El desierto
José Manuel Aparicio Hernández
(Finalista Certamen Canal-Literatura 2009)
Mis manos manchadas de sangre; fue lo primero que vi al abrir los ojos. Apenas podía respirar, mareado, desorientado, incrédulo por el milagro de seguir vivo. A mi derecha, el todoterreno era un amasijo de hierros humeantes en medio de un vasto desierto. El sol caía implacable: Necesitaba agua.
Tambaleándome, dejé atrás el rojo charco sobre el que había estado tendido y me acerqué a los restos del vehículo. Entre los asientos asomaban las solapas de una gran caja aplastada a la que resultaba imposible acceder. Un poco más allá, casi oculto por restos de plástico y metal, hallé una maleta que contenía varios cuchillos de trinchar y unos serruchos. Nada que beber, tampoco documentos que me indicasen quién era… porque no lo recordaba. Ni a dónde me dirigía, de dónde venía o a qué me dedicaba. Amnesia absoluta. Algo aterrador, pero no tanto como la idea de morir deshidratado. Allí no me podía quedar. Quizás encontrase alguna aldea perdida si seguía la dirección de los neumáticos, que serpenteaban bruscamente desde la distancia. ¿Qué otra alternativa me quedaba?
Avancé durante horas hasta que el desierto estepario dio paso a un mar de pequeñas dunas. Ya no había un rumbo lógico que seguir. Desesperado, me dejé caer al suelo. Tenía la boca acartonada, el sudor resbalando pegajoso sobre la piel, el aire entrando ardiente en mis pulmones. Apreté los puños para rogar a Dios que me acogiera en su seno… cuando lo vi por primera vez, a lo lejos, en lo alto de una cresta. Corría hacia mí, desapareciendo y apareciendo entre la arena. Un hombre…
—Ayúdeme —le rogué entre estertores cuando me alcanzó—… Déme agua…
Parecía un enorme bebé, bajito y calvo, de tez blanca; no llevaba ropa. Me observaba de pies a cabeza, pasándose los deditos regordetes por el mentón, como quien evalúa la calidad de una res. Al terminar su análisis esbozó una mueca parecida a una sonrisa.
—Bienvenido, ¿cómo estás?
Tenía la voz arrugada y afeminada, de vieja. Yo le miraba absorto; aquel sujeto no sudaba.
—Hace calor, ¿verdad? —prosiguió—. Uuuuuuh… ¿y esa camisa llena de sangre? Te has dado un buen batacazo, ¿eh? Aún eres joven e impulsivo, deberías conducir con más cuidado.
—Agua… —musité. El picor del sudor en los ojos me forzó a cerrarlos. Al volver a abrirlos el hombrecillo coronaba de nuevo una de las dunas; pensé que sólo podía tratarse de un espejismo.
—¡Eeeeeeh! ¡Aquí hay agua! ¡Aguaaaaaaa!—chillaba agitando sus bracitos para que le siguiese.
Todo me daba vueltas como un remolino. Más que correr me arrastré guiado por el instinto de supervivencia y aquella palabra fresca y cristalina.
¡Sí, la había, un oasis a la entrada de un pequeño palmeral en una vaguada! Me abalancé colina abajo, chapoteé y sorbí como un loco hasta atragantarme. El líquido rascaba la garganta como una lija. ¡Estaba tragando la arena!
El gran bebé rompió a reír.
—¡Maldito! —le grité entre arcadas— ¡maldito seas!
Entonces chasqueó los dedos. El desierto, las palmeras, el tremendo bochorno y él mismo desaparecieron. Me rodeaba la negrura, fría como una noche de invierno. No puedo describir la sensación de terror que me atenazó al comprobar que no podía moverme. Frente a mí se alzaba una imagen nebulosa. Poco a poco, en el silencio, se dibujó una cama en una habitación, tenuemente iluminada por una bombilla que colgaba del techo. La contemplé sin comprender, hasta que un brutal choque de calor me devolvió al desierto. Permanecí sentado, aterrado, babeando aún la arena. ¿Qué significaba aquella imagen? ¿Quién era aquel grotesco individuo? Una pesadilla, eso tenía que ser, una pesadilla terrible y muy real. Había cometido un error al abandonar el lugar del accidente; tarde o temprano alguien pasaría por allí, si lo intentaba podría acceder al interior del vehículo o rebuscar un teléfono entre los restos esparcidos. Quizás así despertase. Deshice mis pasos entre sollozos y plegarias al cielo.
Atardecía cuando llegué al amasijo de hierros, me deje caer a su sombra. No podía más, iba a morir en ese lugar. Aún sangraba de las magulladuras y las brechas, las piernas y los brazos me pesaban como elefantes, los ojos se me cerraban… y me dormí. Soñé con la negrura y con la habitación. Había una mujer desnuda sobre la cama, joven, de oscuros cabellos largos, muy hermosa. Me señalaba con el dedo. Luego comenzó a reír hasta que sus carcajadas se volvieron brutales y estridentes, de odio. Desperté de golpe. El silencio ensordecedor del desierto teñido de naranja me rodeó de nuevo. Acariciaba el sol el horizonte. Aquella mujer y aquella habitación me resultaban familiares… Un chirrido de metales a mi espalda me alarmó; era el esperpento, que, con una habilidad bufonesca, saltó desde los restos del todo terreno para caer de pie frente a mí.
—¿Tienes sed?
Lo miré indiferente, pensando ya en la muerte.
—Lo cierto es que no tengo agua —continuó—. Lo de antes tan sólo fue una broma. No me lo tengas en cuenta.
Un rumor viscoso a la derecha captó mi atención. Era el charco de sangre, que burbujeaba como una pócima en un puchero; repugnantes insectos zumbaban a su alrededor. La masa roja cobraba forma humana, las tripas desparramadas, infestadas de gusanos… Y comprendí: no había sobrevivido al accidente. Aquel cuerpo era el mío. ¡Estaba muerto! ¡Lo había estado todo el tiempo! ¡¿Qué significaba todo aquello?! ¡Si aún sentía el dolor, la asfixia, el sudor! El hombrecillo se había transformado: ya no era tan pequeño, era alto; y ya no tenía pies, sino pezuñas; y no piernas, sino patas de macho cabrio soportando un tronco de aspecto humano; y los brazos y dedos extremadamente largos y venosos. La boca era ahora un hocico en un rostro alargado de ojos rojos y mirada puntiaguda y dos enormes y afilados cuernos sobre la cabeza. Comenzó la tierra a temblar con un estruendo ensordecedor. Crujía el suelo, que se resquebrajó en un zigzag infinito. Me había tapado los oídos con las manos mientras asistía espantado a la evaporación de la bestia sobre el acantilado rojo bajo mis pies, que rugía como las entrañas de un volcán. Los hierros cayeron al abismo, yo permanecía suspendido sobre él, petrificado.
“El alma, como la carne, sufrirá al igual que en vida”; bramó una voz cavernosa. Inicié el descenso y grité en un intento vano asfixiado por infinitos llantos, chillidos y alaridos de las profundidades. ¡Quemaba el Infierno! ¡¿Por qué el infierno?! ¡¿Por qué?! Sobre el precipicio incandescente surgió de nuevo la escena de la mujer. Seguía señalándome entre carcajadas. Aquel rostro… ¡Era mi esposa! Un hombre apareció en la escena, blandía un cuchillo de trinchar. Me acerqué y la acuchillé no una sino dos, tres, cuatro, cinco, seis veces… Desgarraba la carne con pasión, hasta que su cuerpo dejó de agitarse. La troceé con un serrucho y guardé sus restos en una caja, la bajé al garaje y la metí en el asiento trasero del todoterreno. La llevaría al desierto para enterrarla, donde nadie encontraría su carne adultera. Ya lo recordaba todo…: la maté porque era mía.
6 comentarios:
Espeluznante relato.
Desde aquí felicito a José Manuel. Ser finalista no es cualquier cosa.
Un abrazo, Ramón.
Uau... impresionada me ha dejado este relato.
Enhorabuena para José Manuel.
Un besote.
Un honor, José Manuel, poder compartir charleta contigo en Murcia y disfrutar de tus escritos.
Enhorabuena.
Besos de revuelto murciano (estaba buenísimo, ¿verdad?).
Trepidante relato, magnificamente escrito y mantiene la tensión, te felicito, más por el relato que por ser finalista, porque creo que es tan bueno que se merece algo más. Aunque si todos los finalistas son así, ¡Vaya qué logro ser uno de ellos!
Enhorabuena y un saludo,
Juanma
Me hace muy feliz que la gente esté disfrutando con este relato. Lo digo DE VERDAD. Algo que es tan importante o más que recibir un premio.
Muchísimas gracias a todos.
José Manuel.
(Revuelto murciano... a ver, refresquemé usted la memoria... o enseñeme a leer entre líneas que no lo pillo...)
Bueno, no hay nada que leer entre líneas, je-je. Lo del revuelto es porque estuvimos preguntando al chico murciano qué era uno de los platos sabrosos y nos estuvo explicando. Pero, ahora que recuerdo, tú andabas con los boquerones en vinagre, jajjaja.
Un abrazo, campeón.
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