viernes, 30 de diciembre de 2005

El puente

Clara García Baños (Accésit Certamen Los Barruecos 2005)
La tarde está pesada y densa. El sol, a punto de ocultarse tras las grandiosas peñas a las que se trepa la ciudad de Cuenca. Abajo, —treinta metros de abismo— corre el río, triste y miserable, como si la escasez de la guerra hubiera mermado su caudal. Sobre el puente de hierro hay una garita de madera. Un hombre tosco, mal encarado y con barba de tres días, hace la guardia recostado en los tablones sueltos. De cuando en cuando, con fastidio, se palmea la cara o los muslos para espantar a las moscas. Frente a él, se extiende la llanura pelada donde reverbera el sol con rabia. Con los ojos muy entornados, el centinela escruta el horizonte, más por hábito que por sentido del deber. De cuando en cuando, tal vez para descansar la vista, echa la mirada para el río y deja ir, arrastrados por sus aguas perezosas, quién sabe qué absurdos pensamientos. Al poco, vuelve en sí y concluye, a media voz:
—Puta guerra.
Y continúa vigilando el horizonte. La pradera sigue amarilla, pero no del amarillo vivo y dorado de los trigales de su pueblo. Es un amarillo muerto, el amarillo de la nicotina en los dedos, el amarillo de los dientes de los viejos, de la orina de los perros y los soldados en las tapias de los cuarteles. Pero el centinela sabe, sobre todas las cosas, que es un amarillo muerto porque nunca cambia. Siempre igual. Ocho meses vigilando el puente y no ha visto reverdecer la tierra ni siquiera en los cambios de estación. Quizá por el hábito ha tardado en descubrir el carro, avanzando por el polvoriento camino. Y cuando, al fin, ha reparado en él, se ha puesto de pie, ha amartillado el fusil y se ha asentado bien sobre sus talones. Con el carromato a diez metros del puente, avanza para darle el alto.
—¡Compañero! —grita el arriero desde el pescante, con el puño en alto—. Traigo unas viajeras.
Con la punta del fusil, el centinela levanta la cortina de tela raída. Dentro, una niña se abraza, asustada, a su madre. La mujer clava en el centinela unos ojos de brasa de carbón, que él no sabe interpretar. La mujer aprieta contra su pecho un hatillo de tela y por la forma de sujetarlo, el centinela adivina un bebé.
—¿Quiénes son?
—Madrileñas. Bombardearon su casa. Quieren llegar a Priego —hablan los hombres, las mujeres callan, no son personas, son animales o aún peor: son objetos sobre los que se está decidiendo una venta.
—¿Tienen familia?
—Supongo.
Al evocar la palabra tabú se hace el silencio. ¡Familia! Familia tenemos todos y no tenemos nadie, piensa uno. La familia está desperdigada por todo el país y uno no sabe si volverá a encontrarla, piensa el otro.
—No pueden quedarse aquí.
—El campo es de todos, compañero. Aquí las dejo. Yo sigo para Beteta.
La mujer baja del carro con agilidad. Después, tiende la mano a la niña, que da un salto hasta el suelo. El movimiento levanta sus faldas, dejando al descubierto una piernas regordetas. La niña tiene un único zapato. Se abraza a la cintura de la madre y así permanecen largo tiempo las tres, inmóviles, como si mirar atrás las fuera a convertir en estatuas de sal.
El centinela vuelve a su garita y se acomoda como puede en el taburete de tres patas, mientras piensa que la mujer no ha dicho ni una sola palabra. Pasa un minuto y luego dos. Va acabándose la tarde, entre tranquila y muerta. El centinela a veces echa la cabeza para atrás y entorna los ojos. Parece que dormita, pero está alerta: busca un ángulo cómodo para mirarlas. La mujer ha limpiado de cardos un espacio pequeño y el centinela se acuerda ahora de las golondrinas de Carrizosa, mientras removían pajillas con el pico para construir su nido. Igual la mujer. Puta guerra. Acabada la tarea, se sienta con la criatura en el regazo. La saya se le revuelve y deja ver parcialmente los tobillos, cubiertos con una medias gruesas, a pesar del calor. Los refugiados llevan su casa a cuestas, piensa el centinela, y se le ocurre cuánto tiempo piensan estar allí. Se le ocurre también que no deben de tener comida. Rebusca en su zurrón y encuentra un mendrugo del tamaño de una granada. La niña juega con las chinitas del suelo, a pocos metros de su madre. Aún no se han atrevido a pisar su puente, de modo que el centinela va a su encuentro. Pero, de súbito, la mujer llama a la niña, ¡Carmen! , y Carmen corre a abrazarse a la madre. En los ojos de ambas descubre el centinela el miedo de los animales acorralados y se retira muy despacio. Él comprende. Ahora es un soldado y el uniforme y las armas asustan a las mujeres. Puta guerra. Si esa mujer le hubiera conocido antes, en sus años de molinero, no le hubiera temido. Y se imagina a la mujer de medias gruesas en la puerta de su molino, una mujer más que viene del pueblo a comprarle el pan y quiere imaginarse a si mismo ofreciendo una rosquilla de anís a la niña. ¡Puta guerra! Aún tiene el mendrugo de pan entre sus atenazados dedos, sin saber qué hacer. En el suelo no lo dejará, que las hormigas andan también hambrientas. Al fin, opta por dejarlo sobre la sucia baranda y se aleja despacio. Antes de llegar a la garita, se vuelve a un grito de alarma de la niña y alcanza a ver una urraca en vuelo rasante, que ha sido más decidida que las mujeres y ha encontrado el sustento de hoy. Pero el bocado, con ser escaso, es demasiado para pico tan breve y enseguida cae con un chof al río, donde un barullo de truchas se lo disputan a muerte. El centinela no lo piensa y dispara dos veces. Sólo dos, no puede malgastar ni siquiera la munición. Mira con atención al río y descubre el cadáver ensangrentado y panzón de una trucha varado entre las rocas filosas. Nunca antes lo había hecho: disparar a los peces. Baja por su presa, cuidando de no escurrirse en las peñas, y, entonces, sin venir a cuento, se acuerda de su abuelo, de su barba blanca y sus manos nudosas revolviéndole el pelo. ¿Será por que el abuelo siempre le inculcó amor a la naturaleza y respeto a los animales? Lava un poco el pez destrozado y las tripas le rugen. Trata de recordar si es época de veda y no se acuerda. Nunca ha sido cazador. De todas formas, ¿a quién le importa? Están en guerra y tienen hambre.
Guarda el pez en un bolsillo y busca un buen agarre en la pared casi vertical. Asegura bien cada bota antes de apoyar el peso y avanzar, pero se escurre y pierde pie, con tiempo justo de agarrar una raíz gruesa y salvar el tipo. Levanta la vista para calcular la distancia y su mirada tropieza con la de la mujer, que se santigua. Más arriba, en lo alto del cielo, se recortan las siluetas de tres o cuatro buitres.
Han pasado tres noches y la paciencia se le acaba. Ningún carro acepta llevar a las mujeres. Se volvieron inhumanos con la guerra. El centinela no puede más; no soportará volver a bajar a río a pescar a tiros para traer un pez roto a las mujeres. Ni quiere soñar que tiene las rosquillas de anís al alcance de sus dedos cuando, en la noche, le despiertan los gemidos de hambre de la niña y del bebé. Suena el traqueteo de un carro y esta vez, el centinela no es el salvoconducto lo que pide.
¾Esta familia se va contigo. Déjalas en Priego ¾hace un gesto a la mujer, un gesto que no admite réplica. Ella obedece sin soltar palabra y suben a la trasera del carro.
El arriero se mide con la mirada con el centinela. Luego escupe y grita, desafiante:
¾En el primer recodo, las bajo.
La mujer se asusta. Nunca ha visto al centinela violento, pero esta vez, sí. Amartilla el fusil y sitúa la boca del cañón en el bigote del arriero:
¾¡Hazlo y te mato!
Y antes siquiera de terminar su amenaza, el carro arranca, los caballos al trote, el corazón de la mujer al trote también, el del arriero no se sabe, quizá no tenga o no haya tenido nunca, pero cumple y no las baja.
El sol está bajo en el horizonte, las sombras se prolongan frente a los castigados mulos, las moscas molestan una y cien veces. Un grajo grita desde una rama. La niña, sentada en cualquier rincón, tiene fija la vista en el suelo. Las viejas tablas encajan mal y faltaban clavos. A través de las juntas se puede ver el camino, polvoriento y con mala hierba crecida, pasando muy deprisa frente a sus ojos. El ronroneo cíclico de las ruedas de la carreta se le mete en el cerebro y ahora forma también parte de ella, como sus mejillas con churretes, sus ojillos vivos o su pelo negro, que su madre ha trenzado para el viaje, tres días atrás, para prevenir los piojos.

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