayudara en los trabajos domésticos y que cuidara de su casa en su ausencia. Un día, merodeando por los barrios próximos al suyo en su habitual búsqueda del rostro perfecto, se encontró con una familia que había sido desahuciada. Estuvo observando un rato el escándalo en la calle, con sus hatillos y enseres sobre la calzada, cuando se fijó en ella. Sus ojos brillaban en contraste con su piel morena, llenos de vida en aquella escena de tristeza y desesperación. Irradiaba un aura entre desvalido e ingenuo, ajena a lo que estaba ocurriendo. Leylah, que así se llamaba, parecía perfecta para lo que Ignacio necesitaba y gracias a la intercesión de un vecino que estaba al tanto de su status de protegido no tuvo que hablar mucho con su padre para que le permitiera a su hija instalarse en casa del extranjero, cambiando así la vida de ambos.
Al principio le fue explicando como pudo lo que tenía que hacersus obligaciones y ella, como si se tratara defuera un juego, cumplía con sus cometidos domésticos. Cada semana su padre, que había hubo detenido que instalarse en las afueras, iba a la casa para y recogería unos dirhams mientras echaba un vistazo de forma poco disimulada para irse a los pocos minutos. En las primeras visitas Ignacio le dejaba entrar y ver a Leylah, pero a las pocas semanas, la transacción se realizaba en la puerta del riad.
La gente del barrio cuchicheaba al observar los movimientos de la casa, y ban pero la policía local que vigilaba la zona estaba avisada de que no debían molestar al famoso fotógrafo español. Y de esa forma se fue cerrando una burbuja impenetrable sobre su hogar.
Ignacio pudo facturar con rapidez, ya que no llevaba más equipaje que el de mano. Su estancia no había durado más de cuarenta y ocho horas y no quiso alargarla pese a las ofertas recibidas. Deseaba regresar a su refugio tan pronto como le fuera posible. En los últimos meses las cosas habían cambiado. Leylah fue desenvolviéndose cada vez mejor y correteaba por la casa con naturalidad. Ignacio la observaba continuamente y le encargaba más cosas que pudiera hacer en su presencia, juntos. Muy pronto los roces se hicieron menos casuales, más buscados por Ignacio y consentidos por Leylah, que empezó a considerar ese trato como algo normal. Hasta que una noche Ignacio le pidió que le sirviera un té verde, y cuando ella se lo llevó Ignacio la agarró por las muñecas empujándola bruscamenteponiéndola contra la pared y la besó. Leylah se dejó hacer mientras él la desnudó y la condujo hasta la cama estirando de su brazo, mientras al tiempo que ella utilizaba su única mano libre para intentar esconder parte de su menudo cuerpo.
Ignacio estaba nervioso. En un par de horas volvería a estar con ella. Sabía Era consciente de que sula única opción era seguir viviendo en Marrakech. Allí le respetaban o, al menos, no se entrometían. Anhelaba llegar a casa aunque al mismo tiempo pensó que sus nervios no le estaban recorriendo el cuerpoeran sólo por impaciencia. Era consciente de que Een otros lugares, en otras circunstancias, Leylah no estaría con él. La vida le mostraba su cara más injusta pero y no podía evitar el deseo de que su mundo siguiera intacto, de que existiera un oasis al margen del horror tantas veces experimentado. Le vino a la mente la secuencia de fotos que se proyectó en la ceremonia, sólo que ahora la cara de Leylah se interpolaba como si fuera una más de las que consiguió publicar, la más importante.
Con su rostro como único habitante de su mente, entró en la tienda del aeropuerto para comprarle un jabón perfumado. Mañana era su cumpleaños y quería hacerle un regalo, algo que pudieran disfrutar juntos y tal vez distraer un poco el ambiente cada vez más enrarecido. El padre de Leylah, en sus últimas visitas, quiso hablar a solas con ella, pero Ignacio se lo impidió. IgnorabaNo sabía cuánto tiempo más lo conseguiría pero no aceptaba las intromisiones, las violaciones a su mundo privado. No podía consentir que los ojos de otros hombres horadasen las paredes de su casa como un puñal en un trozo de seda. Nadie volvería a entrometerse nunca más en su propiedad, en su vida.
Al llegar pensaba ofrecerle el obsequio y su importante premio para; haría que se sintiera orgullosa de él, para que fuera feliz como él había lo era a su lado, en su pequeño y hermético universo. Que se detuviera el tiempo como si se hubiesen trasladado al otro lado del espejo de Alicia en un mundo que Lewis Carroll hubiera deseado conocer. Que nadie más penetrara en su círculo mágico, secreto, exclusivo. Suyo. Conseguiría que no olvidara nunca ese cumpleaños. Su decimotercer cumpleaños.
sábado, 10 de enero de 2009
El desierto de las mariposas
(Finalista Certamen Civilia 2008)
Casi un mes esperaron mis abuelos para encontrar a una persona mayor y de confianza que viajara también a Madrid y me acompañara en el viaje. Una corpulenta y simpática señora marroquí, compañera del taller de confección en el que trabajaba mi abuela, se dirigía a España para reunirse con su marido después de seis años sin verse.
Yo vivía en casa de mis abuelos, en la buhardilla, desde que mis padres se marcharon a España. Al faltar pocos días para irme, aquel lugar se había convertido en el nuevo desván, rodeado de los mudos testigos que fueron las cajas llenas de herramientas que el abuelo traía de la vivienda del vecino y que no paraba de subir. Me iba lejos de mi ciudad…, pero es que tres años sin ver a mis padres eran muchos.
Gracias a la ayuda de varios españoles que trabajaban en El Aaiún saqué el billete de avión hasta Madrid sin problemas. Mi abuela me dijo que era personal humanitario; eso no lo entendía bien, ¿había personas que no eran humanas? Aunque esto fuera posible yo no lo comprendía, en fin… dos buenas personas me ayudaron.
La mañana que me fui los gallos no cantaban en la ciudad donde siempre brillaba el sol; según mi abuelo, la capital del Sahara Occidental, cosa con la que mi profesora no estaba muy de acuerdo.
Antes de irnos al aeropuerto me dio un parche con símbolos.
—Siempre me ha traído suerte en la parada del zoco, ahora es para ti, Mohammed, tómalo —me dijo—. El trozo de tela perteneció al traje de mi bisabuelo, quien militó en el Grupo Nómada Saguia el Hamra, el cual formó parte del Gobierno Militar Español antes de la invasión del Gobierno Marroquí.
Nos despedimos con afectuosos abrazos y con la promesa de volvernos a ver lo antes posible. Cuando entré en el avión olía igual que el interior del viejo coche de mi abuelo; eso hizo que el viaje, pese a ser la primera vez que volaba, fuera agradable.
***
Al bajar del avión la multitud rodeó al pequeño, que se concentraba sólo en que sus enormes y brillantes ojos no perdieran de vista el gran trasero de la señora que lo acompañaba. Una vez recogidas las maletas, salieron de la terminal. Entre el tumulto, dos movían los brazos hacia ellos; sin duda eran sus padres.
—¡Mohammed!, ¡Mohammed! —corrieron para abrazarlo mientras se les escapaba alguna lagrimilla a todos.
—¡Papá, mamá! —Un fuerte abrazo a los dos a la vez hizo que se olvidara todo.
—¡Qué alto estás! Diez años recién cumplidos y ya sobrepasas mi cintura —le dijo su padre. Ya eran tres los años en los que solo vio a su hijo en fotografías.
Después de unos conmovedores minutos se despidieron de la mujer que había acompañado al niño, agradeciéndole el servicio. A continuación se encaminaron hacia su nuevo hogar, en el humilde y trabajador barrio de Carabanchel Alto. Se había acabado compartir alquiler con seis personas, por fin las jornadas de doce horas de su padre en las obras de acceso a la capital, y el cuidado por parte de su madre de una pareja de ancianos, les permitieron mudarse a un sencillo pisito, trayendo por fin a su hijo junto a ellos.
—Seguro que te encanta el nuevo dormitorio, es pequeño pero no le falta detalle, dentro de unos días empezarás a ir a la escuela. Está todo preparado —le comentaba su madre mientras él seguía absorto contemplando los grandes edificios.
Mohammed entró en la que iba a ser su habitación. Pintada de un color ocre brillante, en ella le esperaba una cama, un escritorio bien iluminado al lado de un ventanal de sencillos cortinales blanco nácar, estanterías en exceso, libretas, pinturas, y una sencilla mochila azul. No podía estar más contento, ni pedir más. En medio de su alegría percibió que un niño rapado y mayor que él permanecía inmóvil observándole desde la ventana de enfrente; ambas habitaciones daban al patio interior del edificio, Mohammed se acercó a la ventana y lentamente levantó el brazo en señal de saludo, el otro niño hizo lo mismo, cuando en ese preciso instante la madre de nuestro amiguito le llamó desde la cocina, perdiéndose rápidamente en el interior de la casa.
Mientras comían le contó a su madre el encuentro con el vecino. Sus padres se miraron.
—Hijo, no es un niño —comentó la madre—. Es una niña, se llama Clara y tiene dos años más que tú, lo que pasa es que está malita y lleva un tiempo sin salir de su casa.
A Mohammed le sorprendió que fuera una niña, aunque la había visto de lejos.
—Además, resulta que vais al mismo colegio, ahora la mamá de Clara tiene que ir cada dos días a pedir los deberes a la maestra, y tú podrías recogerlos todos los días.
El corazón del niño enseguida entendió que haría bien con el encargo y acepto sin pensarlo.
Pasaron unos días y el mocito se enfrentó a su primer día de escuela, sus compañeros de clase le tenían reservada una mesa en la última fila de la clase. No habló demasiado, prefirió dedicarse a entender lo que decían los profesores; aunque con su abuelo practicara el español casia a diario, aquello era bien distinto. Al finalizar las clases subió a la planta donde estudian los mayores y entró al aula indicada por su madre, la de Clara. Una joven profesora estaba al tanto de la situación y le dio unas hojas.
Dejó la mochila en su casa y llamó a la puerta de su vecina. Una mujer alta de ojos verdosos y de pelo largo castaño abrió la puerta.
—Hola, guapo, tú debes de ser el hijo de Karin, pasa, pasa, Clara está en su habitación —la mujer trasmitía mucha simpatía y serenidad.
Clara veía una pequeña tele que tenía encima de su escritorio. Ahora sí, claramente era una chica. Su piel, blanca como la espuma de las olas, sus ropas dejaban intuir una pronunciada delgadez, sus ojos eran grandes y redondos como dos lunas verdes.
—Hola —saludó la niña con una sonrisa e los labios—. Me llamo Clara, me ha dicho mi mamá que tú me vas traer los deberes todos los días hasta que me ponga buena.
—Si —asintió él—, me llamo Mohammed y me parece que somos vecinos de ventana. —Unas sonrisas llenaron la habitación mientras él le daba las notas de la maestra—. Toma, esto es lo que me han dado para ti.
—Muchas gracias —Clara ojeaba la hoja de ejercicios—. Ufff, qué rollo, hoy me tocan “mates”. —Una cara de pucheros forzados por parte de clara y de nuevo saltaron las risas de los niños que se escucharon por todo el patio interior.
—Bueno, yo también tengo que irme a estudiar, mañana vendré a la misma hora. —Dijo él mientras se retiraba hacia la puerta.
—Vale, te estaré esperando… Muchas gracias, Adiós.
Mohammed se detuvo al borde de la puerta: —Adiós no… ¡Hasta luego! —Y desapareció junto a la última sonrisa del día.
***
El chico no falló a ninguna de sus citas en los siguientes días, hasta que una semana después Clara le invitó a quedarse para estudiar junto a ella, Mohammed aceptó alegre la propuesta, porque además ella se ofreció para ayudarle con las dificultades que le surgían con el idioma.
Las tardes fueron alargándose en casa de Clara, ya no solo estudiaban, jugaban y veían dibujos en la televisión mientras merendaban pan con chocolate, siempre con el pretexto de mejorar el español del amiguito. En ocasiones, incluso antes de acostarse, hacían el tonto en las ventanas, pero eso era un secreto.
Desde que la visitaba el chico, Clara había mejorado considerablemente su aspecto, consiguió dar algún paseo por la calle acompañada de su madre. En ocasiones, cuando la mamá de Mohammed podía permitírselo, quedaba con la de Clara para tomar algo mientras los niños permanecían en el cuarto.
—¿Mohammed, donde vivías volaban las mariposas? —preguntó su amiga mientras le enseñaba una foto del bello insecto.
—Sí, pero esas las he visto por primera vez aquí —respondió señalando la imagen—. En cambio, mi abuelo me habló en una ocasión de las mariposas del desierto.
—¿Mariposas del desierto? Qué bonito… Cuenta, cuenta —pidió Clara con interés.
—Mi abuelo me contó antiguas leyendas sobre las personas que viven en el gran desierto, que lo cruzan y lo conocen como la palma de su mano. Ellos dicen que las paredes de sus casas son las estrellas que sin sus únicas compañeras, además de los camellos. Se hacen llamar, allí por donde pasan, las mariposas del desierto.
Clara quedó pensativa imaginando las mil y una noches, cómo sería una de esas caravanas de alquimistas errantes en plena madrugada y en medio del solitario desierto, lejos de todo el sufrimiento de esos momentos.
—Mohammed... —Un expectante silencio, solo interrumpido por el eco de la lejana conversación de sus madres invadió el cuarto, mientras sus miradas se cruzaban sinceras—. Prométeme que un día iremos a buscar esas mariposas.
—¡Prometido! —dijo él sin mucho tiempo para pensarlo—. Yo también he querido verlos siempre. ¡Prepararemos una expedición junto a mi abuelo!.
—¡Muchas gracias! —exclamó ella con una gran sonrisa.
En ese momento empezaron a fantasear sobre la incursión en las dunas y las aventuras de piratas que vivirían en alguna misteriosa gruta perdida llena de tesoros. La hora de volver a su casa ese día llegó muy pronto y no porque se él fuera antes, sino porque no se hubiera ido nunca.
Pasaron las semanas y Mohammed aprendió más y más en clase, y las tardes con Clara eran esenciales para ayudarle a conocer partes de la cultura desconocida para él; de esta manera entendía mejor el porqué de las cosas que sucedían a su alrededor.
Pero un día todo cambió para la pareja de amigos. Clara ingresó de nuevo estaba en el hospital por a una recaída en su enfermedad. La madre de la niña tranquilizó a Mohammed asegurándole que, si todo iba bien, estaría de vuelta en unos días.
Todas las tardes Mohammed tocaba a la puerta de Clara con la esperanza de saber de ella o de su estado, las respuestas eran las mismas un día tras otro, en algunas ocasiones se encontraba con la casa vacía. Los interminables días fueron quince y gracias al contacto entre las dos madres supo que Clara volvería a su casa el que hacía dieciséis. Aquella tarde Mohammed corrió sin parar desde el colegio hasta el rellano de su escalera y, acelerado, tocó a la puerta de Clara. La madre abrió y le comunicó al niño que su hija estaba algo débil por el traslado, le prometió que al día siguiente sería el primer visitante. La mamá de Mohammed, que sintió la algarabía que formó su pequeño, abrió para que su hijo entrara en el momento en que el niño entregaba todas las hojas que la profesora le había dado a diario para Clara. Las dos mujeres coincidieron con sus miradas antes de cerrar al unísono las puertas…
Esa noche Mohammed se quedó un largo rato parado en su cuarto, estático, pensativo, pendiente de cualquier movimiento en la ventana de enfrente. Una tenue luz de flexo permaneció encendida hasta muy tarde. Llegó a percibir siluetas pensando que podía ser ella, pero la suave brisa, provocaba que el cortinaje deambulara más que él mismo, engañándolo en sus infinitas formas.
Al día siguiente se repitió la misma escena que el día anterior. En esta ocasión la madre de la niña, al abrir la puerta, le dio indicaciones.
—Amiguito, Clara está muy débil por el tratamiento que está siguiendo, así que te ruego contengas un poco esa euforia. —Él captó enseguida la preocupación con la que hablaba la madre.
Asintió con la cabeza, dejo la mochila en el comedor y se dirigió al cuarto de ella. La encontró acurrucada en la cama. No había duda, era ella, pero cambiada, más delgada si cabía, más pálida, sin ningún pelo en su cabeza; aquel rostro descubría, sin quererlo, el sufrimiento que albergaba en su interior. Mohammed tomó entonces conciencia de la gravedad de la situación. Ella, en lo que parecía una sonrisa, frunció el ceño. Hablaron mucho, toda la tarde y todo lo intensamente que nuestra amiga podía, de los deberes, de las cosas que a él le ocurrían en el colegio y de las que Clara le seguía aconsejando como una hermana mayor; por supuesto no faltaron los chismes de la hora del patio. Con todo esto llegó la despedida, que en esta ocasión llevó a la pareja más tiempo del habitual.
—Mohammed, me han dicho que estoy muy malita —dijo Clara, y él sintió como si le hubieran echado un jarro de agua fría. Unos segundos después reaccionó.
—¿Y puedo hacer algo para que te pongas buena? Lo que sea...
—El doctor me ha dicho que, dentro mis límites, tengo que hacer aquello que me haga feliz —dijo ella.
—Entonces podemos irnos a ver a mi abuelo para que nos lleve a buscar a esas personas del desierto —unas susurradas risas asaltaron a ambos.
—Eso creo que no va a poder ser, en este momento pretendo algo más sencillo —dijo ella—. Lo que ahora me hace feliz es estar aquí contigo… si no te molesta, claro. —Sobraron las palabras, un sincero abrazo entre ellos rubricó lo dicho por Clara. El niño salió emocionado de la habitación y se despidió de la madre hasta el día siguiente, ella ya conocía el deseo de Clara.
***
Un fuerte gemido despertó a Mohammed esa noche, la madrugada estaba muy avanzada y el ruido parecía proceder de la habitación de Cara. Se precipitó de la cama hacia la ventana, y apreció, entre luces y sombras, movimientos. La madre de Mohammed se asomó a la puerta de la habitación y encontró al niño asustado junto a los cristales
—¿Qué está pasando, mamá? —preguntó aterrado a su madre atravesándola con la mirada. Ella dio la vuela y él escuchó cómo salía al rellano y llamaba a la puerta de la vecina. Los latidos del niño se aceleraban, intuía lo que podía estar pasando sin querérselo creer.
Su madre apareció lentamente por la puerta del cuarto de Mohammed con lágrimas en los ojos.
—¡Nooooo!... —gritó el niño estremeciéndose de angustia. Miraba a su madre y no quería admitirlo. Ella se acercó y lo arropó con sus corpulentos brazos.
—¿Por qué…? —el llanto partió la noche en los mismos trozos en los que se deshacía su alma. Las lágrimas se derramaban por los surcos que sus tostadas mejillas dejaban a la tristeza. Se empañó su vista, como si esas gotas tristes supieran del dolor y le pedían que cerrara los ojos y huir hasta El Aaiún. Para secárselas agarró lo primero que vio en el escritorio; era el trozo de tela que le regaló su abuelo. Lo miró y pensó que a Clara le hubiera gustado conocer su ciudad, donde siempre brillaba el sol. Y a él… le hubiera gustado poder estar más tiempo a su lado, como ella deseaba.
—Llora, hijito, llora… Hoy es una noche triste para todos —musitaba la madre mientras intentaba arropar el cuerpecito del niño parado en la ventana. Su padre, asomado a la puerta de la habitación, sin el valor suficiente para acercarse a su hijo, permanecía en la oscuridad del pasillo orando en silencio...
Tiempo después, Mohammed tuvo un sueño, él y Clara volaban guiados por las estrellas al abrigo de la noche, hacia el encuentro de una caravana de mariposas del desierto. Al borde de una hoguera y rodeados por magos, astrólogos y alquimistas, crepitaban por cada centella numerosos cuentos y leyendas. En medio de la nada más absoluta, abrazados, tuvieron la oportunidad de despedirse cumpliendo felices su promesa… Clara se quedó con ellos para aprender sus secretos. Mohammed regresó para vivir entre nosotros.
jueves, 8 de enero de 2009
Café solo
Al principio, todo fue bien en el matrimonio. Tras los primeros meses juntos, su marido empezó a comportarse de forma cada vez más distante, como si fuera un espectador de su propia vida. La llegada del bebé trajo las primeras discusiones, hasta que él se largó. Sin explicaciones. Dijo que no quería arruinar su vida en aquel sitio. La paternidad no le ayudó a arreglar el ambiente podrido que respiraban en casa. Pocas palabras, muchos silencios, algunas escapadas… Casi sin darse cuenta se encontró criando al niño ella sola. De joven le enseñaron a coser y ahora le serviría para conseguir algún dinero y así ir tirando. Un tiempo después el cielo le envió una bendición envenenada al quitarle la vista y evitar así darse cuenta de que sus vecinos murmuraban al pasar, compadeciéndose de ella, una costurera sin vista, una madre sin marido. Cuando el chico acabó el colegio ella se empeñó en que siguiera estudiando; él rechazó la idea. Le dijo que ahora le tocaba a él cuidar de ella. El recuerdo de aquella conversación le provocó una sonrisa. Tan cabezota como ella misma, ahora se sentía responsable y quiso protegerla. Sólo de pensarlo le entraba un ataque de ternura. Como las cosas estaban difíciles y necesitaban dinero, se enroló en el ejército, creyendo que de esa forma conseguiría aprender un oficio y también cobrar un sueldo. Y así fue durante un tiempo. Él traía dinero a casa y ella se ocupaba de su ropa, de cocinar para él, de hacerle sentir en su hogar. La cara se le entristeció al recordar la noticia. Una misión humanitaria. El eufemismo no la confundió, no era tonta. La posibilidad de estar en territorios poblados por balas, bombas y minas era la pesadilla de cualquier madre en aquellos días. Poco tiempo después de salir su grupo, las noticias dejaron de llegar. La inquietud se instaló en su pequeña casa y se fue apoderando de cada rincón en el largo mes en que no recibió ningún mensaje ni carta de su hijo. Ella visitaba diariamente las oficinas de los jefes militares en busca de respuestas; no las hubo. Su cabeza hervía de especulaciones, de presagios, de preocupación, cuando finalmente recibió una carta con membrete del ejército. No quiso abrirla. Sostuvo el sobre cerrado entre sus manos varias horas, temerosa no tanto de no poder leerla con sus ojos agotados como de conseguir atisbar algunas palabras no deseadas. Por suerte aquello ya pasó. Ahora ya estaba de vuelta. Un día sonó el timbre de la puerta, al abrirla adivinó su contorno y no hubo preguntas. Le abrazó y estiró de él para que entrase en casa. Le preparó un café caliente, como a él le gustaba; las numerosas preguntas sobre la misión contrastaban con la brevedad de las respuestas; quedaba claro que no quería hablar de ello, así que se entretuvo en contarle chismes del barrio, de la gente que conocían hacía años, pensando que le ayudaría a sentirse como en casa. Al marcharse, le dijo que necesitaba su propio espacio pero que la volvería a ver a la semana siguiente y, desde entonces, lo hacía cada semana, sin falta, cada jueves.
***
Desde hacía un tiempo la visitaba cada jueves.
Vagabundeaba por aquel barrio desde hacía tiempo, el suficiente para que los vecinos se hubiesen acostumbrado a verle por allí. Sabían que era inofensivo, que nunca molestaba a nadie. Incluso alguno se atrevió a preguntarle cosas para saber más de él; no había mucho que contar, así que prefería guardar silencio o contestar con monosílabos. Además era preferible que nadie supiese cómo había acabado allí. En un vecindario con chicos jóvenes, un historial de adicciones no te conseguía ninguna dosis de piedad, ningún bocadillo de misericordia ni un termo de sopa de lástima en las noches frías de invierno.
Conocía a la mayoría de habitantes de aquellas cuatro calles. El panadero, el del bar, las señoras que compraban cada mañana la leche, la niña a la que acompañaba aquel imbécil con su moto ruidosa, como si las calles fueran suyas. También tenía visto al muchacho que, un buen día, empezó a vestirse de uniforme. Notó que le miraba de reojo, como si comprobara que estaba en su esquina, sin juzgarle, sin temor. Le recordaba a él mismo; no les separaban muchos años, sino los caminos tortuosos que él recorrió y que le condujeron a ninguna parte… Abandonó su casa por la calle y las malas amistades. Al cabo de un tiempo supo que su madre había muerto. Su padre le dijo que era culpa suya, que los disgustos pudieron con ella, que la había matado. Al oirlo se produjo un cortocircuito en su cerebro. Nunca más pisó aquella casa. Nunca más su cabeza volvió a funcionar como la de los demás.
Un día la noticia vino flotando hasta él. Lo oía todo, se enteraba de todo. Aquel con aquella, aquella que se quedó sin esto o sin lo otro, el otro que lo perdió todo… Todo y nada giraba a su alrededor y formaba parte del escenario sonoro en el que deambulaba. Al enterarse de lo de aquel chico, un temblor propio de otras épocas le recorrió la columna. El recuerdo de su madre, muerta de pena y de soledad, fue como el chispazo eléctrico que te estremece, te lanza adelante, te conecta algunas neuronas que hasta ese momento habían estado aletargadas, en desuso. Sin pensarlo, como todo lo que hacía, se dirigió hacia aquella casa donde vivía el joven con la madre. Se quedó un rato largo frente a la entrada, mirando la ventana donde en alguna ocasión recordaba haberla visto a ella sacudiendo un mantel o regando las macetas, ahora mustias o vacías. No pudo saber si el tiempo transcurrido fueron minutos u horas, un instante o una eternidad. Tiempo en el que algunos recuerdos pugnaban por salir a flote sin acabar de encontrar la escotilla de salida, creando un collage extraño y desordenado en su desordenada cabeza. Como un autómata, cruzó la calle y entró en el portal. Subió por las escaleras oscuras hasta el primer piso y se detuvo otra vez frente a la puerta de la vivienda. Oyó pasos y tal vez unos sollozos, los mismos sollozos que a su propia madre se le escaparon al ver que perdía a su hijo, que se alejaba de ella sin poder evitarlo. Alargó la mano y tocó a la puerta, esperando que tras aquella lámina de madera apareciera su madre ausente, como si aún estuviera viva, como si nada hubiera pasado. Al abrirse la puerta percibió aquel olor que le transportaba al más allá, al pasado nunca vivido, al presente que no existe. Ella le estaba esperando con una taza de café; de café solo.