La primera elección
Aunque ya no llueve y ha salido el sol, siguen cayendo gotas de las hojas de los árboles. Huele a primavera, igual que aquella lejana mañana en la que me dirigía al colegio dándole vueltas en la cabeza al problema, parecía dos multiplicaciones y una división, cuya solución no era evidente. Debería entregar la solución, sin excusa, al llegar a clase.
Andaba rápido y cabizbajo, tenia el tiempo justo, cuando de repente todo mi campo de visión se llenó con medio cuerpo, desde la cintura hasta los pies, de una señora que marchaba delante de mí. Llevaba un amplio cinturón negro, una falda gris, ceñida al cuerpo, que le llegaba un palmo más abajo de la rodilla y unos zapatos negros de tacón alto. Caminaba con soltura, con un dulce balanceo sugestivo, hipnotizador. No sé por qué, pero casi me detuve en seco, tal vez para tomar perspectiva de mi visión.
Aunque solo la veía de espaldas, era alta, bien proporcionada, castaña, y tendría sobre los treinta años. Continué cinco metros detrás de ella, a su misma velocidad. Nunca había visto nada igual o por lo menos era la primera vez en mi vida que tomaba conciencia de cosas parecidas. Iba absorto en aquel contoneo; la preocupación con el problema había desaparecido.
Después de un par de minutos de marcha, comencé a notar un suceso inédito, desconocido por mí: una inflamación en los bajos. La sensación era doble: de una parte un cosquilleo agradable, como un sentimiento de fuerza y poderío y de otra una dolorida hinchazón preocupante, un problema, que tal vez, debería consultar con mi padre.
Así, seguimos bajando la calle; me olvidé de torcer a la izquierda para ir al colegio, y del tiempo, sí, del tiempo también me olvidé. La turgencia no cedía, pero a lo mejor las cosas eran así y yo lo ignoraba, cosas sin importancia, vaya usted a saber. Durante veinte minutos, más o menos, continué siguiéndola hasta que entró en una peluquería de señoras. Regresé sobre mis pasos y milagrosamente la prominencia desapareció.
A mi mente retornó el problema inconcluso, la tardanza en la llegada al aula, y la elección entre contarle el suceso a mi padre o no, no fuese a tratarse de una enfermedad. ¡A lo mejor era una tontería, poco más que dos multiplicaciones y una división!
En la puerta de la escuela una madre con un magnífico busto despedía a su hijo, y otra vez se me encabritó la cosa. Decidí no decirle nada a mi padre.
Andaba rápido y cabizbajo, tenia el tiempo justo, cuando de repente todo mi campo de visión se llenó con medio cuerpo, desde la cintura hasta los pies, de una señora que marchaba delante de mí. Llevaba un amplio cinturón negro, una falda gris, ceñida al cuerpo, que le llegaba un palmo más abajo de la rodilla y unos zapatos negros de tacón alto. Caminaba con soltura, con un dulce balanceo sugestivo, hipnotizador. No sé por qué, pero casi me detuve en seco, tal vez para tomar perspectiva de mi visión.
Aunque solo la veía de espaldas, era alta, bien proporcionada, castaña, y tendría sobre los treinta años. Continué cinco metros detrás de ella, a su misma velocidad. Nunca había visto nada igual o por lo menos era la primera vez en mi vida que tomaba conciencia de cosas parecidas. Iba absorto en aquel contoneo; la preocupación con el problema había desaparecido.
Después de un par de minutos de marcha, comencé a notar un suceso inédito, desconocido por mí: una inflamación en los bajos. La sensación era doble: de una parte un cosquilleo agradable, como un sentimiento de fuerza y poderío y de otra una dolorida hinchazón preocupante, un problema, que tal vez, debería consultar con mi padre.
Así, seguimos bajando la calle; me olvidé de torcer a la izquierda para ir al colegio, y del tiempo, sí, del tiempo también me olvidé. La turgencia no cedía, pero a lo mejor las cosas eran así y yo lo ignoraba, cosas sin importancia, vaya usted a saber. Durante veinte minutos, más o menos, continué siguiéndola hasta que entró en una peluquería de señoras. Regresé sobre mis pasos y milagrosamente la prominencia desapareció.
A mi mente retornó el problema inconcluso, la tardanza en la llegada al aula, y la elección entre contarle el suceso a mi padre o no, no fuese a tratarse de una enfermedad. ¡A lo mejor era una tontería, poco más que dos multiplicaciones y una división!
En la puerta de la escuela una madre con un magnífico busto despedía a su hijo, y otra vez se me encabritó la cosa. Decidí no decirle nada a mi padre.
El Diletante
1 comentario:
Muy-muy bueno Diletante. Un toque de sensualidad, de humor, de inocencia y de realidad, jeje.
La primera elección, leí la primera lección; fíjate, cosas de la vida. Funcionamos por inercia.
Eha! , ahora al cole.
Gracias por este relato divertido.
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