Paco Piquer Vento
(Finalista Certamen Civilia 2004)
Kiwgengwo recoge con cuidado las cajas. Momentos antes, sobre un plástico extendido en la acera, exhibía su hit-parade. Para hipócritas; o para bolsillos poco potentes. Sus clientes padecen casi siempre de una cierta vergüenza que percibe Kiwgengwo en el guiño cómplice que le dedican al pagarle. Guarda los discos y el plástico en una enorme bolsa de deporte y se cala el gorro de lana hasta las cejas. En un bar, cerca de la pensión donde vive, saluda a Nguema con el gesto endémico de llevarse la mano al corazón y come unos restos de cordero requemado que su amigo le guarda. Se arrebuja luego en la litera de una habitación atestada. Apesta a humanidad. Intenta dormir. Está aterido de frío. Cuando al fin lo consigue, su sueño es siempre el mismo: viste la túnica roja de los massai, adorna sus piernas y sus brazos con pulseras de hueso y multicolores trenzas prolongan sus cabellos. Le dice a su padre que se ha arrepentido y quiere volver. Le cuenta lo que ha visto. Hombres y mujeres que abandonan las tierras que les vieron crecer. Desesperados. Buscando un horizonte indiferente, ingrato, que les aloja, cauto, en frías estadísticas. Seres tristes que avanzan sin rumbo entre las multitudes; origen evidente en sus pieles oscuras. Pisoteado orgullo en tierras prometidas que no pasan, casi nunca, de una playa desierta; de una expulsión prevista o un salario de hambre. Y que vuelven, heridos, más pobres todavía, a sus países bellos. Los que tuvieron suerte y no quedaron lejos, alimentando la muerte con sus sueños. Su padre le escucha y llora. Después inicia la danza tribal. Saltos verticales que le elevan del suelo. Las ocho. Kiwgenwo se asea. Un vaso de leche. El gorro de lana encasquetado hasta las cejas. Cerca de la estación extiende el plástico. Ordena los discos.
—Oye, negro. ¿Tienes el último de Alejandro Sanz?
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