De vez en cuando, tras las confesiones, don Lorenzo, el párroco de la Iglesia que tiene nombre de pecadora bíblica, doblaba la estola, cerraba los postigos del habitáculo sagrado, hacía una genuflexión ante el altar mayor y salía del templo. Atravesaba la plaza cuando la luz del atardecer se desprendía de las paredes, balanceando los pliegues de su sotana; tanteaba la hilera de botones que recorría su esqueleto, allí donde se abotonaban los deseos, se aflojaba el alzacuellos de color blanco que resaltaba el rojizo del cuello y se internaba presuroso por las tortuosas calles del barrio alto. El barrio donde se emplazaba el templo, y del que recibía el nombre, lo formaban humildes casas de cal y teja con algunos geranios en los balcones. Sus calles estrechas, de cantos rodados, impedían el paso a los coches, por lo que el ir y venir de las beatas hacia la iglesia suponía un entretenimiento de sobremesa excelente para las vecinas que fisgoneaban tras los visillos. Iban con velo de encaje negro las señoras, y de pañolón tupido, las de la prole, camino hacia la misa de la tarde. Con los primeros tañidos de la vieja campana, que llamaba a misa, se alertaba el vecindario mujeriego. Un firme taconeo de zapatos repiqueteaba sobre el adoquinado de la calle que desembocaba en la plaza; primero como castañuelas, después como el redoble de un tambor. Don Lorenzo avanzaba ágil y sonriente, imprimiendo a su sotana un baile de pliegues tersos y susurrantes. Un reguero de suspiros le acompañaba hasta que se lo tragaba el portón parroquial... [...]
Puedes seguir leyendo aquí el relato:
No hay comentarios:
Publicar un comentario